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Authors: Julio Verne

La isla misteriosa (75 page)

Pero ¿cómo Ciro Smith conocía al capitán Nemo? ¿Por qué éste se había levantado de repente al oír pronunciar aquel nombre, que debía creer ignorado de todos?

El capitán volvió a su sitio, en el diván, y, apoyándose en su brazo, miraba al ingeniero, sentado a su lado.

—¿Sabe el nombre que he llevado? —le preguntó.

—Sí, señor —contestó Ciro Smith—, y sé el nombre de este admirable aparato submarino

—¿El
Nautilus
? —dijo con leve sonrisa el capitán.

—El
Nautilus.

—Pero ¿sabe..., sabe usted quién soy yo?

—Sí, señor.

—Sin embargo, hace treinta años que no tengo comunicación con el mundo habitado, treinta años que vivo en las profundidades del mar, único lugar donde he encontrado la independencia. ¿Quién ha podido descubrir mi secreto?

—Un hombre que no se había comprometido a guardarlo, capitán Nemo, y que por consiguiente no puede ser acusado de traición.

—¿Aquel francés que por casualidad vino a bordo hace dieciséis años?

—El mismo.

—Pero ¿no perecieron él y sus dos compañeros en el Maelstrom, donde el
Nautilus
había penetrado?

—No, señor, y, bajo el título de
Veinte mil leguas de viaje submarino,
se ha publicado una obra que contiene la historia de usted.

—¡Mi historia de unos meses, señor mío! —advirtió el capitán.

—Es verdad —repuso Ciro Smith—, pero esos pocos meses de vida tan extraña han bastado para darnos a conocer a usted...

—¿Como un gran culpable? —repuso el capitán Nemo plegando sus labios con una sonrisa altanera—. ¿Como un rebelde, puesto quizá fuera de la ley de la humanidad?

El ingeniero no contestó.

—¿Qué me dice usted?

—No soy yo quien debe juzgar al capitán Nemo —contestó Ciro Smith—, al menos en lo que concierne a su vida pasada. Ignoro, como todo el mundo, cuáles han sido los móviles de esta extraña existencia, y no puedo juzgar los efectos sin conocer las causas. Sin embargo, sé que una mano bienhechora se ha extendido constantemente sobre nosotros desde nuestra llegada a la isla Lincoln; que todos debemos la vida a un ser generoso, poderoso, y que ese ser es usted, capitán Nemo.

—Soy yo —contestó sencillamente el capitán.

El ingeniero y el periodista se habían levantado. Sus compañeros se acercaron, y la gratitud que rebosaba en sus corazones iba a manifestarse en ademanes y palabras. El capitán Nemo les detuvo con una seña y, con voz más conmovida que lo que quizá habría querido, dijo:

—Cuando ustedes me hayan oído...

Y el capitán, en pocas frases, claras y pronunciadas apresuradamente, dio a conocer su vida entera.

Su historia fue breve y, sin embargo, para referirla debió concentrar toda la energía que le quedaba: evidentemente luchaba contra una extrema debilidad. Muchas veces Ciro Smith le invitó a descansar, pero movió la cabeza como hombre que va a morir muy pronto y, cuando el periodista le ofreció sus cuidados, le respondió:

—Son inútiles; mis horas están contadas.

El capitán Nemo era un indio, el príncipe Dakkar, hijo de un rajá del territorio entonces independiente del Bundelkund y sobrino del héroe de India, Tippo-Saib. Su padre le envió a Europa a la edad de diez años, para que recibiera una educación completa y con la secreta intención de que pudiese luchar un día con armas iguales contra los que él consideraba opresores de su patria.

Desde los diez años hasta los treinta, el príncipe Dakkar, dotado de cualidades superiores, de gran corazón y mucho talento, se instruyó en todas las cosas; en las ciencias, en las letras y en las artes llevó sus estudios hasta las más distantes y elevadas regiones. El príncipe Dakkar viajó por toda Europa. Su nacimiento y su fortuna hicieron que frecuentase la sociedad, pero las seducciones del mundo no lo atrajeron.

Joven y guapo, permanecía serio, triste, devorado por la sed de aprender y por un resentimiento implacable que ocupaba su corazón. Aborrecía, odiaba el único país donde no había querido jamás poner su planta, la sola nación de la cual había rehusado constantemente sus proposiciones; odiaba a Inglaterra tanto como en ciertos puntos la admiraba.

El indio resumía en sí todo el odio feroz del vencido contra el vencedor. El invasor no había podido encontrar perdón en el alma del vencido; el hijo de uno de los soberanos que la Gran Bretaña sólo de nombre ha podido asegurar la servidumbre, el príncipe de la familia de Tippo-Saib, educado en las ideas de reivindicación y de venganza, poseído de indestructible amor a su poético país cargado de cadenas inglesas, no quiso jamás posar su planta en aquella tierra, para él maldita, a la cual India debía su esclavitud.

