Read La niña de nieve Online

Authors: Eowyn Ivey

Tags: #Narrativa

La niña de nieve (10 page)

Y luego desapareció. Él se detuvo, la buscó y observó la nieve para localizar sus huellas. No había ni rastro. Una vez más fue consciente del silencio, de la extraña calma que emanaba del bosque.

A su espalda oyó un silbido fuerte y alegre, como el canto de un herrerillo, y se volvió, esperando avistar un pájaro o tal vez a la niña. En su lugar, un alce macho se alzaba a unos cincuenta metros. El animal levantó la cabeza despacio, como si las enormes y afiladas astas fueran una carga pesada. La nieve salpicaba el morro largo y el lomo marrón. Movió los cuernos lentamente, de un lado al otro. Jack nunca había visto un ejemplar tan espléndido. A cuatro patas, tenía que medir más de dos metros de alto, y su cuello era grueso como el tronco de un árbol.

En su asombro, Jack casi se olvidó de lo más obvio: aquel animal era su presa. Solo había cazado unas cuantas veces, cuando era niño, y sobre todo conejos y faisanes, aunque recordaba vagamente haber ido a cazar ciervos con sus primos una mañana fría y húmeda. Pero eso era distinto. No era por deporte, ni por afán de aventuras. Eso era supervivencia, y sin embargo estaba poco preparado. No recordaba muchas cosas de la caza del ciervo, pero sabía que no había llegado a disparar contra ninguno.

Esperaba que el animal se asustara cuando cargó un cartucho en el rifle, pero no le prestó demasiada atención y siguió mordisqueando los extremos de las ramas de un sauce.

Jack apoyó la mejilla sobre la culata de madera e intentó controlar el temblor. Su respiración flotaba como vapor en el aire frío, nublándole la visión, así que contuvo el aliento, apuntó al corazón del alce y apretó el gatillo. No oyó el tiro ni sintió el retroceso del arma. Notó solo el momento del impacto, el animal que oscilaba como si le hubiera caído un gran peso encima antes de derrumbarse al suelo.

Jack bajó el rifle y dio unos cuantos pasos hacia el alce. Éste movía las patas y doblaba el cuello en un gesto patético. Jack puso un nuevo cartucho. El alce se agitaba en la nieve, y por un instante Jack observó sus ojos, agonizantes, salvajes. Levantó la escopeta y le metió una bala en el cráneo. El animal se quedó inmóvil.

Le temblaban las rodillas cuando dejó el rifle apoyado en un árbol y se dirigió al alce muerto. Puso las manos en el costado aún caliente del animal y por fin comprendió su tamaño. Esas astas podrían haber acogido a Jack como una cuna, y él no habría podido rodear su cuerpo ni con los dos brazos. Tenía que pesar más de cuatrocientos kilos, lo que significaba cientos de kilos de carne para comer.

Lo había logrado. Tenían comida para el invierno. No tendría que ir a la mina. Quería saltar, gritar, aullar de alegría. Quería besar con fuerza los labios de Mabel. Quería que alguien como George le diera una palmadita en la espalda y le felicitara.

Quería celebrarlo, pero se hallaba solo, el bosque estaba impregnado de un aire solemne, y bajo la emoción que anidaba en su pecho había algo más. No era culpa, ni remordimiento. Era algo más tramposo. Agarró los cuernos por la base para recolocar la cabeza. Pesaba, pero gracias a las astas fue capaz de levantarla. Luego sacó la navaja de la bolsa y la afiló. Durante todo ese tiempo analizó el sentimiento que le embargaba y por fin pudo darle nombre: era la sensación de estar en deuda.

Había quitado una vida, una vida significativa a juzgar por el animal que yacía ante él. Estaba por tanto obligado a ocuparse de la carne y llevarla a casa, como muestra de gratitud.

Pero también había algo en relación con la niña. Sin ella nunca habría encontrado al alce. Ella le condujo hasta allí y le alertó cuando dejó atrás al animal. Jack la había visto moverse por el bosque con la gracia de una criatura silvestre. Conocía la nieve, y ésta la llevaba con gentileza. Conocía los abetos, sabía deslizarse entre sus miembros, y conocía a los animales, al zorro y al armiño, al alce y a los pájaros. Conocía aquella tierra palmo a palmo.

Arrodillado sobre la nieve roja, se dijo que quizá fuera así como un hombre pagaba su parte del trato: aprendiendo y llevándose en su corazón esa naturaleza extraña, turbada y desnuda, violenta y débil, trémula en su grandeza.

