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Authors: Milan Kundera

Tags: #Novela

La lentitud (5 page)

—Es una tonta —concluyó secamente Goujard burlándose de mis hermosas explicaciones.

—No lo creas —dije—, algunos testigos dan fe de su inteligencia. No es que sea tonta, se trata de otra cosa. Estaba convencida de haber sido elegida.

15

Ser elegido es una noción teológica que quiere decir: sin mérito alguno, mediante un veredicto sobrenatural, mediante una voluntad libre, cuando no caprichosa, de Dios, se es elegido para algo excepcional y extraordinario. De esta convicción han sacado los santos la fuerza para soportar los suplicios más atroces. Las nociones teológicas se reflejan, como su propia parodia, en la trivialidad de nuestras vidas; cada uno de nosotros sufre (más o menos) con la bajeza de su vida demasiado corriente y desea huir de ella y elevarse. Cada uno de nosotros ha conocido la ilusión (más o menos fuerte) de ser digno de esa elevación, de estar predestinado y ser elegido para ella.

El sentimiento de haber sido elegido está presente, por ejemplo, en cualquier relación amorosa. Porque el amor, por definición, es un regalo no merecido; ser amado sin mérito es incluso la prueba de un amor verdadero. Si una mujer me dice: te quiero porque eres inteligente, porque eres honrado, porque me compras regalos, porque no vas con mujeres, porque lavas los platos, me decepciona; ese amor tiene todo el aspecto de ser algo interesado. Cuánto más hermoso es oír: estoy loca por ti aunque no seas ni inteligente, ni honrado, aunque seas mentiroso, egoísta y sinvergüenza.

Tal vez sea en la cuna cuando el hombre conoce por primera vez la ilusión de haber sido elegido, gracias a los cuidados maternales que recibe sin mérito y que por ello reivindica aún con mayor energía. La educación debería liberarle de esta ilusión y hacerle comprender que todo en la vida se paga. Pero a veces es demasiado tarde. Sin duda usted habrá visto alguna vez a una niña de unos diez años que, para imponer su voluntad a sus compañeras, de golpe, sin argumentos, dice en voz alta con inexplicable orgullo: «Porque te lo digo yo»; o «porque lo quiero yo». Se siente elegida. Pero un día dirá «porque lo quiero yo» y el mundo a su alrededor estallará en una carcajada. ¿Qué puede hacer el que se siente elegido para probar su elección, para creerse a sí mismo y hacer creer a los demás que no pertenece a la común vulgaridad?

En este punto es cuando la época basada en la invención de la fotografía acude en su ayuda con sus
stars
, sus bailarines, sus celebridades, cuya imagen, proyectada en una inmensa pantalla, es visible de lejos para todos, admirada por todos, y para todos inaccesible. Mediante una fijación adoradora por la gente famosa, el que se considera elegido manifiesta públicamente su pertenencia a lo extraordinario así como su distancia con respecto al vulgo, o sea, concretamente, con respecto a vecinos, colegas, compañeros con los que él está obligado (ella está obligada) a convivir.

Así pues, la gente famosa se ha convertido en una institución pública, al igual que las instalaciones sanitarias, la seguridad social, los seguros, los manicomios. Sin embargo, sólo es útil si permanece inaccesible. Cuando alguien quiere confirmar su condición de elegido mediante una relación directa, personal, con alguien célebre, corre el riesgo de ser rechazado como lo fue la periodista enamorada de Kissinger. Este rechazo, en el lenguaje teológico, se llama caída. Por eso la periodista enamorada de Kissinger habla en su libro explícitamente, y con razón, de su amor «trágico», porque una caída, por mucho que Goujard se lo tome a broma, es trágica por definición.

Hasta el momento en que comprendió que estaba enamorada de Berck, Immaculata había vivido la vida de la mayoría de las mujeres: algunas bodas, algunos divorcios, algunos amantes que le brindaban una decepción tan constante como apacible y casi placentera. El último de ellos la quiere especialmente; ella lo soporta mejor que a los demás no sólo porque es sumiso, sino también porque es útil: es un cámara que, cuando ella empezó a trabajar en la televisión, la ayudó mucho. Es un poco mayor que ella, pero parece un eterno estudiante postrado en adoración ante ella; la encuentra la más guapa, la más inteligente y (sobre todo) la más sensible de todas.

La sensibilidad de su bienamada es para él como un paisaje de pintor romántico alemán: sembrado de árboles con formas inimaginablemente retorcidas, y, sobre él, un cielo lejano y azul, la morada de Dios; cada vez que entra en ese paisaje, siente el irresistible deseo de caer de rodillas y permanecer allí como ante un milagro divino.