El príncipe Dakkar llegó a ser un artista al que las maravillas del arte impresionaban noblemente, un sabio para quien nada de las altas ciencias le era desconocido, un hombre de Estado que se había formado en las cortes europeas. A los ojos de los observadores superficiales pasaba quizá por ser uno de esos cosmopolitas, curiosos de saber, pero negligentes en obrar; por uno de esos opulentos viajeros, de alma fiera y platónica, que recorren incesantemente el mundo y que no pertenecen a ningún país. No era nada de esto. Aquel artista, aquel sabio, aquel hombre había permanecido indio por el corazón, indio por el deseo de venganza, indio por la esperanza que alimentaba de poder reivindicar un día los derechos de su país, de expulsar al extranjero y de devolverle su independencia.

El príncipe Dakkar volvió a Bundelkund el año 1849, donde se casó con una noble india, cuyo corazón sangraba como el suyo por las desgracias de su patria. Tuvo de ella dos hijos a los que aneaba con pasión, pero la felicidad doméstica no podía hacerle olvidar la esclavitud de India y esperaba una ocasión que al fin se presentó. El yugo inglés se había dejado sentir quizá demasiado pesadamente sobre las poblaciones indias. El príncipe Dakkar tomó la voz de los descontentos e hizo pasar por sus ánimos todo el odio que él experimentaba contra el opresor.

Recorrió no sólo las comarcas aún independientes de la península india, sino también las regiones directamente sometidas a la administración inglesa. Recordó los gloriosos días de Tippo-Saib, que había muerto heroicamente en Seringapatán, en defensa de su patria.

En 1857 estalló la revolución de los cipayos, de la cual fue el alma el príncipe Dakkar, que la organizó en inmensa escala. No sólo puso su talento y sus riquezas al servicio de aquella causa, sino también su persona: peleó en primera fila y arriesgó su vida como el más humilde de aquellos héroes que se habían levantado para liberar a su país; fue herido diez veces en veinte encuentros, y no había podido encontrar la muerte, cuando los últimos soldados de la independencia cayeron bajo las balas inglesas. Jamás el poder británico en India corrió tanto peligro, y si, como habían esperado, los cipayos hubieran recibido socorros del exterior, habrían puesto término a la dominación de la Gran Bretaña en Asia.

El nombre del príncipe Dakkar fue ilustre entonces y el héroe que lo llevaba no se ocultó, sino luchó abiertamente. Su cabeza fue puesta a precio y no se encontró un solo traidor que la entregara, pagándolo por él su padre, su madre, su mujer y sus hijos antes de que pudiese conocer los peligros que por su causa corrían.

El derecho, esta vez, también había caído ante la fuerza. Pero la civilización no retroce jamás y parece que toma de la necesidad todos sus derechos. Los cipayos fueron vencidos y el país de los antiguos rajás volvió a caer bajo la dominación más estrecha de Inglaterra.

El príncipe Dakkar, que no había muerto, volvió a las montañas de Bundelkund. Allí, solo, lleno de tristeza contra todo lo que se llamaba hombre, dominado por el odio y el horror del mundo civilizado, queriendo huir para siempre, recogió los restos de su fortuna, reunió veinte de sus más fieles compañeros y un día desaparecieron todos.

¿Dónde había ido el príncipe Dakkar a buscar aquella independencia que se le negaba en la tierra habitada'? Bajo las aguas, en las profundidades del mar, donde nadie podía seguirlo.

Al hombre guerrero le sustituyó el hombre sabio. Una isla desierta del Pacífico le sirvió para establecer sus arsenales y, allí, con arreglo a sus planos, fue construido un submarino. La electricidad, de la cual, por medios que serán conocidos algún día, había sabido utilizar la inconmensurable fuerza mecánica, que sacaba de manantiales inagotables, fue empleada para todas las necesidades de su aparato flotante, como fuerza motriz, fuerza iluminadora y fuerza calorífica. El mar, con sus tesoros infinitos, sus miríadas de peces, sus cosechas de algas y de sargazos, sus enormes mamíferos; y no solamente todo lo que la naturaleza mantenía en él, sino también todo lo que los hombres habían perdido, bastó para satisfacer ampliamente las necesidades del príncipe y de su tripulación, con lo cual pudo llevar a cabo su más vivo deseo, puesto que no quería tener ninguna comunicación con la tierra.

Dio a su aparato submarino el nombre de
Nautilus
y a sí el de capitán Nemo. Desapareció bajo los mares.

Durante muchos años el capitán visitó todos los océanos, de un polo a otro. Paria del universo habitado, recogió en los mundos desconocidos admirables tesoros. Los millones perdidos en la bahía de Vigo, en 1702, por los galeones españoles, le proporcionaron una mina inagotable de riquezas, de las cuales dispuso anónimamente en favor de los pueblos que luchaban por la independencia de su país.

