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Authors: Jerry Pournelle & Larry Niven

Tags: #Ciencia Ficción

La paja en el ojo de Dios (79 page)

—Sí —preguntó Rod fríamente.

Pero era imposible atraer la atención de Jock.

—¡Basta! ¡No digas más! —ordenó Ivan.

—¿Qué iba a decir? —gimió Jock—. ¡Los muy idiotas llevaban un Guerrero! ¡Estamos perdidos, perdidos, cuando hace unos instantes teníamos el universo en la mano!

La poderosa mano izquierda del pajeño se cerró amenazadora en el aire.

Silencio. Contrólate. Ahora, Charlie, dime lo que sepas de la sonda. ¿Cómo fue construida?

Charlie hizo un gesto de desprecio interrumpido por respeto.

—Es evidente. Los constructores de la sonda sabían que esta estrella la habitaba una especie alienígena. No sabían nada más. Así que debieron de suponer que la especie se parecía a la nuestra, si no en apariencia, en lo esencial.

—En los Ciclos. Debieron de suponer que había Ciclos —musitó Ivan—. Aún no sabíamos que no todas las razas están condenadas a los Ciclos.


Exactamente —dijo Charlie—. La especie hipotética había sobrevivido. Era inteligente. No podrían controlar su crecimiento más que nosotros, pues ese control no es una característica de supervivencia. Así, lanzaron la sonda creyendo que la gente de esta estrella estaría en colapso cuando la sonda llegase.

—Claro. —Ivan pensó un momento—. Y aquellos Eddie el Loco pusieron hembras preñadas de cada clase a bordo. ¡Idiotas!

—No podemos reprochárselo. Hicieron lo que pudieron —dijo Charlie—. La sonda debía de estar articulada de modo que arrojase los pasajeros al sol en el instante en que fuera recibida por una civilización que viajaba por el espacio. Si los hipotéticos alienígenas estaban tan adelantados, se encontrarían, no con una tentativa de apoderarse de su planeta con la vela de luz como arma, sino con un Mediador enviado en misión pacífica. —Charlie se detuvo a pensar—. Un Mediador accidentalmente muerto. La sonda debía de estar dispuesta de modo que le matase y asi los alienígenas pudiesen descubrir lo menos posible. Tú eres un Amo: ¿no lo harías así?

—¿Soy también Eddie el Loco, acaso, para lanzar una sonda como ésa...? La estrategia falló. Ahora debemos decirles algo a estos humanos.

—Yo propongo decírselo todo —dijo Charlie—. ¿Qué otra cosa podemos hacer? Estamos atrapados en nuestras propias mentiras.

—Espera

ordenó Ivan.

Sólo habían pasado segundos, pero Jock estaba normal otra vez. Los humanos le miraban con curiosidad.


Debemos decir algo importante. Hardy sabe que estamos nerviosos, ¿no es cierto?

—Sí —convino Charlie.


¿Qué descubrimiento pudo ponernos tan nerviosos?

—Confía en mí —dijo rápidamente Jock—; quizás podamos salvarnos todavía...

—...
¡Adoradores del Demonio! Ya les dijimos que no teníamos enemigos raciales, y es cierto; pero hay una facción religiosa secreta, que convierte en dioses a los Demonios del tiempo. Son malvados, y muy peligrosos. Debieron de apoderarse de la sonda antes de que abandonase el cinturón asteroidal. Secretamente, quizás...

—Entonces ¿los pasajeros de la tripulación estaban vivos? —preguntó Rod.

Charlie se encogió de hombros y dijo:

—Eso creo. Debieron de suicidarse. ¿Quién sabe por qué? Puede que pensaran que habíamos inventado un impulsor más rápido que la luz y que estábamos esperando por ellos. ¿Qué hicieron ustedes al aproximarse?

—Enviamos mensajes en la mayoría de las lenguas humanas —contestó Rod—. ¿Cree usted seguro que estuvieran vivos?