La tarea se hallaba más allá de la fuerza y la experiencia de Jack. Él había cuarteado pollos y alguna pieza de ternera, pero eso no tenía nada que ver. Era un ejemplar salvaje colosal, totalmente intacto, espatarrado sobre su sangre en medio del bosque. El disparo había sido certero, le había atravesado el costado y los pulmones. Debía abrirle el estómago para que salieran las vísceras y el calor antes de que se estropeara la carne, pero no iba a ser fácil. Las patas del alce, que pesaban más de cuarenta kilos cada una, suponían un obstáculo casi insalvable. Intentó apoyar el hombro en una de las patas traseras para llegar hasta el vientre del animal, pero era demasiado rígido. De su bolsa sacó un trozo de cuerda y la ató a una de las patas traseras. Haciendo uso de toda su fuerza, tiró de la cuerda y luego la ató a un árbol que había detrás del alce. Eso dejaba el abdomen al descubierto, aunque Jack temía que, si cedía la cuerda, la pata podía estampársele en la nuca.

Afiló de nuevo el cuchillo, solo porque no sabía muy bien por dónde empezar. La luz se agotaba, de manera que hundió el cuchillo en el estómago de la presa, recordó que no quería agujerear los intestinos y contaminar la carne, y sacó parte de la hoja antes de cortar de lado a lado.

Estaba hasta los codos de sangre y vísceras cuando oyó que algo se acercaba por el bosque. Pensó que podía tratarse de la niña, pero enseguida recordó lo silenciosa que era en sus movimientos. Oyó el relincho de un caballo. Se incorporó, estiró la espalda y se limpió el cuchillo en el pantalón.

Era Garrett, con las riendas del caballo en la mano.

—Hola —gritó Jack.

—He oído disparos. ¿Ha matado uno?

—Sí.

—¿Un macho?

Jack asintió.

El chico ató el caballo a un árbol cercano. A medida que se aproximaba, sus ojos se iban abriendo.

—¡Por todos los santos! Menuda pieza. —Garrett fue hacia las astas e intentó estirar los brazos de un lado al otro sin conseguirlo—. Por todos los santos —repitió, en voz más baja.

—¿Es grande?

—Vaya si lo es. —Era el tono de un chico que quería ser adulto—. ¡Vaya si lo es!

—No lo sabía. Es el primero que he visto de cerca.

Garrett se sacó el guante y le tendió la mano.

—¡Felicidades! Es enorme.

Jack se secó la sangre en la pernera del pantalón y estrechó la mano del chico.

—Gracias, Garrett. Te lo agradezco. Debo admitir que no lo esperaba.

—Hablo en serio. ¡Es un ejemplar de primera clase!

Era un aspecto de Garrett que Jack no conocía. La sonrisa hosca había desaparecido y en su lugar brillaba una radiante cara infantil.

—Iba río abajo, buscando sitios donde poner las trampas, cuando oí el rifle —dijo Garrett—. Bang. Bang. Dos disparos. Eso siempre es buena señal. Supuse que habría pillado algo. Pero, ¡por Dios!, le juro que nunca creí que consiguiera abatir algo así.

—A mí también me pareció de buen tamaño —reconoció Jack.

El muchacho se quedó en silencio, admirado, mientras acariciaba el asta con la mano.

—Es el mayor que he visto nunca —dijo—. Desde luego mayor que cualquiera de los que he cazado.

Su opinión de Garrett mejoró mucho. No había muchos chicos de trece años capaces de reconocer una derrota sin dar muestras de envidia.

—Creo que tengo trabajo para un rato —dijo Jack.

—Sí, pero entre los dos nos apañaremos.

—No quiero que te sientas obligado a echarme una mano.

El chico se sacó el cuchillo del cinturón.

—Pero me gustaría hacerlo.

—Bien, en ese caso te lo agradezco mucho. Quizá puedas enseñarme cómo hacerlo. La verdad es que ando un poco perdido.

—Diría que ha empezado bien, sacando las tripas. —El muchacho apartó la parte trasera y echó un vistazo al costillar—. Sí, ahí está. Corte por ahí y saldrá todo sin problemas.

Cuando extrajeron el corazón y el hígado, cada uno más grande que un plato de comida, Jack los metió en un saco de yute.

Durante las siguientes horas, Jack y el chico trabajaron en el alce. Era agotador. Las manos de Jack estaban frías, agarrotadas, y se cortó varias veces. Le dolía la espalda y las rodillas. El sol se colaba entre los árboles, el aire se enfrió, el animal muerto se puso rígido, pero ellos no se dieron por vencidos. A veces Garrett daba consejos sobre cómo seccionar una parte o separar una articulación. Sujetaba las patas o apartaba la parte trasera para que Jack pudiera trabajar con más facilidad. Bromearon un poco, hablaron algo, pero sobre todo pusieron manos a la obra. Entre los dos resultaba más cómodo.