No había tenido, durante mucho tiempo, ninguna comunicación con sus semejantes, cuando, durante la noche del 6 de noviembre de 1866, tres hombres fueron lanzados a bordo. Eran un profesor francés, su criado y un pescador canadiense. Aquellos tres hombres habían sido precipitados al mar, en un choque que se había producido entre el
Nautilus
y una fragata de los Estados Unidos, la
Abraham Lincoln,
que le daba caza. El capitán Nemo supo por aquel profesor que el
Nautilus,
unas veces tomado por un mamífero gigante de la familia de los cetáceos, otras por un aparato submarino gobernado por una tripulación de piratas, era perseguido por todos los mares.

El capitán Nemo habría podido volver a arrojar al océano a aquellos tres hombres, que la casualidad había lanzado a través de su misteriosa existencia. No lo hizo, pero los tuvo prisioneros, y durante siete meses pudieron contemplar todas las maravillas de un viaje que prosiguió durante veinte mil leguas bajo los mares. Un día, el 22 de junio de 1867, aquellos tres hombres, que no sabían nada sobre el pasado del capitán Nemo, lograron escaparse, después de haberse apoderado de la canoa del
Nautilus.
Pero como en aquel momento el
Nautilus
había penetrado en las costas de Noruega, en los torbellinos del Maelstrom, el capitán creyó que los fugitivos, ahogados en aquellos espantosos remolinos, habrían encontrado la muerte en el fondo del golfo. Ignoraba que el francés y sus dos compañeros habían sido milagrosamente arrojados a la costa, que los pescadores de las islas Lofoden los habían recogido y que el profesor, a su regreso a Francia, había publicado una obra en la cual se referían y entregaban a la curiosidad pública siete meses de aquella extraña y aventurera navegación del
Nautilus.

Durante largo tiempo todavía el capitán Nemo continuó viviendo así, recorriendo los mares. Pero, poco a poco, sus compañeros fueron muriendo, yendo a reposar en su cementerio de coral, en el fondo del Pacífico. Se hizo el vacío en el
Nautilus y,
al fin, el capitán Nemo se quedó solo, por haberse muerto todos los que se habían refugiado con él en las profundidades del océano. Tenía entonces setenta años. Cuando se vio solo, logró llevar su
Nautilus
hacia uno de los puertos submarinos que le servían algunas veces de puntos de escala. Era bajo la isla Lincoln y ahora daba asilo en aquel momento al
Nautilus.

Seis años hacía que el capitán estaba allí, esperando la muerte, es decir, el instante de reunirse con sus compañeros, cuando la casualidad le hizo asistir a la caída del globo que llevaba a los prisioneros sudistas.

Revestido de su escafandra, se paseaba bajo las aguas a pocos cables de la orilla de la isla, cuando el ingeniero fue precipitado al mar. Un movimiento de bondad impulsó al capitán... y salvó a Ciro Smith.

Al principio quiso huir de los cinco náufragos, pero su refugio estaba cerrado y, a causa de una elevación de basalto que se había producido bajo el influjo de acciones volcánicas, no podía atravesar la entrada de la cripta, porque si había bastante agua para que una ligera embarcación pudiera pasar la barra, no había la suficiente para el
Nautilus,
cuyo calado era relativamente considerable.

El capitán Nemo se quedó observando lo que hacían aquellos hombres arrojados sin recursos a una isla desierta, sin querer ser visto de ellos.

Poco a poco, al verlos honrados, enérgicos, unidos los unos a los otros por una amistad fraternal, se interesó en sus esfuerzos y, a pesar suyo, penetró en todos los secretos de su existencia. Por medio de la escafandra le era fácil llegar hasta el fondo del pozo interior del Palacio de granito y, trepando por las puntas de las rocas hasta el orificio superior, oía a los colonos referir el pasado y estudiar el presente y el futuro. Por ellos conoció el inmenso esfuerzo de América contra América para abolir la esclavitud.

Sí, aquellos hombres eran dignos de reconciliar al capitán Nemo con la humanidad, a la cual tan honradamente representaban en la isla.

El capitán Nemo había salvado a Ciro Smith. El también llevó el perro a las Chimeneas, le lanzó de las aguas del lago, hizo encallar en la punta del Pecio aquella caja que contenía tantos objetos para los colonos, les envió la canoa por la corriente de la Merced, les arrojó las cuerdas desde el Palacio de granito tras el ataque de los monos, les comunicó la presencia de Ayrton en la isla Tabor por medio del documento encerrado en la botella, hizo saltar el brick por el choque de un torpedo dispuesto en el fondo del canal, salvó a Harbert de una muerte cierta, llevando el sulfato de quinina, y, en fin, hirió a los presidiarios con aquellas balas eléctricas, cuyo secreto poseía y que empleaba en sus cazas submarinas.

Así se explicaban tantos incidentes que parecían sobrenaturales y que eran otros tantos testimonios de la generosidad y del poder del capitán.

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