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Authors: Julio Verne

La isla misteriosa (76 page)

Aquel misántropo tenía sed de bien. Le quedaban útiles consejos que dar a sus protegidos, y, por otra parte, sintiendo latir su corazón y debilitarse sus fuerzas por la proximidad de la muerte, envió a buscar, como es sabido, a los colonos del Palacio de granito, mediante un alambre que unió al de la dehesa con el
Nautilus,
el cual tenía también un aparato alfabético... Quizá no lo hubiera hecho, si hubiese sabido que Ciro Smith estaba tan al corriente de su historia que le saludó con el nombre de capitán Nemo.

El capitán había terminado la relación de su vida.

Ciro Smith tomó entonces la palabra. Recordó todos los incidentes que habían ejercido sobre la colonia tan saludable influencia y, en nombre de sus compañeros y en el suyo, dio las gracias al ser generoso a quien tanto debían.

Pero el capitán Nemo no pensaba reclamar el premio de los servicios que había hecho. Un último pensamiento agitaba su ánimo y, antes de estrechar la mano que le tendía el ingeniero, le dijo:

—Ahora, usted que conoce mi vida, júzguela.

Al hablar así, el capitán aludía a un grave incidente de que habían sido testigos los tres extranjeros arrojados a bordo, incidente que el profesor francés necesariamente había tenido que contar en su obra y que había resonado en todas partes con eco terrible.

En efecto, pocos días antes de la fuga del profesor y de sus dos compañeros, el
Nautilus,
perseguido por una fragata, al norte del Atlántico, se había precipitado contra ella como un ariete y la había echado a pique sin misericordia.

Ciro Smith comprendió la alusión y permaneció en silencio.

—Era una fragata inglesa —exclamó el capitán Nemo, que por un instante volvía a ser el príncipe Dakkar—, una fragata inglesa, ¿me entiende? Me atacaba. Yo estaba metido en una bahía estrecha y poco profunda... Necesitaba pasar y pasé. —Después, con voz tranquila, añadió—: La justicia y el derecho estaban de mi parte. He hecho en todas partes el bien que he podido y también el mal que he podido hacer. La justicia no consiste solamente en el perdón. ¿Qué piensan ustedes de mí, señores?

Ciro Smith tendió la mano al capitán y contestó a su pregunta con voz grave:

—Capitán, su error consiste en haber creído que podía resucitar el pasado y oponerse al progreso necesario. Es un error que unos admiran y otros condenan, que sólo Dios puede juzgar y la razón humana absolver. El que se equivoca con buena intención puede ser combatido, pero no debe dejar de ser estimado. Su error no excluye admiración y su nombre nada tiene que temer del juicio de la historia, la cual ama las locuras heroicas sin dejar de condenar los resultados que producen.

El pecho del capitán Nemo se levantó y su mano se tendió hacia el cielo.

—¿He tenido razón o no? —murmuró.

Ciro Smith repuso:

—Todas las grandes acciones suben a Dios, porque vienen de El. Capitán Nemo, los hombres honrados que están aquí, a quienes usted ha socorrido, le llorarán siempre.

Harbert se había acercado al capitán. Dobló las rodillas, tomó su mano y la besó. Una lágrima se deslizó por las mejillas del moribundo al decir:

—¡Hijo mío, te bendigo!

17. Muere el capitán Nemo, y los colonos cumplen su última voluntad

Había llegado el día: ningún rayo de luz penetraba en aquella profunda cripta, cuya abertura obstruía la marea alta en aquel momento, pero la luz artificial, que se escapaba en largos haces a través de las paredes del
Nautilus,
no se había debilitado, y la sábana de agua resplandecía todavía alrededor del aparato flotante.

Un extremado cansancio se notaba en el capitán Nemo, que había vuelto a caer sobre su diván. No se podía pensar en trasladarlo al Palacio de granito, porque había manifestado su voluntad de permanecer entre aquellas maravillas del
Nautilus,
que no habrían podido pagarse con millones, y esperar una muerte que no podía tardar en venir.

Durante la larga postración 'que le tuvo casi sin conocimiento, Ciro Smith y Gedeón Spilett observaron con atención el estado del enfermo.

Evidentemente el capitán se iba extinguiendo poco a poco: faltaría la fuerza a aquel cuerpo, en otro tiempo tan robusto y, a la sazón, débil envoltura de un alma que trataba de romper sus lazos. Toda la vida estaba concentrada en el corazón y en la cabeza.

El ingeniero y el periodista celebraban consejo en voz baja. ¿Había algo que hacer por el moribundo? ¿Podían, si no salvarlo, al menos prolongar su vida durante varios días? El mismo había dicho que no tenía remedio y esperaba tranquilamente, sin temer, la hora de la muerte.

—No podemos hacer nada —dijo Gedeón Spilett.

—Pero ¿de qué se muere? —preguntó Pencroff.

—Porque se apaga —contestó el periodista.

—Sin embargo —dijo el marino—, si le trasladáramos al aire libre, al sol, quizá se reanimaría.