—¿Cómo saberlo? —preguntó Jock—. No se preocupen por
ellos —
la voz se llenó de desprecio—. No eran representantes adecuados de nuestra raza. Sus rituales incluyen sacrificios de seres inteligentes.

—¿Y cuántos de estos adoradores del Demonio hay? —preguntó Hardy—. Nunca me hablaron de ellos.

—No estamos orgullosos de su existencia —contestó Jock—. ¿Nos hablaron ustedes de los exteriores? ¿O de los excesos del Sistema Saurón? ¿Les alegra que sepamos que los humanos son capaces de cosas así?

Hubo murmullos de embarazo.

—Maldita sea —dijo Rod—. Así que estaban vivos... después de recorrer toda aquella distancia. —El pensamiento resultaba amargo.

—Veo que están alterados —dijo Jock—. Nos alegramos de que no hablasen con ellos antes de conocernos a nosotros. Su expedición habría sido de un carácter completamente distinto si ustedes hubiesen...

Se detuvo, con un gesto extraño. El doctor Horowitz se había levantado de su asiento y estaba inclinado sobre la pantalla, examinando la imagen de la máquina del tiempo. Accionó los controles de la pantalla para agrandar una de las estatuillas demoníacas. La silueta de la sonda se desvaneció, dejando la mitad de la pantalla en blanco, luego apareció otra imagen y creció y creció... Una criatura de cara de rata y agudos colmillos acuclillada sobre un montón de escombros.

—¡Aja! —gritó triunfal Horowitz—. ¡Me preguntaba quién podría ser el antepasado de las ratas! Formas degeneradas de éste...

Se volvió a los pajeños. No había en sus gestos más que curiosidad, como si no hubiese prestado atención a lo que se hablaba antes.

—¿Y para qué utilizan esta casta? —preguntó—. Son soldados, ¿verdad? Tienen que serlo. ¿Para qué otra cosa podrían servir?

—No. Sólo son mitos.

—Pamplinas. ¿Demonios con armas? Padre Hardy, ¿puede usted imaginar Demonios con rifles desintegradores? —Horowitz accionó de nuevo los controles y apareció otra vez el perfil de la sombra—. ¡Por las barbas de Abraham! Eso no es una estatua. Vamos, admítanlo, es una subespecie pajeña. ¿Por qué ocultarlo? Es fascinante... No he visto nada mejor adaptado para... —la voz de Horowitz se apagó.

—Una casta guerrera —dijo lentamente Ben Fowler—. No me extraña que nos lo ocultaran. ¿Cree usted, doctor Horowitz, que esa criatura es tan prolífica como sabernos que pueden ser los otros pajeños?

—¿Por qué no?

—Pero les aseguro que los Demonios son seres legendarios —insistió Jock—. El poema. Doctor Hardy, ¿recuerda usted el poema? Ésas son las criaturas que hacían caer los cielos...

—Lo creo —dijo Hardy—. Pero no creo que estén extintos. Mantienen ustedes a sus descendientes salvajes en los zoos. Anthony, voy a hacerle una pregunta hipotética: si los pajeños tuviesen una casta muy prolífica dedicada a la guerra; y sus Amos un afán de independencia similar a los leones terrícolas; han tenido varias guerras desastrosas; y están atrapados irremisiblemente en un solo sistema planetario: ¿Cuál es la proyección más lógica de su historia?

Horvath se estremeció. Y los demás lo mismo.

—Como... la
MacArthur —
contestó con tristeza Horvath—. La cooperación entre Amos cesa cuando la presión demográfica se hace lo suficientemente grave... si es que se trata realmente de una casta actual, David.

—Les aseguro que son demonios legendarios —protestó Jock.

—Creo que no podemos creer todo lo que nos dice —dijo Hardy; había una profunda tristeza en su voz—. No es que haya aceptado siempre todo lo que me decían. Los sacerdotes oímos muchas mentiras. Pero siempre me preguntaba qué estarían ocultando. Habría sido mejor que nos enseñasen algún tipo de fuerzas militares o policiales. Pero no podían, ¿verdad? Eran... —señaló a la pantalla— ésos.

