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Authors: Hanns Heinz Ewers

La mandrágora (7 page)

—Son unos majaderos esos tíos —pensaba Frank Braun—. ¡Como si no pudiera uno suicidarse sin cerrojo!

Esa falta de cerradura le atormentaba todos los días, amargándole la alegría de vivir, pues era imposible quedarse solo en la fortaleza. Había intentado asegurar la puerta con cuerdas y cadenas, poniendo detrás su cama y demás muebles. Inútil. Después de una lucha de varias horas, la barricada quedaba destruida y toda la cofradía se trasladaba triunfante a su cuarto.

¡Oh, aquella cofradía! Cada uno era inofensivo, agradable y buen chico. Con cada uno —a solas— se podía charlar media hora; ¡pero juntos!... Juntos eran insoportables. Lo que los hacía insufribles era el
Komment
[2]
, aquella mezcla de
Komment
de oficiales y de estudiantes, todavía adornado con algunas tonterías más, particulares del fuerte. Se cantaba, se bebía, se jugaba día y noche, un día tras otro. Subir unas cuantas muchachas, hacer unas cuantas escapadas; éstas eran las grandes hazañas. Y ya no se hablaba de otra cosa.

Los que llevaban allí mucho tiempo eran los peores, completamente inutilizados por aquella eterna monotonía. El doctor Bermüller, que había matado a tiros a su cuñado y llevaba dos años allá arriba, y su vecino, el teniente de Dragones conde von Vallendar, que llevaba medio año más. Y los que venían nuevos, al cabo de una semana ya estaban echados a perder. El más grosero y salvaje era el más considerado.

Frank Braun gozaba de este prestigio; había cerrado el piano al segundo día de llegar por no querer oír más la terrible «Canción de primavera» del comandante: se había apoderado de la llave, arrojándola luego desde el muro. Además se había traído su caja de pistolas y se pasaba tirando todo el santo día. Y beber y blasfemar sabía hacerlo como el más pintado.

En el fondo se había alegrado de ir a pasar en la ciudadela los meses de verano. Trajo consigo un gran paquete de libros, plumas nuevas y papel blanco. Creía poder trabajar y se complacía en aquella obligada soledad.

Pero no había podido abrir un libro; ni siquiera había escrito una carta. Se había dejado arrastrar por aquel torbellino de infantilismo que le asqueaba. Y hacía la vida de todos, día por día. Odiaba a sus camaradas, a todos y a cada uno.

Su asistente se acercó saludando militarmente:

—Señor doctor: una carta.

¿Una carta? ¿En domingo? La tomó de manos del soldado. Era una carta urgente que le había sido reexpedida. En ella reconoció los delgados trazos de la escritura de su tío. ¿De él? ¿Qué querría de pronto? Sopesó vacilante la carta...

Ah, de buena gana la hubiera devuelto, escribiendo encima: «Aceptación denegada.» ¿Qué le importaba al viejo profesor?

Era lo primero que de él veía desde que le acompañó a Lendenich después de aquella fiesta en casa de Gontram, cuando trató de convencerle de que debía crear una mandrágora viva... Desde entonces; hacía dos años.

¡Qué lejos estaba ya todo aquello!

Él había pasado a otra Universidad y hecho, a su tiempo, los exámenes. Ahora residía en un rincón de Lorena, ocupado como pasante. ¿Ocupado? Bah, él proseguía la vida que llevaba en la Universidad, bienquisto de las mujeres y de todos aquellos que llevaban una existencia disipada y gustaban de las costumbres licenciosas. Pero no era muy del agrado de sus superiores. Oh, él también trabajaba de vez en cuando, pero para sí, y siempre en algo que sus superiores llamaban un grosero abuso.

Cuando podía se marchaba a París. En la Butte Sacrée se sentía más a sus anchas que en el Tribunal. Y él no sabía, a ciencia cierta, a dónde iba a llevarlo todo esto.

Estaba seguro que no iba a acabar de jurista, abogado, juez o funcionario de análoga especie. ¿Qué hacía, pues? Iba tirando. Contrayendo nuevas deudas.

Seguía con la carta en la mano, deseoso de abrirla y, sin embargo, tentado a devolverla intacta, como tardía respuesta a aquella otra que su tío le enviara hacía dos años.

Fue poco después de aquella noche. Con otros cinco estudiantes pasaba a caballo por la aldea, de madrugada, de vuelta de una excursión por las Siete Montañas. Y, movido de un súbito capricho, los había invitado a cenar en la casa ten Brinken.

Arrancaron la campanilla, gritaron, aporrearon el férreo portón, haciendo un ruido de mil diablos que alborotó a toda la aldea.

El profesor estaba de viaje, pero por orden del sobrino el criado les dejó entrar. Llevaron los rocines a la cuadra y Frank Braun hizo despertar a la servidumbre, disponer una gran cena y él mismo sacó los mejores vinos de la bodega del tío. Y comieron y bebieron y cantaron, se desparramaron por la casa alborotando, aullando, destrozando cuanto caía bajo sus puños. Al otro día temprano regresaron a sus casas, voceando y canturreando, colgados de los caballos, unos como salvajes
cowboys,
los otros como viejos sacos de harina. «Los señoritos se condujeron como cerdos», informó Aloys al profesor.