—No, Pencroff —contestó el ingeniero—, no podemos hacer nada. Por otra parte, el capitán Nemo no consentiría en salir de su buque; hace treinta años que vive en el
Nautilus
y en el
Nautilus
quiere morir.

Sin duda el capitán Nemo oyó la respuesta de Ciro Smith, porque se incorporó un poco y con voz más débil, pero siempre inteligible, dijo:

—Tiene usted razón: debo y quiero morir aquí. Por lo tanto, tengo que hacerles una súplica.

Ciro Smith y sus compañeros se acercaron al diván y dispusieron los cojines de modo que el moribundo estuviera más cómodo.

Vieron entonces que las miradas del capitán se detenían en todas las maravillas de aquel salón, iluminado por los rayos eléctricos que pasaban a través de los arabescos de un techo luminoso. Contempló uno tras otro los cuadros suspendidos sobre los espléndidos tapices que cubrían las paredes, las obras maestras de los pintores italianos, flamencos, franceses y españoles; las figuras de mármol y de bronce, que se levantaban sobre sus pedestales; el órgano magnífico apoyado en la pared de popa; las vidrieras dispuestas alrededor de un acuario central en el cual se ostentaban los más admirables productos del mar, plantas marinas, zoófitos, rosarios de perlas de inapreciable valor, y, por fin, sus ojos se detuvieron en la divisa escrita en el frontón de aquel museo, que era la divisa del
Nautilus:

MOBILIS IN MOBILI

Parecía como si quisiera por última vez acariciar con la mirada aquellas obras maestras del arte y de la naturaleza, a las cuales había limitado su horizonte durante tantos años pasados en el abismo de los mares. Ciro Smith había respetado el silencio del capitán Nemo, aguardando a que el moribundo tomase la palabra. Después de algunos minutos, durante los cuales pasó interiormente revista a su vida entera, el capitán se volvió hacia los colonos y les dijo:

—¿Creen serme deudores de alguna gratitud?

—Capitán, daríamos nuestra vida por prolongar la de usted.

—Bien —repuso el capitán Nemo—, bien... Prométanme ejecutar mi última voluntad y eso me recompensará de lo que he hecho en su favor.

—Lo prometemos —contestó Ciro Smith, que con esta promesa empeñaba no solamente su palabra, sino la de sus compañeros.

Y detuvo con un gesto a Harbert, que hizo señal de protestar.

—Mañana habré muerto y deseo no tener otro sepulcro que el
Nautilus.
Es mi ataúd. Todos mis amigos reposan en el fondo de los mares y yo quiero reposar con ellos.

Un silencio profundo acogió estas palabras del capitán.

—Escúchenme —añadió—. El
Nautilus
está aprisionado en esta gruta, cuya entrada se ha levantado desde que está aquí. Pero, si no puede dejar su prisión, puede al menos hundirse en el abismo y conservar allí mi despojo mortal. Los colonos escuchaban religiosamente las palabras del moribundo. Mañana, después de mi muerte, señor Smith, usted y sus compañeros dejarán el
Nautilus,
porque todas las riquezas que contiene deben desaparecer conmigo. Un solo recuerdo les quedará a ustedes del príncipe Dakkar, cuya historia ya conocen. Ese cofrecillo... que está ahí... contiene muchos millones de diamantes, la mayor parte recuerdos de la época en que, padre y esposo, casi llegué a creer en la felicidad, y una colección de perlas recogidas por mis amigos y por mí en el fondo de los mares. Con ese tesoro, en un día dado, podrán hacer buenas cosas. En manos como las suyas y las de sus compañeros, señor Smith, la riqueza no puede ser peligrosa. Yo, desde allá arriba, me veré asociado a sus obras, sin que me dé recelo esta asociación —después de unos instantes, requerido por su extrema debilidad, continuó el capitán Nemo en estos términos—: Mañana tomarán ese cofrecillo, dejarán este salón cerrando la puerta, después subirán a la plataforma del
Nautilus
y cerrarán la puerta de metal mediante sus pernos.

—Lo haremos, capitán —contestó Ciro Smith.

—Bien. Entonces se embarcarán en la canoa que les ha traído, pero, antes de abandonar el
Nautilus,
se dirigirán a popa y allí abrirán los dos grifos que se encuentran sobre la línea de flotación. El agua penetrará en los depósitos y el
Nautilus
se hundirá poco a poco para ir a descansar al fondo del abismo.

Ciro Smith hizo un ademán y, al darse cuenta, el capitán añadió:

—No tensan nada. Sepultarán verdaderamente a un muerto.

Ni Ciro Smith ni sus compañeros creyeron hacer ninguna observación al capitán Nemo. Les transmitía su última voluntad y no tenían que hacer más que conformarse con ella...

—¿Me dan su palabra de hacerlo así? —añadió el capitán Nemo.

—Sí, señor —contestó el ingeniero.

