Read La monja que perdió la cabeza Online

Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

La monja que perdió la cabeza (5 page)

—¿No avisaron a un psiquiatra?

—Ya le he dicho que sólo fueron dos ataques. De hecho, sólo uno, porque el segundo fue cuando desapareció. Después del primero, esperamos a que hablara con el padre Valero. Al día siguiente ya estaba más tranquila. Y mosén Valero consideró que todavía no era necesario un psiquiatra. No queríamos. Nosotras no creemos en los psiquiatras.

—¿Usted sabe lo que le ocurrió en Ruanda?

—Tampoco nos lo ha contado nunca, pero nos lo imaginamos. Allí había una guerra, un genocidio. En menos de tres meses, murieron asesinadas entre quinientas y ochocientas mil personas. Estoy un poco informada al respecto porque alguna de nuestras hermanas pasó por allí. ¿Qué le ocurrió a la hermana Eulalia? Estaba en la misión del lago Kivu, en la provincia de Cyangugu, y las tropas gubernamentales hutus les atacaron. Mataron a la priora y a todas las monjas tutsis, cinco en total. ¿Qué le ocurrió a Eulalia? Por lo que sabemos, nada. Ella y otras pudieron esconderse, pero sólo con presenciar aquella salvajada no me extraña que se trastocara.

Guardé un respetuoso instante de silencio.

—Y ¿qué significado le da a la visita de los ruandeses?

—¿La visita…? —«Ah, ¿ya lo sabe?» Ningún significado—. No lo sé. Yo no pude hablar con ellos. Y, por lo que sé, nadie tuvo la oportunidad de preguntarles qué querían.

—¿Por qué?

—Llamaron y preguntaron por la hermana Eulalia. Dijeron ser ruandeses, que la conocían de cuando había estado allá y que querían hablar con ella. La hermana portera no les entendía muy bien, pero les dijo que Eulalia no podía hablar con nadie. No me parecía oportuno que hablara con nadie en su estado, pero es que ella tampoco quería ver a nadie. Ni a su padre, que cuando vino a verla no quiso ni salir a recibirle. De modo que les dijo que no podía ser. Ellos insistieron, pero es que, encima, hablaban un castellano casi ininteligible. Entonces, la hermana portera les pidió que esperaran un momento, que iría en busca de la hermana Paula, que también había estado allí en Ruanda y sabía un poco de ruandés. Fue a buscarla y, cuando volvió, el matrimonio de ruandeses se había ido. ¿Qué querían? Lo ignoro.

—¿Le hablaron a Eulalia de esta visita?

—No. No me pareció oportuno. Todo lo que tenía que ver con Ruanda la alteraba. A veces decía que quería volver allí.

—¿Cuándo vinieron los dos ruandeses?

—Eso ya me lo preguntó la policía, pero no pude responderles con exactitud. Aquí dentro todos los días son iguales. Yo diría que el quince o el dieciséis de este mes. A media tarde.

Los ruandeses aparecen a mediados de mes y, en cambio, la primera visita de los «demonios» databa de principios. Lo anoté en mi libreta.

—Bien, y después llega el día del accidente. Me ha dicho que la oyeron gritar, de madrugada, y que la encontraron en el suelo…

—Sí.

—¿Hay alguna monja de las de aquí que tenga conocimientos de medicina?

—No.

—¿Le tocó la pierna; comprobó que la tuviera hinchada o rota…?

La priora parecía desconcertada.

—La tenía un poco hinchada, sí, y decía que le dolía… Pero, claro…

—¿Es posible que la hermana Eulalia fingiera que la tenía rota?

—¿Qué?

Repetí, paciente:

—Si es posible que la hermana Eulalia fingiera que la tenía rota.

Quería decir que no, pero no encontraba el monosílabo. Sin mover la cabeza, sus pupilas buscaban por la estancia.

—… Bueno, no lo sé. Yo diría que no, pero no lo sé, claro… Yo creo que no fingía. ¿Por qué tendría que hacerlo?

