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Authors: Anne Rice

Tags: #Terror

La hora del ángel (32 page)

—Sólo hice lo que...

—Desgarrasteis el corazón de una familia y de un hogar —declaró él—. ¿Y ahora la negáis, cuando ha recorrido un camino tan largo para salvar a su madre? No tenéis corazón, señora. Y vuestra hija, ¿qué papel representa en todo esto? Os desafío a probar que no es la niña que conocéis. ¡Os desafío a ofrecer la sombra siquiera de una prueba de que esta niña no es Lea, hija de Fluria!

La multitud rugió de entusiasmo. A nuestro alrededor la gente murmuraba: «El viejo judío tiene razón», y «sí ¿cómo van a probarlo?», y «la conoce por la voz», y cientos de otras variaciones sobre el mismo tema.

Lady Margaret rompió en un llanto ruidoso, aunque parecía silencioso al lado de la forma de llorar de Rosa.

—¡No he querido hacer daño a nadie! —gimió de pronto lady Margaret. Extendió sus brazos hacia el obispo—. Sinceramente creí que la niña estaba muerta, y creí también que la culpa había sido mía.

Rosa se volvió a ella.

—Señora, consolaos, os lo ruego —dijo con una voz vacilante y tímida.

La multitud se apaciguó al oírla. Y el obispo reclamó silencio con voz furiosa cuando los clérigos empezaron a discutir entre ellos y fray Antonio siguió dando muestras de incredulidad.

—Lady Margaret —siguió diciendo Rosa, y su voz era frágil y dulce—, de no haber sido por vuestra amabilidad conmigo, nunca habría ido a reunirme con mi hermana en su nueva fe. Lo que no podíais saber es que las cartas que me escribía fueron el suelo en el que germinó la idea de acompañaros aquella noche a la misa de Navidad, pero vos me afirmasteis en mi convicción. Perdonadme, perdonadme de todo corazón por no haberos escrito y expresado mi gratitud. Ha sido el amor que siento por mi madre... Oh, ¿no lo comprendéis? Os lo ruego.

Lady Margaret no pudo resistir más. Abrazó a Rosa y una y otra vez repitió cuánto sentía haber sido la causa de tanto dolor.

—Señor obispo —dijo Elí, volviendo sus ojos ciegos al tribunal—. ¿No vais a dejarnos regresar a nuestras casas? Fluria y Meir se marcharán de la judería después de estos disturbios, como estoy seguro de que comprenderéis, pero aquí nadie ha cometido un crimen de ninguna clase. Y trataremos de la apostasía de estas niñas a su debido tiempo, puesto que todavía no son más que... niñas.

Lady Margaret y Rosa estaban ahora fundidas en un estrecho abrazo, y sollozaban, y se susurraban, y la pequeña Eleanor las rodeaba también con sus brazos.

Fluria y Meir permanecían mudos, como también Isaac, el físico, y los demás judíos, sus familiares tal vez, que habían estado encerrados en la torre.

El obispo se recostó en su sitial y mostró las palmas de las manos en un gesto de frustración.

—Muy bien, pues. Reconocéis que esta muchacha es Lea.

Lady Margaret asintió con vigor.

—Dime tan sólo —dijo a Rosa— que me perdonas, que me perdonas por todo el dolor que he causado a tu madre.

—De todo corazón —dijo Rosa, y dijo muchas cosas más, pero toda la sala estaba en efervescencia.

El obispo declaró concluido el proceso. Los dominicos miraban con dureza a todas las personas concernidas. El conde dio de inmediato a sus hombres la orden de montar, y sin esperar una palabra más de nadie se dirigió a Meir y a Fluria y les invitó a seguirlo.

Yo me quedé quieto como un tonto, observándolo todo. Vi que los dominicos se apartaban a un lado, mirando a todos con desaprobación.