Pero no fue eso lo que indignó al señor ten Brinken, que no hubiese malgastado una palabra con tal motivo, sino que en el aparador había raras manzanas, nectarinas frescas como rocío, peras y melocotones, frutas cogidas en sus invernaderos. Frutos delicados obtenidos a costa de indecibles cuidados, frutos primerizos de árboles nuevos dispuestos entre algodones en platos de oro para que maduraran. Y los estudiantes no respetaron las aficiones del profesor y cayeron sobre ellos sin consideración alguna. Los habían mordido, sin sazonar como estaban, y los habían arrojado luego. Eso fue todo.

El profesor escribió a su sobrino una agria carta, rogándole no volviera a poner los pies en su casa, con lo que éste quedó profundamente lastimado por considerar el motivo una deplorable niñería.

Ah, si hubiera recibido en otra parte la carta que tenía en la mano, en Metz o en Montmartre, no hubiese dudado un segundo en devolverla. Pero allí, allí, en aquella ciudadela tan horriblemente aburrida...

Se decidió, murmurando:

—En todo caso, para variar...

Y abrió la carta.

El tío le comunicaba que estaba dispuesto, después de meditarlo serenamente, a seguir la incitación que él, su sobrino, le había hecho antaño. Tenía un candidato a padre muy a propósito: la revisión del proceso del asesino Noerrissen había sido denegada; y no era de suponer que la petición de indulto tuviera más éxito. Se trataba de buscar una madre. Había hecho ya algunos ensayos en tal sentido, siempre con resultado negativo. No parecía fácil encontrar allí nada apropiado; pero el tiempo urgía. Preguntaba a su sobrino si estaba dispuesto a ayudarle en el asunto.

Frank Braun se quedó mirando al asistente.

—¿Está el cartero todavía ahí? —preguntó.

—Sí, señor doctor —respondió el soldado.

—Dile que tiene que esperar. Toma; dale una propina.

Buscó en sus bolsillos y encontró finalmente un marco. Con la carta en la mano regresó al fuerte.

Apenas había llegado al patio del cuartel, cuando le salió al encuentro la mujer del sargento mayor seguida de un ordenanza de Telégrafos.

—Un telegrama para usted —gritó la mujer.

Era del doctor Petersen, el médico ayudante del profesor, y decía: «Su Excelencia se encuentra desde ayer en Berlín, Hotel Roma. Esperamos respuesta inmediata de si vendrá. Cordiales saludos».

¿Su Excelencia? Es decir, que habían dado a su tío tratamiento de Excelencia. Y además estaba en Berlín. ¡En Berlín! ¡Qué lástima! Él hubiera preferido ir a París. Allí se hubiera encontrado más fácilmente algo, y también algo mejor.

Pero no importaba. ¿Qué remedio? Ya estaba en Berlín. Esto suponía al menos una interrupción de aquella monotonía. Pensó un momento: debía salir aquella misma noche. Pero no tenía un céntimo y los camaradas tampoco.

Se quedó mirando a la mujer. «Usted, señora...», comenzó. Pero no podía ser.

Concluyó:

—Dele una propina al ordenanza y póngamela a mi cuenta.

Fue a su cuarto, hizo preparar los baúles y dio orden al asistente de llevarlos a la estación y de aguardar allí. Volvió a bajar.

En la puerta encontró al suboficial encargado de la inspección de los prisioneros, retorciéndose las manos de desesperación.

—¿Usted también quiere marcharse, señor doctor? —gemía—. Y los otros tres señores que también se han ido... a París..., al extranjero... ¡Dios mío, esto no va a acabarse nunca! ¡Y yo pago el pato..., yo tengo la responsabilidad!...

—¡Bah, no será tanto!... —le contestó Frank Braun—. Me voy por un par de días y los otros señores estarán ya de vuelta para entonces.

El suboficial seguía lamentándose.

—No es por mí... Naturalmente, yo no digo nada. Pero los otros me tienen tanta envidia... Y hoy es el sargento Beckerf el que tiene guardia, y...

—Más le valdrá callarse —repuso Frank Braun—. Ha recibido de nosotros más de treinta marcos... Piadosos dones de las inglesas. Además voy a ir a Coblenz a pedir permiso. ¿Está usted contento?

Pero el vigilante no estaba contento.

—¿Cómo? ¿A la Comandancia? Pero señor doctor... ¡si no tiene usted permiso para ir desde aquí hasta la ciudad! ¿Y quiere usted ir a la Comandancia?

Frank Braun se echó a reír.

—Precisamente. Como que tengo que pedirle al comandante el dinero para el viaje.

El suboficial no dijo una palabra más; se quedó inmóvil, como petrificado, con la boca abierta.

—Dame diez céntimos para pagar el pontazgo, Schorsch —dijo Frank Braun al asistente.

Tomó la moneda y atravesó el patio con rápidos pasos. Al jardín de oficiales y de allí a la explanada. Saltó el muro, se agarró por el otro lado a la rama de un recio fresno y resbaló por el tronco abajo. Luego, abriéndose paso entre los matorrales, descendió por la ladera.