—Yo tampoco lo sé. Por eso lo pregunto. —Otro tema—: Entonces, vino la ambulancia. Supongo que no observó nada sospechoso.

—No, claro.

—Los hombres que la conducían parecían profesionales.

—Sí.

—¿Puede describírmelos?

—Vestían batas blancas y parecía que sabían lo que se hacían. Uno llevaba un fonendoscopio colgado del cuello y él sí tocó las piernas de Eulalia y diagnosticó que las tenía rotas. No sé qué más puedo decirle… El del fonendoscopio era blanco, y el conductor, negro.

—Un blanco y un negro. Vaya. —Una auténtica novela negra—. ¿Alguna característica especial?

—No. Bien… Tal vez resultaban un poco estrafalarios. El negro llevaba barba y un pelo como erizado, con una especie de tirabuzones, pero sucios, no sé cómo decirlo…

—Rastas.

—¿Cómo?

—Creo que a eso se le llama rastas.

—Y llevaba gafas oscuras. Era de noche y llevaba gafas oscuras.

—Y ¿el blanco?

—Pelo rubio, muy largo, le llegaba hasta los hombros. Gafas… unos labios gruesos, un hoyuelo en la barbilla, un pendiente… No sé qué más decirle.

—¿Joven? ¿Mayor?

—Joven. Treinta años como mucho. Afeitado. Pocas palabras.

No se le ocurría nada más.

—Y se la llevaron.

—Sí, señor.

—Y, después, llegó la ambulancia de verdad.

—De momento, no nos dimos cuenta. Pensamos en una equivocación… Pero nos preguntaron a qué hospital la habían llevado y entonces nos dimos cuenta de que no nos lo habían dicho. Yo comenté que no me habían permitido acompañarla. Yo quería acompañar a Eulalia al hospital, y me dijeron: «No, usted no». No se me ocurrió preguntar dónde la iban a llevar. Todo fue muy rápido. Pero de todo eso caí en la cuenta un poco después, cuando ya era demasiado tarde.

Yo iba tomando notas.

—¿Eulalia podía salir del convento cuando quería?

—No. —La miré—. Normalmente, salimos cuando es necesario. A comprar, por turnos, que antes teníamos una persona que lo hacía por nosotras, pero hemos tenido que recortar gastos; o para ir al médico, o para dar alguna conferencia, o trámites legales, no sé, el DNI… Pero Eulalia no salía nunca. Como le he dicho, teniendo en cuenta su estado, considerábamos mejor que no saliera.

—¿Se lo tenían prohibido?

La hermana Juana me miró como si hubiera tomado el nombre de Dios en vano.

—Esto no es una cárcel, señor detective. A las hermanas se las puede aconsejar, pero no se les impone nada.

—¿Puedo ver la celda de Eulalia?

—No.

Me mostré desconsolado ante aquella respuesta.

—Mire, hermana… Estamos contemplando la posibilidad de un secuestro. Por lo que me cuenta, era muy difícil sacar a Eulalia de este convento…

—Monasterio. Nosotras decimos monasterio.

—Bien. Gracias. La buscaban dos hombres. La localizaron aquí. Una noche se lastima una pierna, avisan a una ambulancia y los secuestradores, muy oportunos, se presentan con la ambulancia y se llevan a Eulalia. Esto significa que los secuestradores sabían que Eulalia se había lastimado una pierna, y por esa razón pudieron adelantarse. Si descartamos que Eulalia estuviera de acuerdo con aquellos hombres y que ella misma se lesionara, o fingiera que se había lastimado, tenemos que pensar que fueron los mismos secuestradores quienes provocaron la lesión. Quiero decir que entraron, le rompieron las piernas y esperaron a que llamaran a una ambulancia. Por lo tanto, debo saber si podían entrar para hacerle daño a Eulalia.

