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Authors: Eowyn Ivey

Tags: #Narrativa

La niña de nieve (4 page)

—Muchas gracias —dijo Jack. Y asintió.

Se quedó solo en la mesa. Quizá fuera un error aislarse como habían hecho. Mabel vivía sin una sola mujer con la que hablar. La esposa de George podía ser un regalo de Dios, sobre todo si él se iba a la mina del norte y Mabel se quedaba sola en la finca.

Ella no opinaría lo mismo. ¿No habían dejado atrás todo para empezar una nueva vida ellos dos solos? Necesito paz y tranquilidad, le había dicho ella más de una vez. Se había ido marchitando y encerrándose en sí misma desde que perdieron al niño. Decía que no podía soportar asistir a otra reunión familiar, a esos cotilleos y charlas bobas. Pero Jack recordaba más cosas. Se acordaba de las mujeres embarazadas que sonreían al acariciar sus barrigas, y los recién nacidos que lloraban cuando los parientes se los iban pasando de mano en mano. Recordaba a la niñita que había tirado de la falda de Mabel llamándola «mamá» porque la confundió con otra mujer, y la cara de Mabel, como si acabaran de propinarle un bofetón. También recordaba que él le había fallado: había fingido no verlo y había seguido charlando con otros hombres.

El primogénito de los Benson estaba a punto de casarse y seguro que pronto habría un bebé gateando por la casa. Pensó en Mabel, en su leve y triste sonrisa, en esa arruga en el rabillo de sus ojos que debería haber vertido lágrimas pero que nunca lo había hecho.

Saludó a Betty mientras cogía el envase vacío y se encaminaba a la carreta.

Capítulo 3

El cielo plomizo parecía estar aguantando la respiración. Diciembre estaba al caer y seguían sin rastro de nieve en el valle. Durante varios días los termómetros se quedaron a veinticinco bajo cero. Cuando Mabel salía a dar de comer a las gallinas, el frío la paralizaba. Le atravesaba la piel, le dolían los nudillos y las caderas. Vio un par de copos de nieve, pero no eran más que polvo y el viento del río lo estrelló contra las rocas y tocones convirtiéndolo en pequeños charcos sucios. Resultaba difícil distinguir la escasa nieve del fino cieno glacial que lo cubría todo y que flotaba en las ráfagas de viento desde el lecho del río.

Jack dijo que la gente de la ciudad se sentía aliviada de que la nieve no hubiera llegado aún: las vías del ferrocarril se mantenían despejadas y la mina seguía abierta. Pero otros se planteaban con preocupación que la helada que llegaría podía traducirse en una primavera tardía y retrasar el momento de la siembra.

Los días se redujeron. Apenas seis horas de luz, y débil. Mabel se organizó un horario de tareas —lavar, remendar, cocinar, fregar, remendar, cocinar— e intentó no imaginarse flotando bajo el hielo como una hoja seca.

El día de hornear las tartas se convertía en una ocasión especial, algo que le hacía ilusión. Así que ese día se levantó temprano y estaba sacando la harina y la lata de manteca cuando notó la mano de Jack apoyada en su hombro.

—No te molestes —dijo él.

—¿Por qué no?

—Betty me dijo que no quería más tartas.

—¿Esta semana?

—Para siempre. A partir de ahora su hermana se encargará de eso.

—Oh —exclamó Mabel. Devolvió la harina al estante y se sorprendió ante la magnitud de su decepción. Las tartas habían sido su única contribución real a la economía familiar, una tarea de la que se sentía orgullosa. Y además les daban dinero—. ¿Podremos pasar sin esto, Jack?

—Yo lo arreglaré. No te preocupes.

Entonces Mabel recordó haber despertado en una cama vacía y haber encontrado a Jack sentado a la mesa de la cocina, a la luz titubeante de una vela, frente a un montón de papeles. Ella había vuelto a acostarse sin darle más importancia. Pero esa mañana se le veía tan viejo y cansado… Caminaba levemente encorvado, y al levantarse de la cama se había llevado la mano a la zona lumbar con un gemido de dolor. Cuando Mabel le preguntó si le dolía algo, él rezongó algo acerca del caballo pero dijo que estaba bien. Ella había empezado a darle la lata y él zanjó el tema. Déjalo, le dijo. No insistas.

Mabel le sirvió unas galletas que quedaban en la caja y un huevo duro para desayunar.

—George Benson y sus hijos se dejarán caer hoy para ayudarme a sacar troncos —dijo él mientras quitaba la cáscara del huevo.

No pareció darse cuenta de la mirada que ella le lanzó.

—¿George Benson? —preguntó—. ¿Y quién es George Benson?

—Mmm… ¿Qué?

—No lo he visto en mi vida.

—Sé que te he hablado de él alguna vez. —Dio un mordisco al huevo y con la boca medio llena, añadió—: Ya sabes, él y Esther viven en la ciudad, al sur del río.

—No. No lo sabía.

—Estarán aquí dentro de unas horas. No te preocupes por el almuerzo: no pararemos. Pero prepara tres platos de más para la cena.

—Pensaba… ¿No habíamos quedado en que…? ¿Por qué vienen?

Jack no dijo nada; luego se levantó de la mesa a recoger las botas de piel que estaban junto a la puerta. Volvió a sentarse, se las calzó y ató los cordones con movimientos rápidos y cortos.

—¿Qué quieres que te diga, Mabel? Necesito ayuda. —Se mantuvo cabizbajo y ciñó los cordones—. Es así de sencillo. —Descolgó el abrigo de la percha y se marchó. Se lo abrochó mientras salía, como si no pudiera aguantar más allí dentro.

