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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

La mejor venganza (84 page)

—Eso de resarcirse es algo que a todos nos vendría muy bien —murmuró el hombre de cabellos rizados—. Las noticias del regreso de Murcatto se propagan como el fuego por toda Talins. Hay pasquines con su rostro en todas las paredes —de hecho, Morveer los había visto al pasar por la ciudad—. En ellos se afirma que Vuestra Excelencia la apuñaló en el corazón y que ella consiguió salir con vida.

—Si yo la hubiese apuñalado —dijo el duque con sorna—, jamás habría sido en el corazón, pues no creo que sea su órgano más vulnerable.

—Dicen que la quemasteis, que la ahogasteis, que la descuartizasteis y que la arrojasteis por el balcón, pero que ella consiguió sobrevivir. Dicen que mató a doscientos hombres en los vados del Sulva. Que cargó en solitario contra vuestras tropas y que las dispersó como el viento a las hojas secas.

—Ese toque tan histriónico es propio de Rogont —dijo el duque mientras apretaba los dientes—. Ese maldito bastardo nació para escribir fantasías baratas antes que para gobernar a los hombres. ¡Lo siguiente que oiremos es que a Murcatto le han salido alas y que representa la segunda llegada de Euz!

—No me extrañaría. En todas las esquinas de las calles han pegado proclamas que la convierten en el instrumento con que el Hado librará a Styria de vuestra tiranía.

—¿Ahora soy un tirano? —el duque rió de manera siniestra—. ¡Qué deprisa cambia el viento en estos tiempos tan modernos!

—Dicen que nada la puede matar.

—¿De… veras? —los ojos enrojecidos de Orso fueron hacia Morveer—. ¿Qué dice usted, envenenador?

—Excelencia —dijo él mientras se zambullía para hacer una profunda reverencia—. Me he labrado una carrera llena de éxitos a partir del principio de que no existe ningún ser vivo al que no se le pueda quitar la vida. Lo que siempre me ha maravillado es lo fácil que resulta matar a cualquiera, y no lo contrario.

—¿Le importaría demostrarlo?

—Excelencia, sólo ansió con toda humildad tener la oportunidad de demostrarlo —Morveer hizo otra reverencia. Aun sabiendo que las personas con un ego muy grande se cansan de ver a gente servil, seguía pensando que había que humillarse mucho para convertirse en uno de los hombres de Orso.

—Pues aquí la tiene. Mate a Monzcarro Murcatto. A Nicomo Cosca. A la condesa Cotarda de Affoia. Al duque Lirozio de Puranti. A Patine, el primer ciudadano de Nicante. Al canciller Sotorius de Sipani. Al gran duque Rogont antes de que sea coronado. Aunque no consiga Styria, conseguiré la venganza. Puede estar seguro.

En cuanto Orso comenzó a desgranar la lista, Morveer sonrió de oreja a oreja. Pero no sonreía cuando aquélla terminó, a menos de considerar como sonrisa el rictus inmutable que sólo se mantenía en su tembloroso rostro a costa de un considerable esfuerzo. Le pareció que su arriesgado gambito se había vuelto espectacularmente contra él. Entonces recordó aquella vez en que, para fastidiar a los cuatro chicos del orfanato que se portaban mal con él, echó sales de Lankam en el agua, consiguiendo que aquel suceso se saldara con las muertes imprevistas de todos los directivos del establecimiento y de la mayoría de los chicos.

—Excelencia —dijo, quejándose—, esa lista vuestra supone matar a mucha gente.

—Pero en ella aparecen varios nombres que le gustan, ¿no es así? Y la recompensa será igual de atractiva. ¿Podría confirmármelo, maese Sulfur?

—En efecto —los singulares ojos de Sulfur dejaron de mirar las uñas de su dueño para dirigirse a la cara de Morveer—. Sepa que represento a la Banca de Valint y Balk.

