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Authors: Hanns Heinz Ewers

La mandrágora (9 page)

Era una perspectiva seductora.

—Mañana... ¿No puede ser mañana, tesoro? —imploró ella—. Hoy no puedo, de verdad. Es un antiguo amigo y paga veinte marcos.

Frank Braun la asió del brazo.

—Yo pago mucho más, ¿entiendes? ¡Pero mucho más! Puedes hacer tu fortuna. No es para mí, es para aquel viejo. Y se trata de algo mejor.

Ella vaciló. Su mirada siguió la del joven y cayó sobre el profesor.

—¿Aquel de allí? —preguntó desencantada—. También ése... ¡qué podrá pedir!

—¡Lucy, Lucy! —gritó el amigo desde su mesa.

—Ya voy —respondió ella—. Bueno. Hoy no puedo ir. Mañana, si quieres, podemos hablar de eso. Ven aquí a esta hora.

—¡Qué mujer más imbécil! —murmuró Braun.

—No te enfades. Me mataría si no voy con él. Siempre que está borracho pasa lo mismo. Ven mañana, ¿oyes? Y deja al viejo, ven tú solo. No tienes que pagar, si no quieres.

Le dejó y volvió a su mesa. Frank Braun veía cómo el señor moreno del rígido sombrero de fieltro le hacía amargos reproches.

¡Oh, sí! Tenía que serle fiel, por lo menos esta noche.

Despacio, anduvo por la sala contemplando a las rameras. Pero no encontró ninguna que le pareciera bastante viciosa. En todas había un último resto de honradez burguesa, una instintiva reminiscencia de haber pertenecido en cualquier forma a la sociedad. No, no. Ninguna había que se hubiese liberado plenamente de todo, que siguiese su camino consciente y desvergonzada: «Mirad, soy una zorra.»

Apenas hubiera podido él mismo precisar lo que realmente buscaba. Era cosa de sentimiento. Tiene que ser una —pensaba— que esté en ese lugar y no pueda estar en otro. No una, como todas éstas, a la que una complicada casualidad haya hecho caer aquí; de esas que si el viento de su vida hubiese soplado de otro modo, hubiesen llegado a ser buenas mujercitas, obreras, criadas, mecanógrafas o telefonistas; que sólo se prostituyeron obligadas por el brutal apetito del hombre.

No, no. La que buscaba debía ser ramera por no poder ser otra cosa, porque su sangre lo exigía así, porque cada pulgada de su cuerpo pedía nuevos abrazos, porque bajo las caricias de uno su alma anhelaba ya los besos de otro.

Debía ser una ramera, como él... Se detuvo. ¿Qué era él en realidad?

Cansado, resignado, terminó su pensamiento: como él era un soñador.

Regresó a su mesa.

—Vamos, tío. Aquí no hay nada. Iremos a otro local.

El profesor protestaba, pero el sobrino no hizo caso.

—Vamos, tío —repitió—. Te prometí encontrar una y la encontraré.

Se levantaron, pagaron y salieron a la calle, siempre hacia el Norte.

—¿A dónde? —preguntó el doctor Petersen.

Pero el joven no le respondió, y siguió andando, mientras contemplaba los grandes letreros de los cafés.

Por fin se detuvo.

—Café Trinkherr —murmuró—. Éste estará bien.

En aquel sucio local se había renunciado a todo prurito de cursi elegancia. Cierto que allí también había mesas de mármol blanco y sofás de peluche rojo arrimados a las paredes; que por todas partes lucían lámparas eléctricas, y que los camareros iban y venían con andares de palmípedo, metidos en sus pringosos fracs. Todo daba la impresión de que nada se encubría.

La atmósfera era asfixiante y llena de humo; pero los que allí respiraban se movían en ella con la mayor libertad. No se imponían presión alguna. Se mostraban como eran.

