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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

La piel de zapa (14 page)

»Pero aquellos tesoros de belleza, aquella juventud lozana y espléndida, fueron como perdidos para mí. Me había impuesto el deber de considerar a Paulina como una hermana, y me hubiera horrorizado burlar la confianza de su madre.

»Admiraba, pues, a la preciosa chiquilla como un cuadro, como el retrato de una amante difunta. Era mi obra, mi estatua, y, nuevo Pigmalión, quería transformar en mármol a una virgen viviente y rozagante, parlante y sensible. Me mostraba excesivamente severo con ella; pero cuanto más la hacia sentir los efectos de mi despotismo profesional, más cariñosa y sumisa se me presentaba. Si fui estimulado en mi discreción y en mi continencia por sentimientos nobles, no me faltaron tampoco razones de fiscal. No comprendo la probidad económica sin la rectitud de la intención. Engañar a una mujer o declararse en quiebra, fueron siempre para mi la misma cosa. Amar a una muchacha o dejarse amar por ella, constituye un verdadero contrato, cuyas condiciones deben ser bien interpretadas. Somos dueños de abandonar a la mujer que se vende, pero no a la doncella que se entrega, porque ignora la extensión de su sacrificio. Yo me hubiera casado con Paulina, pero habría sido una locura. ¿No era tanto como entregar un alma inocente y amante a las más espantosas calamidades?

»Mi indigencia hablaba su lenguaje egoísta, y acababa siempre por interponer su férrea mano entre aquella excelente criatura y yo. Además, lo confieso para vergüenza mía, no concibo el amor miserable. Quizá sea ésta en mí una depravación, debida a esa dolencia humana que llamamos civilización; pero una mujer, a poco desaliñada que sea, no ejerce ninguna influencia sobre mis sentidos, aunque posea tantos atractivos como la bella Elena o la Galatea de Homero. ¡Si! ¡viva el amor entre sedas y cachemires, rodeado de las maravillas del lujo que tan admirablemente le cuadran, porque quizá es otro lujo! En la expansión de mis deseos, me gusta estrujar vistosos trajes, deshojar flores, sentar una mano devastadora sobre la elegante confección de un perfumado y artístico peinado. Unas pupilas ardientes, ocultas por un velo de encaje, que traspasan las miradas, como el fogonazo rasga la humareda de un cañonazo, me ofrece fantásticos alicientes. Mi amor desea escalas de seda, asaltadas en el silencio de una noche de invierno. !Qué placer!, llegar cubierto de nieve a una cámara iluminada por aromáticos pebeteros, tapizada de ricos damascos, y encontrar en ella a una mujer que, a su vez, sacude los blancos copos, porque, ¿de qué otro modo calificar esos cortinajes de voluptuosas muselinas, a través de los cuales se dibuja vagamente, como un ángel en su nube, la figura de la que se dispone a salir? Desea igualmente una dicha temerosa, una seguridad audaz. Por último, ansía ver de nuevo a esa misteriosa mujer, pero radiante, en medio del mundo, virtuosa, cercada de homenajes, vestida de blondas, cuajada de brillantes, imponiendo su voluntad, ocupando un lugar tan elevado y tan respetable que nadie se atreva a requerirla. ¡Y allí, entre su corte, lanzarme una mirada a hurtadillas, una mirada que desmienta los artificios, que me sacrifique el mundo y los hombres!

»A decir verdad, he hallado ridículo cien veces enamorarse de unos metros de blonda, de terciopelo, de finas batistas, de los artísticos esfuerzos de un peluquero, de las bujías, de una carroza, de un título nobiliario, de los heráldicos blasones pintados en las vidrieras o cincelados por un artífice, de todo, en fin, cuanto hay de ficticio y de menos femenino en la mujer; me he burlado de mí mismo, me he hecho reflexiones, pero completamente en vano.