—Ah —Morveer hizo una mueca—, sepa usted que no tenía ni idea. —Cuánto deseaba no haber matado a Day. Si no lo hubiese hecho, habría podido echarle la culpa y disponer de algo tangible que ofrecer al duque. Afortunadamente, le pareció que maese Sulfur no buscaba ningún chivo expiatorio. Por el momento.

—Oh, usted sólo fue el arma, tal y como nos contó. Si demuestra la misma franqueza con nosotros, no tendrá nada de lo que preocuparse. Además, Mauthis era un individuo muy aburrido. Si tiene éxito, ¿qué tal, digamos, un millón de escamas?

—¿Un… millón? —Morveer casi no podía hablar.

—Así que no existe ningún ser vivo al que no se le pueda quitar la vida… —Orso se inclinó hacia delante, mirando fijamente el rostro de Morveer—. ¡Pues a demostrarlo!

Caía la noche cuando llegaron al lugar, mientras las lámparas inundaban con su luz las siniestras ventanas y las estrellas resplandecían en el tranquilo cielo nocturno como los diamantes dispuestos encima del paño de un joyero. A Shenkt jamás le había gustado Affoia. Allí había estudiado de joven, antes de que se arrodillara ante su maestro y antes de que jurase que jamás volvería a arrodillarse ante nadie. Allí se había enamorado de una mujer demasiado rica, demasiado mayor y demasiado hermosa para él, que le había convertido en un idiota. Las calles no sólo le ofrecían sus viejas columnas y sus sedientas palmeras, sino los amargos recuerdos de su vergüenza de juventud, de sus celos, de la injusticia que le había hecho llorar. Era extraño comprobar que, por muy dura que uno tenga la piel, las heridas de juventud nunca cicatrizan.

Aunque a Shenkt no le gustase Affoia, la pista le había conducido hasta ella. Haría falta algo más que unos feos recuerdos para dejar aquel trabajo a medias.

—¿Es la casa? —estaba enterrada entre los retorcidos callejones del barrio más viejo de la ciudad, lejos de las calles donde los nombres de la gente que buscaba un trabajo público estaban pintarrajeados en las paredes, junto con sus currículos y otras cualidades y dibujos menos distinguidos. Era un pequeño edificio, con el tejado y los dinteles caídos, que se apretujaba entre un almacén y un cobertizo ladeado.

—Lo es —el mendigo hablaba en voz baja, como si quisiera evitar el aliento que salía por su boca, tan apestoso como la fruta podrida.

—Bien —Shenkt dejó cinco escamas en su palma llena de costras—. Esto es para ti —cerró con la palma de su mano el puño del hombre al que acababa de dar el dinero—. No vuelvas más por aquí —se acercó más a él y apretó con más fuerza—. Nunca.

Recorrió la calle llena de guijarros y escaló la pared que estaba delante de la casa. El corazón le latía con una fuerza inusual y el sudor le mojaba el cuero cabelludo. Se movió silenciosamente por el jardín delantero, que estaba muy crecido, colocando las botas en los espacios libres que había entre los hierbajos mientras se dirigía hacia la ventana iluminada. A regañadientes, casi temeroso, fisgó por ella. Tres niños se sentaban en una alfombra roja, muy gastada, junto a un pequeño fuego. Dos chicas y un niño, todos igual de pelirrojos. Jugaban con un caballito de madera provisto de ruedas, pintado con colores chillones. Subiéndose en él, persiguiéndose alrededor de él, quitándose el sitio unos a otros mientras lanzaban chillidos de alegría. Se acuclilló delante de la ventana y los miró, fascinado.

Inocentes. Sin moldear. Llenos de posibilidades. Antes de que comenzaran a tomar decisiones o de que las decisiones decidieran por ellos. Antes de que las puertas comenzaran a cerrarse y a enviarles hacia un único camino. Antes de que se arrodillaran. En aquellos momentos, mientras durase la magia de aquel instante tan breve, ellos podrían ser lo que quisieran.