El capitán dio las gracias con una señal y rogó a los colonos que le dejaran solo durante unas horas. Gedeón Spilett insistió para que le permitiera permanecer a su lado por si sobrevenía alguna crisis, pero el moribundo se negó, diciendo:

—Viviré hasta mañana.

Todos abandonaron el salón, atravesaron la biblioteca, el comedor y llegaron a proa, al cuarto de máquinas, donde estaban establecidos los complicados aparatos eléctricos, que, al mismo tiempo que calor y luz, suministraban fuerza mecánica al
Nautilus.

El
Nautilus
era una obra maestra llena de obras maestras, y el ingeniero quedó maravillado. Los colonos subieron sobre la plataforma, que se levantaba a siete u ocho pies sobre el nivel del agua, y se acomodaron cerca de una gran vidriera lenticular, que tapaba una especie de gran claraboya de donde emanaba un haz luminoso. Detrás de aquella claraboya se abría un camarote que contenía las ruedas del gobernalle y en el cual estaba el timonel, cuando dirigía el
Nautilus
a través de las capas líquidas, que por los rayos eléctricos debían iluminarse en una gran extensión

Ciro Smith y sus compañeros permanecieron al principio silenciosos, porque estaban muy impresionados por lo que acababan de ver y oír.

Sus corazones se oprimían al pensar que aquel cuyo brazo tantas veces les había socorrido, que aquel protector que habían conocido pocas horas antes, estaba a punto de morir.

Cualquiera que fuese el juicio que la posteridad pronunciara sobre los actos de aquella existencia, por decirlo así, extrahumana, el príncipe Dakkar sería siempre para ellos una de esas fisonomías extrañas, cuyo recuerdo no se puede borrar.

—¡Vaya un hombre! —exclamó Pencroff—. ¡Es creíble que haya vivido de esta manera en el fondo del océano! Pienso que quizá no ha encontrado en él más tranquilidad que en cualquiera otra parte.

—El
Nautilus
—observó Ayrton— habría podido servirnos para abandonar la isla Lincoln y llegar a una tierra habitada

—¡Mil diablos! —exclamó Pencroff—. No me comprometería yo a dirigir semejante buque. Correr sobre los mares, bueno; pero bajo las aguas, no.

—Creo —repuso el periodista— que la maniobra de un aparato submarino como este
Nautilus
debe ser fácil, Pencroff, y que pronto nos acostumbraríamos a ella. No habría que temer ni tempestades ni abordajes. A pocos pies bajo la superficie del mar, las aguas se encuentran tan tranquilas como las de un lago.

—Es posible —contestó el marino—, mas prefiero un buen golpe de viento a bordo de un buque bien aparejado. El barco se ha hecho para navegar sobre el agua y no debajo.

—Amigos míos —dijo el ingeniero—, es inútil, al menos a propósito del
Nautilus,
discutir esta cuestión de buques submarinos. El
Nautilus
no es nuestro y no tenemos derecho a disponer de él, cuanto más que no podría servirnos en ningún caso; pues, aparte de que no puede salir de esta caverna, cuya entrada se ha cerrado por un levantamiento de las rocas basálticas, el capitán Nemo quiere que se hunda en ella después de su muerte. Su voluntad es formal y la cumpliremos.

Ciro Smith y sus compañeros, después de una conversación que se prolongó todavía algún tiempo, bajaron de nuevo al interior del
Nautilus,
tomaron algún alimento y volvieron al salón.

El capitán Nemo había salido de la postración en que le habían dejado y sus ojos recobraron el brillo que tenían anteriormente. Velase una sonrisa vagando por sus labios. Los colonos se acercaron a él.

—Señores —les dijo—, ustedes son hombres animosos, honrados y buenos. Se han dedicado sin reserva al bien común. Con frecuencia los he observado, los he amado y los amo... Déme la mano, señor Ciro.

El ingeniero tendió la mano al capitán, que la estrechó afectuosamente.

—Así está bien —murmuró. Y añadió— Ya he hablado bastante de mí. Ahora quisiera hablar de ustedes y de la isla Lincoln, en la cual han encontrado asilo... ¿Piensan abondonarla?

—Para volver, capitán —contestó Pencroff.

—¿Para volver? ... En efecto, Pencroff —repuso el capitán sonriéndose—, ya sé cuánto afecto profesa usted a esta isla. Sus trabajos la han modificado y es seguramente propiedad de todos ustedes.

—Nuestro proyecto, capitán —dijo entonces Ciro Smith—, sería darla a los Estados Unidos y fundar en ella, para nuestra marina, un punto de escala, que estaría muy bien situado en esta parte del Pacífico.

—Ustedes piensan en su país, señores —repuso el capitán—: trabajan por su prosperidad, por su gloria. Tiene razón: la patria... Allí hay que volver; allí debe morir uno..., y yo..., yo muero lejos de todo lo que he amado.

—¿Tendría usted alguna última voluntad que transmitimos, algún recuerdo para los amigos que ha podido dejar en las montañas de India? —preguntó vivamente el ingeniero.

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