»Una mujer aristocrática, su delicada sonrisa, la distinción de sus modales y su respeto a sí misma, me encantan; cuando pone una barrera entre ella y el mundo, halaga en mí todas las vanidades, que son la mitad del amor. Envidiada por todos, mi felicidad me parece más sabrosa. No haciendo nada de lo que hacen las demás mujeres, no andando, no viviendo como ellas, envolviéndose en un manto que las otras no pueden tener, respirando perfumes propios, mi amada me parece mucho más mía. Cuanto más se aleja de la tierra, hasta en lo que el amor tiene de terrenal, más se embellece a mis ojos.

»Afortunadamente para mí, hace veinte años que no hay reina en Francia; si no, ¡la hubiera amado! Para tener el porte de una princesa, una mujer ha de ser rica. Ante mis novelescas fantasías, ¿qué era Paulina? ¿Podía procurarme esas noches que cuestan la vida, un amor que mata y pone en juego todas las facultades humanas? No es frecuente morir por pobres muchachas que se entregan.

»No he podido desechar jamás esos sentimientos y esos ensueños de poeta. Había nacido para el amor imposible, y el azar ha querido colmar con exceso mis deseos. ¡Cuántas veces he calzado de raso los piececillos de Paulina, aprisionado su talle, esbelto como un álamo, en un vestido de gasa y echado sobre su seno un vaporoso tul, haciéndola hollar las alfombras de su palacio y conduciéndola a un elegante carruaje! Así, la hubiese adorado. La atribuía un orgullo de que carecía, la despojaba de todas sus virtudes, de sus gracias candorosas, de su delicioso carácter, de su sonrisa ingenua, para sumergirla en la Estigia de nuestros vicios y blindar su corazón, para contagiarla nuestras faltas, para convertirla en caprichosa muñeca de nuestros salones, en un alfeñique que se acuesta al amanecer y revive por la noche, a la aurora de las bujías. Paulina era todo sentimiento, todo lozanía; yo la quería marchita y fría.

»En los últimos días de mi locura, el recuerdo me ha mostrado a Paulina como nos pinta las escenas de nuestra infancia. Más de una vez me ha invadido el enternecimiento, pensando en momentos deliciosos; ya se me representaba la hechicera chiquilla sentada junto a mi mesa, cosiendo apaciblemente, silenciosa, recogida y débilmente iluminada por la luz que, descendiendo de mi ventanuca, producía ligeros visos argentados en su hermosa cabellera negra; ya ola su risa juvenil o el sonoro timbre de su voz, entonando las graciosas cantinelas que con tanta facilidad componía.

»A menudo, la muchacha se exaltaba, al interpretar un trozo musical, y en tales momentos su rostro adquiría un asombroso parecido con la noble cabeza con que Carlos Dolci ha querido representar a Italia. Mi cruel memoria me reproducía la fisonomía de la chicuela, a través de los excesos de mi existencia, como un remordimiento, como una imagen de la virtud.

»Pero dejemos a la pobre muchacha abandonada a su suerte. Por desgraciada que sea, me cabrá el consuelo de haberla puesto al abrigo de una espantosa tormenta, evitando arrastrarla a mi infierno. Hasta el pasado invierno, mi vida fue la tranquila y estudiosa de que he procurado darte sucinta idea. En los primeros días de diciembre de 1829, encontré a Rastignac, quien, a pesar de lo miserable de mi indumentaria, se colgó de mi brazo y trató de inquirir mi situación, con interés verdaderamente fraternal. Subyugado por su proceder, le referí brevemente mi vida y mis esperanzas. El se echó a reír, tildándose a la vez de hombre de genio y de majadero. Su acento gascón, su experiencia mundana, la posición que se había labrado con su habilidad especial, influyeron en mí de una manera irresistible. Rastignac me supuso muerto en el hospital, ignorado como un necio, escoltó mi cadáver, dándole sepultura en la fosa común. Me habló de charlatanismo. Con la amenidad de sus ocurrencias, que le hace tan simpático, me mostró a todos los hombres de genio como charlatanes. Me declaró que me faltaba un sentido, que estaba condenado a muerte si permanecía aislado en la calle de Cordeleros. A su juicio, debía frecuentar la sociedad, habituar a las gentes a que pronunciaran mi nombre, despojarme del humilde «señor», tan impropio, en vida, de los grandes hombres.