—Bueno, bueno. ¿Qué tenemos aquí?

Ella estaba un poco más arriba que él, sentada en cuclillas en el tejado del cobertizo, la cabeza hacia un lado, recibiendo en el rostro el estrecho rayo de luz que salía por una ventana y que cortaba su roja cabellera peinada como un erizo, una de sus cejas pelirrojas, el ojo que ella guiñaba, su piel pecosa y una comisura de la boca que fruncía. Una reluciente cadena colgaba de uno de sus puños, rematada por una cruz muy puntiaguda de metal, que ella movía acompasadamente de atrás adelante.

—Creo que te llevaste lo mejor que había en mí —dijo Shenkt con un suspiro.

Ella se deslizó por la pared, cayó en el suelo a cuatro patas, hizo tintinear la cadena, y se levantó. Era alta y delgada. Dio un paso hacia él y levantó una mano.

Él casi contuvo el aliento.

Veía todos los rasgos de su rostro: las arrugas, las pecas, los pelillos que tenía encima del labio superior, las pestañas del color de la arena, que bajaban cada vez que ella parpadeaba.

Podía escuchar el corazón de ella, golpeando con tanta fuerza en su pecho como el ariete contra una puerta.

Tump… tump… tump…

Ella le pasó una mano alrededor del cuello y ambos se besaron. El la rodeó con sus brazos y estrechó su cuerpo menudo contra el suyo; ella le pasó los dedos por el pelo, mientras la cadena rozaba sus hombros y el metal que colgaba le golpeaba suavemente por detrás de las piernas. Fue un beso largo, delicado y persistente que hizo que el cuerpo de él se estremeciera de pies a cabeza.

—Cas, ha sido mucho tiempo —ella rompió el silencio.

—Lo sé.

—Demasiado tiempo.

—Lo sé.

—Te han echado de menos —dijo ella, mirando hacia la ventana.

—¿Puedo…?

—Pues claro que sí.

Le llevó hasta la puerta, pasó con él el estrecho porche, se quitó la cadena que llevaba sujeta a la muñeca y la colgó en una percha, de suerte que su extremo en forma de cruz osciló como un péndulo. La chica de mayor edad salió corriendo de la habitación y se le quedó mirando.

—Soy yo —se acercó lentamente a ella y repitió con voz rota—: Soy yo —los otros dos niños salieron de la habitación y se escondieron detrás de su hermana. Y Shenkt, que no temía a hombre alguno, se acobardó ante aquellos niños—. Tengo unas cosas para vosotros —y metió una mano temblorosa dentro de su casaca.

—Cas —sacó el perro que había tallado, y el muchachito que respondía a aquel nombre se lo quitó de la mano con una sonrisa—. Kande —depositó el pájaro en las manos de la niña más pequeña, que las había puesto juntas mientras le miraba sin decir palabra—. Tee —y ofreció el gato a la chica mayor.

—Nadie me llama ahora con ese nombre —dijo ella mientras lo cogía.

—Lamento haber tardado tanto —tocó el cabello de la chica y ella se apartó hacia un lado, de suerte que Shenkt echó su mano hacia atrás, como asustado. Como, al moverse, había sentido que la cuchilla de carnicero se desplazaba dentro de su casaca, se paró en seco y retrocedió. Los tres niños le miraban fijamente, aunque sin soltar las tallas de animales que les había regalado.

—Y ahora, a la cama —dijo Shylo—. Mañana podréis hablar con él —le miraba fijamente con ojos entornados que eran como sendas puñaladas a ambos lados de su pecosa nariz—. ¿Verdad, Cas?

—Sí.

Ella cortó en seco sus protestas y señaló la escalera, diciendo:

—A la cama —los niños subieron por ella pasito a pasito, el chico bostezando, la niña más pequeña agachando la cabeza, la otra quejándose por no tener sueño—. Dentro de muy poco subiré para cantaros. Si guardáis silencio hasta entonces, a lo mejor vuestro padre tararea la música —la chica más pequeña metió la cabeza por los barrotes situados en la parte superior de la escalera y sonrió a Shenkt hasta que Shylo condujo a éste al cuarto de estar y cerró la puerta.