16

El vestíbulo del castillo se llena poco a poco de gente, hay muchos entomólogos franceses y también algunos extranjeros, entre otros, un checo de unos sesenta años del que se dice que es una importante personalidad del nuevo régimen, tal vez un ministro o el presidente de la Academia de Ciencias o, cuando menos, un investigador que pertenece a esa academia. En todo caso, aunque sólo sea, desde el punto de vista de la simple curiosidad, es el personaje más interesante de esa reunión (como representante de una nueva época de la Historia después de haber desaparecido el comunismo en la noche de los tiempos); sin embargo, en medio de la gente que parlotea, él se yergue, alto y torpe, desatendido. Hace ya un buen rato que la gente se ha precipitado para saludarle y hacerle algunas preguntas, pero la conversación se detenía siempre mucho antes de lo esperado y, tras cuatro frases apenas intercambiadas, ya no sabía de qué hablar con él. Porque, a fin de cuentas, no había un tema común. Los franceses han vuelto rápidamente a sus problemas, él ha intentado seguirles, de vez en cuando ha añadido «en cambio, en mi país», luego, al comprender que a nadie le interesaba lo que ocurría «en cambio, en mi país», se ha alejado, con una vaga melancolía en el rostro, ni amarga, ni desdichada, pero sí lúcida y casi condescendiente.

Mientras los demás van llenando ruidosamente el vestíbulo, en el que hay un bar, él entra en la sala de actos vacía, donde cuatro largas mesas, dispuestas en forma de cuadrado, esperan la apertura del congreso. Cerca de la puerta hay una mesita con la lista de los invitados y una señorita que parece tan desatendida como él mismo. El se inclina hacia ella y le dice su nombre. Ella le obliga a pronunciarlo dos veces más. A la tercera ya no se atreve a insistir y busca al azar en su lista un nombre que se parezca al sonido que ha oído.

Con paterna amabilidad, el científico checo se inclina por encima de la lista y encuentra su nombre: lo señala con el índice: CECHORIPSKY.

—Ah, ¿señor Sechorípi? —dice ella.

—Hay que pronunciarlo Chejorshipsqui.

—¡Oh, no es nada fácil!

—De todos modos tampoco lo tiene escrito correctamente —dice el científico.

Toma la pluma que ve encima de la mesa y traza sobre la C y la R unos pequeños signos que parecen un acento circunflejo al revés.

La secretaria mira los signos, mira al científico y suspira:

—¡Qué complicado!

—No, si es muy sencillo.

—¿Sencillo?

—¿Usted conoce a Jan Hus?

La secretaria echa rápidamente una ojeada a la lista de invitados y el científico checo se apresura a explicarle:

—Como sabrá usted, fue un gran reformador de la Iglesia. Un precursor de Lutero. Profesor en la Universidad KarI IV, que fue la primera universidad fundada en el Sacro Imperio, llamado Romano Germánico, como usted sabe. Pero lo que tal vez no sepa es que Jean Hus fue también un gran reformador de la ortografía. Consiguió simplificarla de maravilla. Para escribir lo que se pronuncia «ch», ustedes los franceses necesitan tres letras: t, c, h, y los alemanes incluso cuatro: t, s, c, h. Mientras que gracias a Jan Hus a nosotros nos basta una sola letra, la c, con ese pequeño signo encima.

El científico se inclina una vez más sobre la mesa de la secretaria y, en el margen de la lista, escribe una c muy grande, con un acento circunflejo al revés: c; luego, la mira a los ojos y articula con voz clara y muy nítida: «¡Ch!».

La secretaria también le mira a los ojos y repite: «Ch».

—Sí. ¡Perfecto!

—Es realmente muy práctico. Lástima que la reforma de Lutero no se conozca en nuestro país.

—La reforma dejan Hus… —dice el científico simulando no haber captado la metedura de pata de la francesa— no permaneció del todo desconocida. Hay un país donde fue aplicada… usted lo sabrá seguramente.

¡No!

—¡En Lituania!

—En Lituania —repite la secretaria buscando en vano en su memoria en qué rincón del mundo situar ese país.

—Y en Letonia también. Comprenderá ahora por qué nosotros, los checos, estamos tan orgullosos de esos pequeños signos sobre las letras.

—Con una sonrisa—: Estamos dispuestos a traicionarlo todo. Pero por esos signos lucharemos hasta la última gota de nuestra sangre.

Se inclina ante la señorita y se dirige hacia el cuadrado formado por las mesas. Ante cada silla hay una tarjetita con un nombre. Encuentra la suya, la mira largamente, luego la toma entre los dedos y, con una sonrisa algo triste pero que perdona, se acerca a enseñársela a la secretaria.

Entretanto otro entomólogo se detiene ante la mesita, en la entrada, para que la señorita ponga una cruz al lado de su nombre. Ella ve al científico checo y le dice:

—¡Un momento, señor Chipiqui!

Este esboza un gesto magnánimo, como para decir: no se preocupe, señorita, no tengo prisa. Pacientemente, y no sin una conmovedora modestia, espera al lado de la mesa (otros dos entomólogos se han detenido) y, cuando al fin la secretaria vuelve a estar libre, él le enseña la tarjetita.