»—Los imbéciles —agregó— llaman a esto «intrigar»; los moralistas lo proscriben, calificándolo de «vida disipada»; pero prescindamos de los hombres y examinemos los resultados. Tú trabajas, ¿no es eso? ¡Pues jamás harás nada! Yo, que sirvo para todo y no aprovecho para nada, que soy perezoso como un cangrejo, llegaré a donde quiera. Me prodigo, atropello a todos y me abro hueco; me alabo y se me cree; contraigo deudas y me las pagan.

»La disipación, amigo mío, es un sistema político. La vida de un hombre dedicado a comerse su fortuna, suele convertirse con frecuencia en especulación; coloca sus capitales en amigos, en placeres, en protectores, en relaciones. El comerciante que arriesga un millón, no duerme, no bebe, no se divierte durante veinte años; empolla su dinero, lo hace trotar por toda Europa; se aburre, se da a todos los diablos habidos y por haber; y luego viene una liquidación, como yo lo he visto bastantes veces, que le deja sin caudal, sin nombre, sin amigos.

»En cambio, el disipador disfruta de la vida y de sus encantos. Si por casualidad pierde sus capitales, tiene la suerte de ser nombrado administrador de contribuciones, de hacer un buen matrimonio, de agregarse a un ministerio o a una embajada. Conserva los amigos y la reputación, y no le falta nunca dinero. Conocedor de los resortes del mundo, los maneja en provecho propio. ¡O yo estoy loco, o éste es el procedimiento lógico! ¿No es ésta la moraleja de la comedia que se representa diariamente en el mundo?

»Has terminado tu obra —repuso, después de una breve pausa—, tienes un talento inmenso. ¡Pues bien! ¡Llegas a mi punto de partida! Ahora, es preciso que te labres tu éxito por ti mismo: es más seguro. Debes concurrir a las tertulias, dándote a conocer y conquistando propagandistas de tu fama. Yo quiero ir a medias en tu gloria: seré el joyero que haya engarzado los brillantes de tu corona. Para comenzar, ven a buscarme mañana por la noche. Te presentaré en una casa a la que va todo París, nuestro París, el de los elegantes, de los millonarios, de las notabilidades, de los hombres, en fin, que tienen boca de oro como Crisóstomo. Cuando esas gentes patrocinan un libro, el libro se pone de moda; y si en realidad es bueno, han dado una patente de genio, sin saberlo. Si te ingenias, chico, tú mismo harás la fortuna de tu teoría, comprendiendo mejor la teoría de la fortuna. Mañana por la noche conocerás a la hermosa condesa Fedora, la mujer de moda.

»—No he oído hablar de ella.

»—¡Pues eres un cafre! —contestó Rastignac, riendo—. ¡No conocer a Fedora! Una mujer casadera, que tiene cerca de ochenta mil libras de renta; desdeñosa con todos o desdeñada por ellos; una especie de enigma femenino; una parisina medio rusa o una rusa medio parisina, una mujer en cuya casa se editan todas las producciones románticas que no ven la luz pública; la mujer más hermosa y más gentil de París. ¡Chico, ni siquiera mereces el calificativo de cafre; eres una especie intermedia entre el cafre y el animal!

»Y, haciendo una pirueta, desapareció sin aguardar mi respuesta, no pudiendo admitir que un hombre razonable rehusara ser presentado a Fedora.