Pero Meir y Fluria salieron de la sala, acompañados por el anciano, y detrás salió Rosa abrazada a lady Margaret y a la pequeña Eleanor, llorosas las tres.

Miré a través de la arcada y vi que toda la familia, incluido el Magister Elí, subía al carro, y Rosa daba un último abrazo a lady Margaret.

Los demás judíos siguieron su camino colina abajo. Los soldados montaron en sus caballos.

Fue como despertar de un sueño, cuando noté que Godwin me agarraba del brazo.

—Ven ahora, antes de que las cosas cambien.

Yo sacudí la cabeza.

—Vete —dije—. Yo me quedo aquí. Si hay más disturbios, mi puesto está aquí.

Quiso protestar, pero le recordé lo urgente que era que subiera al carro y se fueran todos.

El obispo se levantó de la mesa, y él y los canónigos de la catedral vestidos de blanco desaparecieron en una de las antesalas.

El gentío estaba dividido e impotente, mientras veía el carro descender la colina escoltado a ambos lados por los soldados del conde. El conde en persona cabalgaba detrás del carro con la espalda erguida y el codo izquierdo doblado como si la mano estuviera colocada en la vaina de su espada.

Di media vuelta y salí al patio.

Los rezagados me miraron, y miraron a los dominicos que venían detrás de mí.

Empecé a caminar más y más aprisa colina abajo. Vi el grupo de los judíos delante de mí, ya a salvo, y el carro que empezaba a aumentar la velocidad. Pronto los caballos se pusieron al trote y toda la escolta aceleró el paso. En pocos minutos estarían lejos de la ciudad.

También yo empecé a caminar más deprisa. Vi la catedral y algún instinto me impulsó a dirigirme a ella. Pero escuché pasos de hombres a mi espalda.

—¿Adónde piensas dirigirte ahora, hermano Tobías? —preguntó fray Antonio con voz irritada.

Seguí caminando hasta que su mano dura se plantó en mi hombro.

—A la catedral, a dar las gracias. ¿Adónde, si no?

Seguí caminando tan aprisa como pude, sin correr. Pero de pronto tuve a los frailes dominicos rodeándome, y a un grupo numeroso de los jóvenes más brutos de la ciudad respaldándolos y mirándome con curiosidad y sospecha.

—¿Crees que podrás acogerte a sagrado, allí? —preguntó fray Antonio—. Yo creo que no.

Estábamos ya al pie de la colina. Me hizo darme la vuelta de un empujón y apuntó a mi cara con el dedo.

—¿Quién eres tú exactamente, hermano Tobías? Tú, que has venido aquí a desafiarnos, tú que has traído de París a una niña que puede no ser quien asegura ser.

—Ya has oído la decisión del obispo —dije.

—Sí, y será respetada, y todo estará bien, pero ¿quién eres tú y de dónde vienes?

Volví la vista a la gran fachada de la catedral y tomé por una calle que llevaba hacia ella.

De pronto me agarró, pero con un tirón me solté.

—Nadie ha oído hablar de ti —dijo uno de los hermanos—, nadie de nuestra casa de París, nadie de nuestra casa de Roma, nadie de nuestra casa de Londres, y después de escribir a todas partes entre este lugar y Londres y Roma, hemos llegado a la conclusión de que no eres uno de los nuestros. Ninguno de los nuestros —insistió fray Antonio— sabe nada de ti, el estudiante viajero.

Yo seguí caminando, y al escuchar el estruendo de sus pasos a mi espalda pensé: «Los estoy alejando de Fluria y de Meir, tan cierto como si fuera el flautista de Hamelin.»

Por fin llegué a la plaza de la catedral, pero entonces dos de los monjes me agarraron.

—No entrarás en esa iglesia sin habernos contestado antes. Tú no eres uno de nosotros. ¿Quién te ha enviado a simular que lo eras? ¿Quién te envió a París a traer a esa niña que dice ser su propia hermana?