—Rod —dijo el senador Fowler—, pareces muy preocupado.

—Lo estoy, señor. Pensaba lo que sería combatir a una raza que genera guerreros durante diez mil años. Esas cosas deben de estar adaptadas también a la guerra espacial. Si los pajeños adquieren la tecnología del Campo y... Ben, no creo que pudiéramos derrotarles... ¡Sería como intentar luchar contra millones de ciborgs de Saurón! Demonios, ¡un par de miles que tenían fueron capaces de mantener la guerra durante años!

Sally escuchaba desesperada.

—Pero ¿y si Jock dice la verdad? ¿Y si tiene razón? Hubo una casta guerrera, que está extinta ya, y forajidos pajeños... que quieren resucitarla otra vez.

—Es bastante fácil de descubrir —murmuró Fowler—. Y mejor actuar deprisa, antes de que los Marrones pajeños construyan una flota que pueda detenernos.

—Si no lo han hecho ya —murmuró Rod—. Trabajan muy deprisa. Reconstruyeron la nave embajadora mientras iba al encuentro de la
MacArthur.
Un cambio completo, sólo entre dos Marrones y algunos Relojeros. Yo creo que el cálculo de amenaza del teniente Cargill puede resultar demasiado prudente, senador.

—Aunque no lo fuese —dijo Renner—, tendríamos de todos modos que contar con todas las naves capitaneadas y controladas por el almirante Kutuzov.

—Exactamente. Está bien, Jock. Ya ve usted nuestra situación —dijo el senador.

—En realidad no. —El pajeño estaba inclinado hacia adelante y resultaba muy extraño.

—Se lo diré más claro. No tenemos recursos para combatir a un millón de individuos que han evolucionado para la guerra. Quizás ganasen y quizás no. Si ustedes siguen conservándolos, es porque los necesitan; su sistema tiene un exceso de población y no puede permitirse mantener bocas inútiles. Si ustedes los necesitan, es porque tienen guerras.

—Comprendo —dijo Jock lentamente.

—No, no comprende —dijo el senador frunciendo el ceño—. Usted sabe algo sobre el sistema Saurón, pero no bastante. Jock, si ustedes los pajeños crían castas guerreras, nuestra especie les identificará con los saurones, y no creo que puedan hacerse idea de lo que les odiaba el Imperio, a ellos y a sus ideas de un superhombre.

—¿Y qué harán? —preguntó Jock.

—Echar un vistazo a su sistema. Pero mirar
bien.

—¿Y si encuentran guerreros?

—No necesitaremos buscar mucho, ¿verdad? —dijo el senador Fowler—. Sabe usted perfectamente que los encontraremos.

Lanzó un suspiro. Su pausa para pensar fue breve... no más de un segundo. Luego se levantó y se acercó a la pantalla, caminando lentamente, como una apisonadora...


¿Qué haremos? ¿No podemos pararle?—gimió Jock. Ivan permanecía tranquilo.

—De nada serviría, y además no podrías hacerlo. Ese soldado no es un guerrero, pero va armado y tiene el arma empuñada. Nos teme.

—Pero.


Escucha.

—Llamada a la conferencia —dijo Fowler a la telefonista del Palacio—. Quiero hablar con el Príncipe Merrill y con Armstrong, el Ministro de Guerra. Personalmente, y no me importa donde estén. Quiero hablar con ellos inmediatamente.

—Sí, senador —la muchacha era joven, y el tono del senador la asustó. Comenzó a manipular su equipo, y la sala quedó en silencio durante un rato.

El ministro Armstrong estaba en su oficina. Estaba sin túnica y con la camisa desabrochada. Tenía el escritorio lleno de papeles. Alzó los ojos irritado, vio quién llamaba y dijo:

—¿Sí?