Cuando hubieron cortado las cuatro patas y las costillas, el solomillo, la parte de la espalda y del cuello, Garrett cogió una sierra de la silla de montar y serraron las astas del cráneo.

—Tiene que llevarlas esta noche —dijo Garrett—. Para que podamos enseñárselas a todos. No se lo van a creer si no lo ven.

Jack habría preferido dejar las astas y llevarse más carne, pero decidió que los cuartos traseros estarían a salvo por la noche, colgados de los árboles, hasta que pudiera volver al día siguiente a por ellos. No quería defraudar al chico después de lo mucho que le había ayudado, así que ataron las astas, los órganos vitales y parte de los mejores cortes de carne a la silla de Garrett.

—Tienes un buen caballo —comentó Jack mientras sujetaban la carga—. No se pone nervioso al ver carne.

—Lo compré yo. A un minero que lo usaba para cargar herramientas. Voy a convertirlo en un caballo de caza.

Sucios de sangre y fatigados, emprendieron el camino entre los árboles. Garrett llevaba al caballo de las riendas. Jack no se había percatado de lo cerca que estaban de su campo, y desde allí siguieron la vía del tren. Era casi de noche cuando llegaron a casa.

—Te juro que te agradezco tu ayuda —dijo Jack—. De no haber sido por ti, aún estaría ahí, partiendo carne.

—Claro, claro. —Garrett apresuró el paso—. Espere a que lo vean mis padres.

Con Jack caminando detrás de él, Garrett aceleró en dirección al establo.

—Parece que tu familia se te ha adelantado —dijo Jack al ver el trineo en el patio.

Justo en ese momento, George y sus dos hijos mayores salían del establo.

—No os lo vais a creer —gritó Garrett—. ¡Jack se ha cargado al mayor alce que he visto en mi vida!

Capítulo 8

Esa mañana, mientras se preparaba para la llegada de los Benson, Mabel se recordó a sí misma cómo habían ido las cosas en su casa en Acción de Gracias. No se preocuparía por las manchas del mantel, ni porque el áspero suelo no pudiera estar nunca limpio del todo. La cena estaría buena, pero sin excesos, para que no pareciera que quería alardear de ello. En su armario no había un mono de corte masculino, ni había querido uno en toda su vida. La falda larga y la blusa le conferían un aspecto demasiado formal, pero no tenía otra cosa.

A última hora de la mañana, la cabaña estaba limpia y la mesa puesta. Dedicó una hora a arreglarse el pelo y a recolocar los servicios de la mesa. Suspiró aliviada cuando por fin anocheció y los Benson llegaron en un trineo tirado por uno de sus caballos de carga. George y los dos chicos mayores llevaron el caballo al establo, mientras Esther descargaba unos enseres del trineo y se acercaba a la puerta. No llamó, ni le dio la oportunidad de salir a recibirla. Esther abrió la puerta y pasó ante Mabel como una exhalación.

—Gracias a Dios, ya estamos aquí. —Soltó un polvoriento saco de grano sobre la mesa y al hacerlo estuvo a punto de tirar un plato al suelo—. Pensé que unas cebollas te serían útiles. Tenemos más de las que nos hacen falta.

Se desabrochó el abrigo y sacó unos tarros Mason de sus enormes bolsillos.

—Esto es mermelada de ruibarbo. Tremenda en las tortitas. ¿Te llevaste la masa? Tienes que ir con cuidado, que no se caliente ni se enfríe demasiado. Ah, y creo que esta es de moras. Tal vez contenga pasas. No sabría decirte, pero seguro que está buena. Y aquí tienes unos guisantes picantes. Los favoritos de George. Que no se entere que os he traído unos cuantos.

Esther se quitó el abrigo y lo arrojó en el respaldo de una silla.

—Temía que se congelaran por el camino. He tenido que mantenerlos pegados al cuerpo para asegurarme. —Se rió y miró a Mabel a la cara, como si por fin se percatara de su presencia. Le echó los brazos al cuello, la abrazó con fuerza y apoyó su fría mejilla contra la de Mabel—. ¡Me alegro tanto de verte! Llevo desde Acción de Gracias insistiendo a George para que nos traiga aquí. Es duro ser mujer en este país, ¿no crees? Hay demasiados hombres, si quieres mi opinión. Y voy yo y me pongo a tener más varones, como si hicieran alguna falta.

Other books

Secrets for Secondary School Teachers by Ellen Kottler, Jeffrey A. Kottler, Cary J. Kottler
Dying in the Dark by Sally Spencer
Act of Betrayal by Edna Buchanan
Scarlet Nights by Jude Deveraux
Dorothy Eden by Deadly Travellers
Paws for Change by Charlie Richards
Child of a Rainless Year by Lindskold, Jane
Straight Cut by Bell, Madison Smartt