En la mesa inmediata estaban sentados unos estudiantes de cursos ya adelantados y bebían su cerveza diciendo procacidades a las mujeres. Todos dominaban su posición y se conocían bien. Un inmenso torrente de porquería se desbordaba alegremente de sus labios. Uno de los estudiantes, pequeño y grueso, con el rostro desfigurado por innumerables cicatrices, parecía inagotable. Y las mujeres se desternillaban de risa con gran algazara. Sentados junto a las paredes, los chulos jugaban a las cartas; o, solos, perdida la mirada hacia adelante, acompañaban, silbando, la música del pianista borracho y bebían copa tras copa. De vez en cuando, una ramera viniendo de la calle, se dirigía a uno de ellos, le decía rápidamente unas palabras y desaparecía otra vez.

—Esto va a salir bien —dijo Frank Braun.

Hizo una saña al camarero, le pidió un licor y le dio el encargo de traer algunas mujeres.

Vinieron cuatro. Pero cuando se sentaban, vio a otra que salía por la puerta: una alta y fuerte, con blusa de seda blanca; bajo el pequeño sombrero a la Girardi se esparcía un abundante cabello rojo. Rápidamente se levantó Frank y salió tras ella.

La mujer iba por el arroyo, negligente, despacio, con ligero contoneo de caderas. Torció a la izquierda y atravesó un pasadizo sobre el que lucía un letrero de cristal rojo, en arco: «Sala de baile del Polo Norte».

Atravesó, siguiendo a la mujer, el sucio patio y le dio alcance al entrar en el humoso salón. Pero ella no le hizo caso, se quedó de pie, delante, contemplando a la gente bailar. Hombres y mujeres gritaban, bullían despatarrados, giraban vertiginosamente levantando gran polvareda y aullaban a los músicos las groseras palabras del
Rixdorfer.
Roncos, ordinarios, iban de un lado a otro entrecruzándose, seguros en aquella desvergonzada danza que crecía allí en su propio terreno.

Recordó a la Craquette y a la Liquette que bailaban en Montmartre y en el Quartier Latin, al otro lado del Sena. Más ligeras, más graciosas y llenas de encanto. Nada semejante había en aquella bulla; ni siquiera un resto de lo que la
midinette
llamaría
flou.

Pero en el vertiginoso girar del
Rixdorfer,
gritaba una sangre ardiente, casi una rabia salvaje que se desbordaba por la sórdida sala.

La música calló y el maestro de baile recogió con sus sucios y sudorosos dedos el dinero que le tendían las mujeres, no los hombres. Luego, con el gesto de un Posa de suburbio, dio a la galería alta la señal de una nueva danza.

Pero la muchedumbre no quería la
Renana
y se encaró con el director de orquesta rugiendo para que callara. La música siguió, empero, tocando en lucha con la sala, segura tras su barandilla.

Entonces ellos se encararon con el
maitre,
que conocía las hembras y los tipos con quien trataba, los tenía en un puño y no se dejaba intimidar por gritos de borrachera o puños amenazadores. Pero también sabía que ahora era preciso ceder.

—¡El
Emilio
! —gritó a los de arriba—. ¡Tocad el
Emilio
!

Una hembra gorda, con un sombrero enorme, estiró los brazos y rodeó con ellos el polvoriento frac del maestro:

—¡Bravo, Gustav! ¡Bien hecho!

Su grito se deslizó como aceite entre la enardecida muchedumbre. Rieron, se apretujaron, jalearon, dieron a Gustav amistosos golpes en la espalda y en la tripa, y luego, al iniciarse el baile, se desataron, coreando la canción, estridentes y roncos:

¡Emilio! Eres un punto,

y me gustas por eso.

Te vas derecho al bulto

y por eso te quiero.

—¡La Alma! —gritó uno en medio de la sala—. Ahí está la Alma.

Dejó a su pareja, saltó hacia la pelirroja ramera y la agarró del brazo. Era un muchacho moreno que llevaba unos rizos peinados sobre la frente, brillantes de cosmético, y tenía relucientes y penetrantes ojos.