En veinte minutos estaba abajo. Éste era el camino que ordinariamente seguían en sus escapatorias nocturnas.

Siguió a lo largo del Rin, hasta el puente de barcas, y cruzándolo entró en Coblenz. Llegó a la Comandancia, se enteró en dónde vivía el general y se encaminó allá rápidamente. Entregó su tarjeta, mandando decir que el asunto era urgente.

El general le recibió, con la tarjeta en la mano.

—¿En qué puedo servirle?

—Frank Braun dijo: —Permita Su Excelencia...; yo estoy preso en la ciudadela.

El viejo general le examinó con bastante severidad, visiblemente malhumorado por la visita.

—¿Qué quiere usted? Y, por otra parte, ¿cómo ha bajado usted a la ciudad? ¿Tiene usted licencia?

—Sí, Excelencia —respondió Frank—; licencia para ir a la iglesia.

Mintió, pero sabía bien que el general deseaba sólo obtener una respuesta.

—Vengo a rogar a Vuestra Excelencia... tres días de permiso para ir a Berlín. Mi tío se está muriendo.

El general se sulfuró.

—¿Qué me importa a mí su tío de usted? ¡Es absolutamente imposible! Usted no está encarcelado para placer suyo, sino por haber transgredido las leyes del Estado, ¿comprende usted? Todos podrían venir a mí con tíos y tías agonizantes. Si no se trata de los padres, negaré sistemáticamente, siempre, tales permisos.

—Muchas gracias, Excelencia. Telegrafiaré a mi tío, Su Excelencia el consejero secreto efectivo, profesor ten Brinken, que, desgraciadamente, no se le ha permitido a su único sobrino el acudir a su lecho de muerte para poder cerrarle los cansados ojos.

Se inclinó e hizo un giro hacia la puerta como para salir. Pero el general le retuvo, como él esperaba.

—¿Quién es su tío de usted? —preguntó vacilante.

Frank Braun repitió el nombre y el sonoro título, sacó el telegrama de la cartera y se lo tendió al general.

—Mi pobre tío buscaba en Berlín una última solución; desgraciadamente, la operación no ha tenido buen éxito...

—Hm... Márchese usted, amigo mío... Vaya usted en seguida... Quizá sea posible socorrerle todavía.

Frank Braun puso una cara acongojada:

—Sólo Dios lo puede...

Interrumpió un hondo, suspiro para añadir:

—Muchas gracias. Excelencia. Quisiera pedir todavía un favor.

El general le devolvió el telegrama.

—¿Cuál?

Y Frank Braun declaró:

—No tengo dinero para el viaje. Quisiera rogar a Vuestra Excelencia que me prestara trescientos marcos.

El general le miró con bastante desconfianza.

—No tiene usted dinero..., hm..., de manera que sin dinero... Pero ayer fue primero de mes. No vino el giro, ¿eh?

—El giro llegó a su tiempo, Excelencia; pero lo jugué en la misma noche.

El viejo general se echó a reír.

—He aquí la expiación de su crimen, malvado. ¿De manera que necesita usted trescientos marcos?

—Sí, Excelencia. Mi tío se alegrará seguramente cuando pueda contarle que Vuestra Excelencia me ha sacado de este apuro.

El general se volvió y fue al armario, abrió y sacó tres billetes de una pequeña caja. Puso ante su prisionero pluma y papel y le hizo llenar un pagaré. Luego le dio el dinero. Frank Braun lo tomó con una ligera reverencia.

—Muchas gracias. Excelencia.

—De nada, de nada... Feliz viaje y vuelva usted con puntualidad. Y... encomiéndeme usted rendidamente a Su Excelencia.

De nuevo:

—Muchas gracias, Excelencia.

Una nueva reverencia y ya estaba en la calle. Bajó de un salto los seis peldaños de la escalinata exterior y tuvo que contenerse para no prorrumpir en una exclamación de júbilo.

¡Todo había salido bien! Llamó un coche y marchó hacia Ehrenbreitstein, hacia la estación.

Hojeó la guía y halló que era preciso esperar aún dos horas. Llamó al asistente, que esperaba con los baúles, y le mandó subir a la ciudadela lo más aprisa posible a decir al alférez de Plessen que fuera a verse con él en el «Gallo Rojo».

—Pero tráeme al verdadero, Schorsch —encomendó al soldado—; ese señorito joven que vino hace poco y lleva el número 6 a sus espaldas. Espera, tus diez céntimos han producido intereses —y le arrojó una moneda de diez marcos.

Fue al restaurante y después de meditar un rato encargó una comida selecta. Se sentó a la ventana y contempló a los burgueses endomingados que paseaban por la orilla del Rin.

Por fin vino el alférez.

—¿Qué pasa?

—Siéntate y cállate la boca —dijo Frank Braun—; come, bebe y alégrate.

Le dio un billete de cien marcos:

—Toma. Paga la cuenta y quédate con el resto. Le dices a los de allá arriba que me he ido a Berlín
con permiso.
Pero que es probable que se alargue un poco y no vuelva hasta fin de semana.

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