La priora se me quedó mirando durante unos segundos, probablemente imaginándose a unos cuantos ruandeses deambulando por el monasterio, de noche, mientras las monjas dormían. Por fin, se levantó y, cuando yo también iba a hacerlo, me lo impidió con un gesto autoritario.

—Usted espere aquí.

Salió.

Regresó casi inmediatamente con un libro grande, de esos que llaman de regalo, con la foto en blanco y negro de una iglesia gótica en la portada. Se titulaba
El gótico del Ensanche
y, según pude ver, hablaba, con muchas fotos e ilustraciones, de los diferentes edificios góticos que fueron trasladados desde Ciutat Vella al Ensanche de la ciudad. La parroquia de la Concepción, la de Monte-Sión y, cómo no, la de San Lucas, que era donde nos encontrábamos.

Había una foto de la fachada y del claustro, que yo no había podido ver, y del interior de la iglesia y, a continuación, un plano del edificio. La iglesia era de planta de cruz latina. El claustro, pequeño y rectangular, estaba bajo el brazo derecho de la cruz. Bajo el brazo izquierdo, el pequeño edificio donde nos hallábamos. Las celdas de las monjas estaban en el piso que teníamos sobre nuestras cabezas.

—Ésta es la celda de la hermana Eulalia —dijo la priora indicándome la tercera de la derecha, contando desde la fachada. Y se quedó mirándome como si esperara que aquella revelación resultara aplastante.

—¿La ha ocupado alguien más, desde su desaparición?

—La hermana Eulalia volverá —dijo la priora—. No lo dude. Y su celda y sus cosas la estarán esperando como antes de que se fuera. Además, hay muchas celdas libres, no se vaya a creer que andamos sobradas de vocaciones. —Y añadió la priora, como si quisiera acabar la entrevista de una vez—: Yo diría que no puede entrar nadie. Bueno, esto no es una cárcel, ni un banco, pero cada noche nos aseguramos de que todas las puertas queden cerradas. Las cerraduras son antiguas y sólidas; no es posible forzarlas, y mucho menos hacerlo sin dejar señal ni activar la alarma. —Consideró necesario justificar la existencia de aquellas medidas mundanas de seguridad—: En la iglesia hay objetos de valor.

—Si alguien abriera la puerta desde dentro, ¿se activaría la alarma?

—Sí. Por esta razón la desconectamos cada mañana. Sólo la hermana portera y yo conocemos el código.

—¿Puedo llevarme el libro?

—No —dijo con énfasis, como si diera por supuesto que lo utilizaría para colarme dentro del convento.

—Aparte de las dos delanteras… ¿Hay alguna otra puerta por esta zona…?

Me refería a los espacios que quedaban entre la parte superior de los brazos de la cruz latina y la curvatura del ábside. No encajaban demasiado bien con los edificios circundantes y parecía que entre ellos quedaban espacios libres.

—No. Aquí detrás hay un aparcamiento.

Repasé las notas.

—Antes me ha dicho que venía un confesor… ¿El padre Valero?

—Sí. Mosén Valero es el confesor del monasterio, nombrado directamente por el señor obispo. Y cada día viene el padre Salavert a decir misa.

—¿El que dice la misa y el confesor no son la misma persona?

—No. No se considera conveniente.

—¿Por qué? —pregunté con toda la inocencia del mundo.

—No se considera conveniente —repitió con firmeza, subrayando cada palabra.

—Y ¿cómo entran?

—Les abrimos nosotros.

—Pero ¿tienen llave?

—No.

—¿Conocen el interior del convento? ¿Saben cuál es la celda de cada hermana?

Aquello le dolió. Cabizbaja, la hermana Juana cerró el libro con un golpe que sonó a maldición. No obstante, se contuvo, y dijo:

—Claro que sí. Tanto el uno como el otro, en ocasiones, han tenido que atender a las hermanas en sus celdas, en caso de enfermedad. Confesarlas, darles la comunión.

—Bueno… —Yo ya daba la entrevista por acabada.