»¿Cómo explicar la fascinación de un hombre? El de Fedora me persiguió como un mal pensamiento, con el cual se trata de transigir. Una voz interior me decía «¡Irás a casa de Fedora!». Y por más que intentaba rebelarme contra la voz y replicar que mentía, destruía mis razonamientos con sólo el nombre: Fedora. ¿Serían el nombre de aquella mujer y la mujer misma, el símbolo de todas mis aspiraciones y la finalidad de mi vida? El nombre evocaba las poesías artificiales del mundo, hacía brillar las fiestas del París elevado y los oropeles de la vanidad. La mujer se me aparecía con todos los problemas pasionales que me habían enloquecido. Quizá no fueran la mujer ni su nombre, sino todos mis vicios, los, que se erguían en mi alma para tentarme de nuevo. Pero la condesa Fedora, rica y sin amante, resistiendo a las seducciones parisinas, ¿no era la encarnación de mis esperanzas, de mis visiones? Me creé una mujer, la bosquejé en mi mente, la soñé…

»Aquella noche no dormí; me imaginé ser su amante, vi desfilar ante mí, en pocas horas, una vida entera, vida de amor, saboreando sus fecundas, sus ardientes delicias. Al otro día, incapaz de soportar el suplicio de aguardar pacientemente hasta la noche, me fui a una biblioteca y pasé la jornada leyendo, colocándome así en la imposibilidad de pensar ni de medir el tiempo. Durante mi lectura, el nombre de Fedora resonaba dentro de mí como un eco lejano, que no molesta, pero que se percibe. Afortunadamente, aun conservaba un frac negro y un chaleco blanco, bastante pasaderos. Además, me restaban de toda mi fortuna unos treinta francos, distribuidos entre los bolsillos de mis ropas y los cajones, para levantar entre las monedas y mis caprichos la barrera espinosa de una rebusca y los azares de una circunnavegación por mi cuarto.

»Terminado mi atavío, perseguí mi tesoro, a través de un océano de papel. Mi escasez de numerario te dará idea del sacrificio que hube de imponerme para comprar un par de guantes y alquilar un simón: se comieron el pan de todo un mes. ¡Ah! Nunca nos falta dinero para nuestros caprichos: sólo regateamos el precio de las cosas útiles o necesarias. Tiramos el oro indiferentemente con una bailarina, y escatimamos una moneda en el salario de un obrero, cuya famélica familia espera el jornal para pagar sus atrasos. ¡Cuántos lucen un frac flamante y un diamante en el puño del bastón, y comen un cubierto de un franco veinticinco céntimos! Nunca nos parecen bastante caros los placeres de la vanidad.

»Rastignac, puntual a la cita, se sonrió de mi metamorfosis y bromeó respecto a ella; pero en el camino de casa de la condesa, me dio caritativos consejos acerca del modo de conducirme con ella. Me la pintó avara, vana y desconfiada, pero avara con fausto, vana con sencillez y desconfiada con buena fe.

»—Ya sabes mis compromisos —me dijo—, y lo mucho que perdería cambiando de amor. He estudiado, por tanto, a Fedora desinteresadamente, a sangre fría, y mis observaciones deben ser justas. Al ocurrírseme presentarte a ella, he pensado en tu fortuna: así, pues, ten cuenta con tus palabras, porque posee una memoria privilegiada y una sagacidad capaz de desesperar a un diplomático: hasta adivinaría el momento en que hablara ingenuamente. Aquí, entre nosotros, creo que su casamiento no ha sido autorizado por el emperador, porque el embajador ruso se echó a reír, cuando le hablé del asunto, no la recibe en su casa y la saluda muy ligeramente cuando la encuentra en el Bosque. Sin embargo, es tertuliana de la señora de Sérizy, y asiste a las veladas de las de Nucingen y de Restand. En Francia goza de buena reputación, y la duquesa de Carigliano, la mariscala de más «campanillas» de toda la camarilla bonapartista, suele veranear con ella en sus propiedades. Muchos jóvenes presumidos y encopetados, el hijo de un par de Francia, le han ofrecido un apellido a cambio de su fortuna; pero ella les ha desahuciado a todos, cortésmente. Es posible que su sensibilidad no se desarrolle hasta el título de conde. ¿No eres marqués? ¡Pues ánimo con ella, si te gusta! ¡Esto se llama dar instrucciones!

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