Vi que me rodeaban esos jóvenes brutos y, de nuevo, a mujeres y niños entre el gentío, y empezaron a aparecer antorchas ante la oscuridad creciente de aquel atardecer invernal.

Me debatí para liberarme, y no conseguí sino que más personas me sujetaran. Alguien rajó la bolsa de piel que llevaba al hombro.

—Veamos qué cartas de presentación llevas —dijo uno de los monjes, y al vaciar la bolsa sólo cayeron de ellas monedas de plata y de oro que rodaron en todas direcciones.

La multitud rugió.

—¿No contestas? —preguntó fray Antonio—. ¿Admites que no eres más que un impostor? ¿Nos hemos equivocado de impostor por esta vez? ¿Es de eso de lo que nos enteramos ahora? ¡Tú no eres un fraile dominico!

Le dirigí una patada furiosa y lo empujé atrás, y me volví hacia las puertas de la catedral. Quise correr hacia allí, pero enseguida uno de los jóvenes me atenazó y me empujó contra la pared de piedra de la iglesia, con tanta fuerza que lo vi todo negro por un instante.

Oh, si esa oscuridad hubiera sido para siempre. Pero no podía desear una cosa así. Abrí los ojos y vi que los frailes intentaban contener la furia de la multitud. Fray Antonio gritó que yo era «asunto suyo» y que él lo arreglaría. Pero el gentío no atendía a razones.

La gente tironeaba de mi manto, que al fin se rasgó. Alguien me dio un tirón del brazo derecho y sentí un dolor intenso que lo recorría desde el hombro. De nuevo me vi estampado contra el muro.

Veía a la gente entre parpadeos, como si la luz de mi conciencia se encendiera y se apagara, una vez y otra, y poco a poco se materializó una escena horrible.

Todos los clérigos habían sido empujados atrás. Ahora sólo me rodeaban los jóvenes brutos de la ciudad y las mujeres más rudas.

—¡No eres un cura, no eres un fraile, no eres un hermano, impostor! —gritaban.

Mientras me golpeaban, me pateaban y me arrancaban la ropa, me pareció que más allá de aquella masa movediza yo veía otras caras. Caras conocidas para mí. Las caras de los hombres a los que había asesinado.

Muy cerca de mí, envuelto en silencio como si no formara parte en absoluto de aquel tumulto, invisible para los rufianes que desahogaban su rabia conmigo, estaba el último hombre a quien maté, en la Posada de la Misión, y a su lado la joven muchacha rubia que maté muchos años atrás en el burdel de Alonso. Todos me miraban, y en sus rostros no vi ningún juicio, ningún regocijo, sino únicamente consternación y una leve tristeza.

Alguien se había apoderado de mi cabeza. Golpeaban mi cabeza contra las piedras, y sentí que la sangre me corría por el cuello y la espalda. Por un momento, no vi nada.

Pensé de una forma extrañamente desinteresada en mi pregunta a Malaquías, que él dejó sin respuesta: «¿Podría morir en esta época? ¿Es eso posible?» Pero ahora no lo llamé.

Mientras me derrumbaba bajo aquel torrente de golpes, mientras sentía los zapatos de cuero golpeándome en las costillas y el estómago, mientras el aliento me faltaba y perdía la visión de mis ojos, mientras el dolor se extendía por mi cabeza y mis miembros, dije una sola oración.

«Dios querido, perdóname por haberme apartado de Ti.»

___16___

De vuelta al mundo y al tiempo

Soñaba. Oí otra vez los cánticos, como los ecos de un gong. Pero se desvanecieron a medida que fui recuperando la conciencia de mí mismo. También se desvanecieron las estrellas, y el vasto cielo oscuro desapareció.

Abrí los ojos despacio.

Ningún dolor, en ninguna parte del cuerpo.

Estaba tendido en la cama de baldaquín, en la Posada de la Misión. Me rodeaba el mobiliario familiar de la suite.