Y ella me dijo:

—No me gusta que sospeche de todo el mundo. Qué trabajo más sucio.

Mientras me acompañaba a la puerta, me sentí como si me hubiera escupido, y su escupitajo no contribuía precisamente a hacer más limpio mi trabajo.

ACTO SEGUNDO
Escena 1

Al salir a la calle me ofendieron la contaminación atmosférica y la acústica. Incluso el sol poniente me resultó demasiado fuerte, y me deslumbró, y tardé unos segundos en darme cuenta de que tenía dos hombres ante mí, cortándome el paso.

A uno le conocía. Comisario Palop, de los GEPJ (Grupos Especiales de la Policía Judicial). Menudo, pulcro, educado, amable.

—Hola —le saludé.

—¿Cómo va todo?

—Bien.

—¿La familia?

—Bien. Con Mónica las cosas aún están un poco tirantes, pero pronto lo arreglaremos. Y ¿tú?

—No news, good news.

El otro era un joven guapo y mal vestido que se estaba dejando barba.

—Te presento al inspector Murgadas, de Desaparecidos y Secuestros.

Apretones de manos. Murgadas no podía tener los ojos quietos. Cejijunto, sospechando de todo el mundo, mirando a un lado y a otro. No parecía escuchar la conversación entre Palop y yo.

—¿Ahora tenéis un departamento de Desaparecidos y Secuestros? ¿Tantos hay?

—Desapariciones, más de las que te imaginas —dijo Palop—. Respecto a secuestros, ahora mismo tenemos uno, ¿no?

—Eso parece. ¿También estáis en el caso de Eulalia Gracián?

—Nosotros no tenemos alternativa. —Y añadió, sin ningún énfasis especial—: Y tú, si es un secuestro, no tendrías que meterte en esto, a menos que tengas permiso del juez.

Murgadas se dignó mirarnos, un poco interesado.

—Hombre, quizá sólo se trate de una huida voluntaria. A lo mejor la tenían encerrada en el convento contra su voluntad y todo lo ocurrido no ha sido más que un plan para escapar.

—En tal caso, el secuestro lo habrían cometido las monjas.

—A ver si va a ser un milagro.

A Palop se le escapó la risa y, automáticamente, al ver que no discutíamos, Murgadas dejó de prestarnos atención, decepcionado.

—Sea como sea, tiene que ser un caso muy importante para que lo lleve el jefe de los GEPJ en persona.

—Puede ser más importante de lo que parece. Puede tratarse de un asesinato.

—No jodas, que eso me obligaría a encontrarme otra vez con Soriano. —Soriano es el jefe de Homicidios y no puede decirse que hubiera muy buena química entre él y yo—. ¿Algún sospechoso?

Ahora, Murgadas miraba con mucho interés a una chica que pasaba en bicicleta.

—¿Cambiamos cromos?

—Yo acabo de llegar. Aún no he tenido tiempo de situarme. Vamos allá.

—Encontramos la ambulancia. —Palop me miraba de arriba abajo, sonriente, como si esperara una reacción de profundo asombro por mi parte—. Abandonada en un aparcamiento. La había alquilado una mujer negra en una empresa de alquiler de vehículos especiales.

—¿Negra, dices? Había una mujer ruandesa que estaba buscando a Eulalia.

—Puede ser la misma. Alquilaron la ambulancia con pasaporte ruandés.

—Y la descripción.

—Todas las negras son iguales. Pasaporte falso, claro.

—Falso porque lo dice el consulado —objeté, desconfiando del consulado.

—Falso —insistió Palop, rotundo.

Murgadas parecía fascinado por mi oreja o por algún indicio de caspa que pudiera tener sobre el hombro.

Other books

Cairo by Chris Womersley
Infamous Desire by Artemis Hunt
Cancelled by Murder by Jean Flowers
A Brood of Vipers by Paul Doherty
Act 2 (Jack & Louisa) by Andrew Keenan-bolger, Kate Wetherhead
History of Fire by Alexia Purdy