George Benson y dos de sus hijos llegaron aproximadamente una hora más tarde. El mayor parecía tener entre dieciocho y veinte años, y el más joven rondaría los trece o catorce. Apostada en la ventana, Mabel los vio con Jack en el establo. Se estrecharon las manos; Jack sonreía y asentía con la cabeza. Los hombres cogieron las herramientas y se dirigieron al campo, llevando consigo los percherones que habían traído los Benson. No se acercaron a la cabaña. Ella esperaba que Jack la buscara en la ventana, para saludarla antes de irse como solía hacer alguna vez por las mañanas, pero no lo hizo.

Al caer la tarde, Mabel prendió las lámparas y preparó cena para todos. Cuando llegaran de trabajar, intentaría ser amable pero no excesivamente simpática. No quería fomentar esa clase de cosas. Quizá Jack necesitara ayuda ese día concreto, pero no les hacían falta vecinos ni amigos. Si no, ¿para qué habían ido hasta allí? Podrían haberse quedado en casa, donde había gente de sobras. No, el objetivo era encontrar algo de paz ellos dos solos. ¿Acaso Jack no lo había entendido?

Cuando aparecieron los hombres, no le dedicaron ni una mirada a Mabel. No es que fueran groseros. George Benson y sus chicos asintieron con educación, dieron las gracias y pidieron las patatas por favor, pero sin mirarla a los ojos, y en realidad se pusieron a hablar en voz alta unos con otros sobre los caballos de carga, el tiempo y las cosechas. Bromearon sobre herramientas rotas y sobre la idea general de «cultivar» esa tierra ingrata, dejada de la mano de Dios. George se palmeó la rodilla y pidió perdón por sus juramentos, Jack se rió a carcajadas y los chicos no pararon de engullir. Durante todo ese rato Mabel permaneció en la cocina, amparada en la penumbra.

Iban a ser compañeros, ella y Jack. Esa iba a ser su nueva vida juntos. Y ahora él estaba ahí, riéndose con unos extraños cuando a ella no le había ni sonreído desde hacía años.

Más tarde, después de cenar, George puso en pie a sus agotados chicos y les dijo que era hora de volver a casa.

—Vuestra madre estará preguntándose dónde diablos nos hemos metido —dijo. Hizo un gesto de agradecimiento en dirección a Mabel—. Muchas gracias por la excelente comida. Ya le he dicho a Jack que os esperamos en casa algún día. Esther estará encantada de conocerte. La mayoría de los colonos de por aquí son viejos solterones mugrientos. Le iría bien disfrutar de compañía femenina.

Aunque sabía que lo educado era darles las gracias por su ayuda y asegurar que pasaría por su casa cualquier día para conocer a su esposa, Mabel no dijo nada. Se vio a sí misma a través de los ojos de George Benson: una estirada mujer del este. La imagen no le gustó.

Después de que se fueran los Benson, ella puso a calentar agua en el horno de leña y lavó los platos. El ruido de la loza le proporcionó cierta satisfacción, pero el enfado se disipó al ver que Jack se había dormido hacía un buen rato en la silla, junto al fuego. Ese ruido absurdo era su única compañía.

Ayudándose del delantal para protegerse las manos, cogió el barreño con agua sucia, quitó el pestillo de la puerta de un codazo y salió al exterior. Cruzó el patio y vertió el agua en un pequeño abrevadero situado detrás de la cabaña. Una nube de vapor surgió a su alrededor, pero se desvaneció enseguida. Las estrellas brillaban, metálicas y lejanas, y el cielo nocturno se le antojó cruel. Dejó que el aire frío le penetrara por la nariz y le helara la piel. Al abrigo de la cabaña, el aire era suave pero a sus oídos llegaba el rugido del viento al otro lado del río Wolverine.

Pasaron varios días antes de que Jack volviera a mencionar a los Benson, pero de nuevo sacó el tema de pasada, en mitad de una conversación.

—George me ha dicho que fuéramos a su casa al mediodía en Acción de Gracias. Le prometí que harías una de tus tartas. Las echa de menos en el hotel.

Mabel no accedió, ni protestó, ni siquiera comentó nada. Se preguntaba cómo Jack podía estar seguro de que le había oído.

Mientras hojeaba el libro de recetas, intentando decidir qué tarta hacer, pensó en las celebraciones de Acción de Gracias en el valle del río Allegheny, donde las tías y tíos de Jack, sus primos, abuelos, nietos, amigos y vecinos se reunían en la granja grande en días como ese. Para Mabel habían sido un suplicio. Ya de pequeña se sentía incómoda en las multitudes, pero a medida que se hizo mayor las bromitas y el cotilleo le resultaban más insoportables. Mientras los hombres salían al jardín a hablar de negocios, ella se veía atrapada en el dominio de las mujeres, nacimientos y defunciones, temas que en ningún caso le parecían apropiados para la charla trivial. Y justo por debajo de esa cháchara asomaba la insinuación de su fracaso, susurrado y acallado a medida que ella entraba y salía de las estancias. Quizá, decían los susurros, quizá Jack debería haber escogido una mujer más campechana, una mujer que no temiera al trabajo duro y que tuviera buenas caderas para darle hijos. Esas chicas cultas tal vez supieran de alta política y de literatura, pero ¿no podían parir un hijo, por el amor de Dios? ¿No ves cómo se mueve, si no puede levantar más la nariz? Tiesa como un palo. Ah, y tan delicada en todo. Demasiado orgullosa para adoptar a un huérfano.

Mabel se disculpaba diciendo que necesitaba aire fresco, pero eso solo servía para llamar la atención de una tía abuela metomentodo o de una cuñada bien intencionada que le advertían que si fuera un poco más sociable, quizá se llevaría mejor con la familia de Jack.

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