—Ven —le dijo, asiéndola con fuerza por el talle.

Y la zorra bailó. Más desvergonzada que todas, se dejó llevar por su pareja en la vertiginosa danza y a los pocos compases ya estaba de lleno en ella. Sacaba las caderas, se balanceaba, apretando el cuerpo, las rodillas en constante contacto con las del hombre, impúdica, con una bestial sensualidad.

Frank Braun oyó una voz junto a sí y vio al maestro que contemplaba a la prostituta con ojos de conocedor:

—¡Cómo menea el trasero, la puñetera!

¡Vaya, sí lo movía! Lo movía más y con más desvergüenza que la baronesa Gudel de Gudelfeld, a quien tributó su elogio «el chistoso heredero de la corona». Lo movía como una bandeja, como el pendón de la más desnuda lujuria.

—No hace remilgos —pensaba Frank Braun, siguiéndola con la vista de un lado a otro de la sala. Al callar la música, se dirigió hacia ella y la asió del brazo.

—Primero pagar —dijo el moreno sonriéndole.

Frank le dio una moneda.

La ramera le estudió, con una rápida mirada, de la cabeza a los pies.

—No vivo lejos; apenas son tres minutos. En la calle...

—No me importa dónde vives. Vente conmigo.

Mientras tanto, en el café Trinkherr, el profesor invitaba a beber a las mujeres, que tomaron
sherry-brandy
y le pidieron que pagara su consumición anterior: una cerveza y otra cerveza, un café y una torta.

El profesor pagó y probó fortuna. Dijo que tenía que hacer una proposición que podía aceptar la que quisiera. Si, como era de suponer, hubiera varias dispuestas a aceptar, se echaría a suertes.

La magra Jenny le echó el brazo sobre los hombros:

—¿Sabes, viejo? Entonces vamos a echar a suertes en seguida; porque lo que es ésas..., ésas hacen todo lo que tú puedas pedirles.

Y Elly, una pequeña con cabeza de muñeca, la secundó:

—Lo que haga mi amiga lo hago yo también. ¡Nada, que somos muy formales por el dinero!

Se levantó de un salto y trajo un cubilete de dados.

—¡Hala, chicas! ¡A ver quién acepta las proposiciones del viejo! Se juega a
Max und Moritz
.

Pero la gruesa Anna, a quién llamaban «la Gallina», protestó:

—¡Siempre tengo mala pata con los dados! —dijo—. ¿Das a las que no ganen un premio de consolación?

—Naturalmente —dijo el profesor—. Cinco marcos a cada una.

Y puso sobre la mesa tres gruesas monedas.

—¡Qué generoso! —alabó la Jenny; y para confirmarlo pidió otra ronda de
sherry-brandy.

Y ella misma fue la que ganó. Tomó las tres monedas y las alargó a sus camaradas.

—¡Ahí tenéis! Y ahora, viejo, venga ya. Aquí donde me ves, estoy dispuesta a todo.

—Pues oye, chica... Se trata de algo bastante extraordinario.

—¡Vamos, calvillo! Que ninguna de nosotras somos vírgenes. Y la Jenny menos que ninguna. Ya está una acostumbrada a toda clase de porquerías. Es difícil que nos vengas con algo nuevo.

—Pero usted no me comprende, querida Jenny... —dijo el profesor—. Yo no solicito de usted nada extraordinario en el sentido en que ustedes parecen entenderlo. Se trata más bien de un... experimento científico.

—Ya sé —gruñó la Jenny—. Yo sé. Tú eres un doctor, ¿eh, viejo? Yo he conocido ya uno que siempre comenzaba con la ciencia. Ésos son los más marranos de todos. ¡Ea, salud! Lo que es por mí... cada loco con su tema.

—¡Salud! —brindó el profesor—. Me alegro de que tengas tan pocos prejuicios; así nos pondremos pronto de acuerdo. En resumen, querida. Se trata de un experimento de fecundación artificial.