Durante largo rato dejé descansar la vista en el dibujo ajedrezado de la seda del baldaquín, y me di cuenta, me obligué a mí mismo a darme cuenta, de que estaba de vuelta en mi propio tiempo, y de que no sentía dolor en ninguna parte del cuerpo.

Me incorporé poco a poco.

—¿Malaquías? —llamé.

Sin respuesta.

—Malaquías, ¿dónde estás?

Silencio.

Sentí que algo en mi interior estaba a punto de quebrarse, y aquello me aterrorizó. Susurré su nombre una vez más, y no me sorprendí cuando tampoco hubo respuesta.

Una cosa sabía, sin embargo. Sabía que Meir, Fluria, Elí, Rosa, Godwin y el conde habían escapado sanos y salvos de Norwich. Lo sabía. En algún lugar de mi mente nublada perduraba la visión del carro escoltado por los soldados alejándose velozmente por el camino de Londres.

Aquello parecía tan real como cualquier detalle de esta habitación, y esta habitación parecía completamente real, fiable y sólida.

Bajé la vista hacia mí mismo. Mis ropas estaban en desorden y arrugadas.

Pero llevaba uno de mis trajes, americana y pantalones caquis con chaleco, y camisa blanca con el cuello desabrochado. Ropas habituales en mí.

Busqué en el bolsillo y descubrí que llevaba la identificación que solía utilizar cuando venía aquí como yo mismo. No Toby O’Dare, desde luego, sino el nombre que utilizaba para moverme por ahí sin disfraz.

Volví a meter en el bolsillo mi permiso de conducir, salté de la cama y fui al cuarto de baño a mirarme en el espejo. No había magulladuras, ni señales.

Pero creo que fue la primera vez en muchos años que vi mi propia cara. Vi a Toby O’Dare, de veintiocho años de edad, mirándome desde el espejo.

¿Por qué pensaba que tenía que haber magulladuras y señales?

El hecho era que no podía creer que estuviera aún vivo, no podía creer que hubiera sobrevivido a lo que parecía ser una muerte merecida delante de la catedral.

Y si este mundo no me hubiera parecido tan vívido como aquél, habría creído estar soñando.

Paseé por la habitación, aturdido. Vi mi habitual bolsa de piel, y me di cuenta de lo mucho que se parecía a la bolsa que había estado cargando de aquí para allá a lo largo del siglo xiii. También estaba aquí mi ordenador, el portátil que utilizaba sólo para la búsqueda de información.

¿Cómo estaban aquí esos objetos? ¿Cómo había llegado yo aquí? El ordenador, un portátil Macintosh, estaba abierto y conectado, como podía haberlo dejado yo mismo después de usarlo.

Por primera vez se me ocurrió que todo lo ocurrido había sido un sueño, un mero producto de mi imaginación. El único problema es que nunca podría haber imaginado algo así. No podría haber imaginado a Fluria, o a Godwin, o al anciano Elí y la manera que tuvo de dar la vuelta al juicio en el momento decisivo.

Abrí la puerta y salí a la galería cubierta. El cielo era de un color azul pálido y el sol me calentó la piel, y después de la nieve, el barro y los cielos cubiertos que había conocido las pasadas semanas, aquel calor me pareció una caricia.

Me senté a la mesa de hierro y noté la brisa que me envolvía y me preservaba del excesivo calor del sol; esa vieja frescura familiar siempre presente en el aire del sur de California.

Planté los codos sobre la mesa e incliné la cabeza hasta dejar que descansara en mis manos. Y lloré. Tanto lloré que incluso prorrumpí en sollozos sonoros.

El dolor que sentía era tan horrible que no pude describírmelo ni siquiera a mí mismo.

Me di cuenta de que pasaba gente a mi lado, y no me importó lo que veían ni lo que sentía. En cierto momento, una mujer se me acercó y puso su mano en mi hombro.

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