—Se han hecho tan grandes —musitó él.

—Como debe ser. ¿Por qué has venido?

—¿No podría…?

—Sabes que puedes y también que no tienes que preguntarlo. ¿Por qué has venido? —descubrió el rubí que llevaba en el dedo índice y frunció el ceño—. Es la sortija de Murcatto.

—La perdió en Puranti. Estuve a punto de atraparla allí.

—¿Atraparla? ¿Por qué?

—Está involucrada… en mi venganza —dijo él, después de hacer una pausa.

—Tú y tu venganza. ¿Has pensado alguna vez en lo feliz que serías si te olvidases de ella?

—Una roca sería más feliz si fuese un pájaro y pudiera volar, para así abandonar la tierra y ser libre. Pero una roca no es un pájaro. ¿Estuviste trabajando para Murcatto?

—Sí. ¿Por qué me lo preguntas?

—¿Dónde está?

—¿Por eso has venido?

—Por eso —y miró hacia el techo—. Y por ellos —la miró a los ojos—. Y por ti.

Ella sonrió, y unas patas de gallo se insinuaron en las comisuras de sus ojos. Él se sorprendió de descubrir lo mucho que amaba aquellas tenues arrugas.

—Cas, Cas. Para ser un bastardo tan inteligente, a veces resultas estúpido. Siempre buscas lo que no debes en los sitios equivocados. Murcatto está en Ospria, con Rogont. Combatió en la batalla que tuvo lugar allí. Cualquiera con las orejas bien plantadas lo sabe.

—Pues no me había enterado.

—Porque no escuchas. Ahora es muy amiga del Duque de la Dilación. Creo que quiere ponerla en lugar de Orso, para contar con la ayuda de la gente de Talins mientras se hace con la corona.

—Entonces ella le seguirá. A Talins.

—Así es.

—Entonces yo los seguiré hasta Talins —Shenkt frunció el ceño—. Hubiera debido quedarme allí durante estas últimas semanas para esperarla.

—Eso es lo que suele ocurrir cuando uno persigue las cosas, que salen mejor si, en vez de perseguirlas, uno espera que vayan a él.

—Creía que a estas alturas ya te habrías buscado otro hombre.

—Encontré a dos que no estaban mal. Pero no me duraron —le ofreció una de sus manos—. ¿Listo para tararear?

—Eso siempre —tomó su mano y ella lo llevó fuera de la habitación, fuera de la puerta, hacia la escalera.

VII. TALINS

«La venganza es un plato que debe servirse frió.»

PIERRE CHODERLOS DE LACLOS

Mientras Rogont de Ospria llegaba tarde al campo de batalla de Dulces Pinos, Salier de Visserine aún disfrutaba de la superioridad numérica, por lo que su orgullo no le permitía retirarse. Especialmente cuando el enemigo estaba al mando de una mujer. Combatió, perdió y terminó por retirarse, dejando indefensa la ciudad de Caprile. Para no enfrentarse al seguro saqueo, sus habitantes abrieron las puertas a la Serpiente de Talins, con la esperanza de conseguir clemencia.

Monza cabalgó hasta dentro de sus puertas, pero la mayoría de sus hombres quedaron fuera. Orso se había aliado con los de Baol, a quienes acababa de convencer para que lucharan al lado de las Mil Espadas bajo sus estandartes hechos jirones. Eran luchadores muy fieros, pero de sangrienta reputación. Como Monza también tenía una reputación igual de sangrienta, desconfió de ellos desde un principio.

—Te quiero.

—Pues claro que me quieres.

—Te quiero, Benna. Por eso te pido que dejes a la gente de Baol fuera de la ciudad.

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