—¿Un qué? —saltó la muchacha—. ¿Una fecundación artificial? ¿Para qué tantos rodeos? Eso es bastante sencillo.

Y la morena Klara, con una mueca, dijo:

—A mí me interesaría más una infecundidad artificial.

El doctor Petersen acudió en auxilio de su maestro: —¿Me permite exponerles el caso?

Y como el profesor asintiera, dio una breve conferencia sobre la idea fundamental, sobre los resultados hasta entonces obtenidos y sobre las posibilidades futuras. Acentuó que el experimento era totalmente indoloro y que todos los animales con los cuales se había trabajado lo soportaron perfectamente.

—¿Qué animales? —preguntó la Jenny.

—Pues ratas, monas, cerdas marinas...

Entonces gritó ella:

—¿Cerdas marinas? Paso por lo de ser cerda, y hasta una marrana vieja, por mi parte. Pero eso de cerda marina no me lo ha dicho a mí nadie. ¿Y este vejestorio quiere que yo me deje tratar como una cerda marina? No. ¿Lo oyes? Eso no lo aguanta Jenny Lehmann.

El profesor trató de calmarla y la convidó a otra copa.

—Pero entiéndelo, querida —comenzó.

Pero ella no se dejaba convencer.

—Ya entendí bastante —grité—. Yo he de prestarme a una cosa para la que empleáis bicharracos... La tienden a una y luego vengan inyecciones de porquerías, de sueros y bacilos. ¿O es que queréis quizá hacerme la vivisección?

Cada vez se excitaba más, roja de rabia y de indignación.

—¿O es que tengo que echar al mundo un monstruo para que lo saquen en las ferias? Un chiquillo con dos cabezas y cola de ratón, ¿eh? O que parezca un cerdo marino. Ya sé yo ahora de dónde sacan todos esos abortos del Panóptico y de Castán. ¿Sois, por un casual, agentes de los hermanos? ¡Para eso me iba yo a dejar preñar artificialmente! ¡Toma fecundación artificial, viejo cerdo!

Dio un salto e inclinándose sobre la mesa, escupió al profesor en la cara.

Luego alzó su copa, la apuró tranquilamente, se volvió con presteza y salió con altivez.

En aquel momento apareció en la puerta Frank Braun y les hizo señas de que salieran.

—¡Venga usted, doctor! ¡Venga usted! —le gritaba excitado Petersen, mientras se esmeraba en limpiar la cara al profesor.

—¿Qué pasa? —preguntó el joven acercándose a la mesa.

El profesor le lanzó su mirada bizca de amargo enfado, según le pareció a Frank. Las tres rameras gritaban a un tiempo, mientras el doctor Petersen le exponía lo ocurrido.

—¿Qué podemos hacer ahora? —concluyó.

Frank Braun se encogió de hombros.

—¿Hacer? Nada. Pagar y marcharnos. Por lo demás, ya he encontrado lo que necesitamos.

Salieron. Ante la puerta estaba la pelirroja ramera, que, con su paraguas, hacía señas a un cochero para que se acercara. Frank Braun la metió en el coche e hizo subir al profesor y al ayudante. Gritó una dirección al cochero y subió tras los demás.

—Permítanme los señores que los presente —exclamó—. La señorita Alma... Su Excelencia el consejero ten Brinken... El doctor Karl Petersen...

—¿Te has vuelto loco? —refunfuñó el profesor.

—De ningún modo, tío Jakob —dijo tranquilamente el joven—. Ya comprenderás que si la señorita Alma vive en tu casa o en tu clínica una temporada se ha de enterar de tu nombre, quiéraslo tú o no.

Y volviéndose a la ramera:

—Perdone usted, señorita Alma; mi tío está ya un poco chocho.

En la oscuridad no podía ver al consejero, pero le parecía sentir cómo se apretaban sus labios gruesos con ira impotente. Recibía esta impresión con agrado, pensando que el profesor iba a estallar por fin.

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