—Un momento —dijo bruscamente Fowler—. Estoy localizando al Virrey para una conferencia en circuito. —Hubo otra larga espera. Llegó Su Alteza; la pantalla mostró sólo una cara. Parecía jadear.

—¿Sí, senador?

—Alteza, ¿ha visto usted mi nombramiento firmado por el Emperador?

—Sí.

—¿Acepta mi autoridad en todo lo relacionado con los alienígenas?

—Por supuesto.

—Pues como representante de su Majestad Imperial le ordeno que se reúna lo más rápido posible la flota de combate del sector. Pondrá usted al mando de ella, y a espera de mis órdenes, al almirante Kutuzov.

Hubo más silencio en las pantallas. Un parloteo irritante llenó la sala de conferencias. Ben exigió silencio con un gesto imperioso y el parloteo cesó.

—Por pura formalidad, senador —dijo Merrill—. Necesitaré confirmación de esa orden por otro miembro de la Comisión.

—Sí. Rod.

Aquí está, pensó Rod. No se atrevía a mirar a Sally. ¿Una raza de guerreros? ¿Amos independientes? No podemos permitir que penetren en el sector humano. No duraríamos un siglo.

Los pajeños están paralizados. Saben lo que hemos descubierto. Procreación sin limitaciones y Demonios. Como en las pesadillas de los niños... Pero
me agradan
los pajeños. No. En realidad me agradan los Mediadores. No he conocido a los otros. Y los Mediadores no controlan la civilización pajeña. Miró con cautela a Sally. Estaba tan paralizada como los pajeños. Rod respiró profundamente.

—Alteza, yo también lo apruebo.

56 • Última esperanza

Sus dependencias parecían pequeñas ahora, a pesar de la altura de los techos. Nada había cambiado. Había allí todos los manjares que el Imperio había podido encontrar para meter en su cocina. Con sólo apretar un botón acudirían una docena, un centenar de criados. Los infantes de marina del pasillo eran correctos y respetuosos.

Y estaban atrapados. En algún lugar situado en los extremos del sistema de Nueva Caledonia, en una base llamada Dagda, estaban convocadas todas las naves de guerra del Imperio, y una vez reunidas todas...

—No les matarán a todos —masculló Charlie.


Claro que sí. —La voz de Jock era un tembloroso gemido.

—Los Guerreros lucharán. La Marina perderá naves. Y estará al mando Kutuzov. ¿Va a arriesgar sus naves para salvar vidas pajeñas? ¡Reducirá nuestro planeta a escoria iridiscente!

—¿También los asteroides?

gimió Charlie—. Sí. No ha habido un Ciclo en que ambas cosas desaparecieran. ¡Amo, debemos hacer algo! ¡No podemos permitir esto! Si hubiésemos sido sinceros con ellos...


En ese caso su flota estaría ya de camino, en vez de estar todavía reagrupándose —dijo despectivamente Jock—. ¡Y estábamos tan a punto de conseguirlo! ¡Ya les tenía! —Tres dedos como grandes salchichas se cerraron, en el vacío
—.
Estaban dispuestos a aceptar, y entonces... entonces... —gimió al borde de la locura, pero retrocedió a tiempo—. Tiene que haber una posibilidad de hacer algo.

—Decírselo todo —dijo Charlie—. ¿Qué daño puede hacer? Ahora nos ven como seres malignos. Al menos podemos explicarles por qué les mentimos.

—Piensa en lo que podemos ofrecerles —ordenó Ivan—. Considera sus intereses y piensa los medios que tienen de protegerlos sin destruir nuestra raza.

—¿Ayudarles? —preguntó Jock.

—Por supuesto. Ayudarles para librarnos de ellos.

—Es a los Guerreros a quienes temen. ¿Aceptarían los Amos matar a todos los Guerreros? Con eso podríamos entrar en el Imperio.


¡Eddie el Loco! —gimió Charlie—
.
¿Cuántos Amos guardarían Guerreros escondidos?

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