—Mire, es divertido, ¿no?

Ella mira sin entender demasiado:

—Sí, señor Chenipiqui, pero ¡aquí, tiene usted los acentos!

—En efecto, ¡pero son acentos circunflejos normales! ¡Se han olvidado de darles la vuelta! ¡Y mire dónde los han puesto! ¡Encima de la E y de la O! Céchóripsky.

—¡Ah, pues sí, tiene usted razón! —se indigna la secretaria.

—Me pregunto —dice el científico checo cada vez más melancólico— por qué los olvidan siempre, ¡Son tan poéticos esos acentos circunflejos al revés! ¿No le parece? ¡Como pájaros en pleno vuelo! ¡Como palomas con las alas desplegadas! —Con voz muy tierna—: O, si quiere, como mariposas.

Y se inclina de nuevo sobre la mesa para tomar la pluma y corregir en la tarjetita la ortografía de su nombre. Lo hace con mucha modestia, como si se excusara, y luego, sin decir palabra, se va.

La secretaria lo mira mientras se aleja, grande, curiosamente deforme, y de pronto se siente presa de un afecto maternal. Imagina un acento circunflejo al revés que, a modo de mariposa, revolotea alrededor del científico y, finalmente, se posa en su cabellera blanca.

Al dirigirse hacia su silla, el científico checo gira la cabeza y ve la sonrisa conmovida de la secretaria. Contesta también con una sonrisa y, mientras avanza, le dirige tres más. Son sonrisas melancólicas y no obstante llenas de orgullo. Un orgullo melancólico: así es como podríamos definir al científico checo.

17

Que se haya puesto melancólico después de ver los acentos mal colocados encima de su apellido, lo comprenderá todo el mundo. Pero ¿de dónde sacaba él su orgullo?

Este es el dato esencial de su biografía: un año después de la invasión rusa de 1968, le echaron del Instituto de Entomología y tuvo que trabajar como albañil, y así hasta el final de la ocupación en 1989, o sea durante unos veinte años.

Pero ¿acaso no pierden constantemente su empleo centenares, miles de personas en Estados Unidos, Francia, España, en todas partes? Sufren, pero no por ello extraen motivo alguno de orgullo. ¿Por qué el científico checo está orgulloso y ellos no?

Porque le echaron de su trabajo por razones políticas, y no económicas.

De acuerdo. Pero en tal caso queda por explicar por qué la desdicha causada por razones económicas es menos grave o menos digna. ¿Debe sentirse avergonzado un hombre despedido porque ha disgustado a su jefe y en cambio tiene el derecho de jactarse el que ha perdido su empleo por sus opiniones políticas? ¿Por qué?

Porque en un despido económico el despedido desempeña un papel pasivo, en su actitud no hay valor alguno que admirar.

Eso parece evidente, pero no lo es. Porque el científico checo a quien echaron de su trabajo después de 1968, cuando el ejército ruso instauró en el país un régimen particularmente detestable, tampoco realizó un acto valeroso. Como director de uno de los departamentos de su instituto, sólo se interesaba por las moscas. Un día, sin previo aviso, un puñado de notorios opositores al régimen se metió en su oficina y le pidió que les dejara una sala para sus reuniones semiclandestinas. Actuaron según la regla del judo moral: presentándose por sorpresa y formando ellos mismos un reducido público de espectadores. La inesperada confrontación puso al científico en un gran brete. Decir «sí» habría acarreado inmediatamente riesgos muy molestos: podría perder su puesto, y la universidad expulsaría a sus tres hijos. Pero no tenía valor suficiente para decir «no» al reducido público que de antemano se burlaba de su cobardía. Terminó, pues, por aceptar y sintió desprecio por sí mismo, por su. timidez, su debilidad, su incapacidad para resistirse. Así pues, para ser exactos, por culpa de su cobardía lo echaron de su trabajo y a sus hijos del colegio.

De ser así, ¿por qué diablos se siente orgulloso?

Conforme ha pasado el tiempo más ha olvidado su aversión primera por los opositores y más se ha acostumbrado a considerar su «sí» de entonces como un acto voluntario y libre, la expresión de su rebeldía personal contra el odiado poder. Cree pertenecer así a los que se han encaramado a la gran escena de la Historia y de esta certeza extrae su orgullo.

Pero ¿acaso no es cierto que, continuamente, incontables personas se ven implicadas en incontables conflictos políticos y pueden por lo tanto sentirse orgullosas de haberse encaramado al gran escenario de la Historia?

Tengo que precisar mi tesis: el orgullo del científico checo se debe al hecho de que no se encaramó al escenario de la Historia en cualquier momento, sino en el momento preciso en que éste se iluminó. El escenario iluminado de la Historia se llama la Actualidad Histórica Planetaria. Praga en 1968, iluminada por los focos y observada por las cámaras, fue una Actualidad Histórica Planetaria por excelencia y el científico checo está orgulloso de sentir todavía hoy aquel beso en la frente.

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