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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

La piel de zapa (25 page)

—¡Ay! ¡Rafaelito, yo quiero un aderezo de perlas! —instó Eufrasia.

—Si es agradecido —manifestó Aquilina—, me regalará un par de carruajes con sus correspondientes troncos, ¡y que corran mucho!

—¡Pida usted para mí cien mil libras de renta!

—A mí me basta con unos vestidos de seda.

—¡Pague usted mis deudas!

—¡Envía un torozón a mi tío, que se conserva como una momia!

—¡Rafael! ¡Con diez mil libras de renta, estamos salvados!

—¡Vaya un modo de pedir! —exclamó el notario.

—¡Bien podía curarme la gota! —imploró un dolorido.

—¡O hacer bajar los títulos de la Deuda! —requirió el banquero.

Todas estas frases estallaron como el haz de cohetes que pone término a un castillo de fuegos de artificio. Los vehementes deseos, quizá tenían más de serio que de jocoso.

—Amigo mío —dijo Emilio—, yo me conformo con doscientas mil libras de renta. ¡No me niegues ese favor!

—Pero, Emilio ¿no sabes lo que cuesta? —replicó Rafael.

—¡Bonita excusa! —exclamó el poeta—. ¿No merecen un sacrificio los amigos?

—¡Casi me dan tentaciones de desearos la muerte a todos! —contestó Valentín, envolviendo a los comensales en una furibunda mirada.

—Los moribundos son crueles hasta la barbarie —declaró Emilio riendo—. ¡Ya eres rico! —añadió formalizándose—. ¡Pues bien! Antes de dos meses, estarás convertido en el más repugnante de los egoístas. Ya eres un estúpido, que no sabes llevar una broma. ¡No te falta más que creer en tu piel de zapa!

Rafael, temeroso de la irrisión de los concurrentes, guardó silencio, bebió sin tino y se embriagó, para olvidar momentáneamente su funesto poder.

III
La agonía

En uno de los primeros días del mes de diciembre, un anciano septuagenario, arrostrando la lluvia, iba por la calle de Varennes, levantando la cabeza a la puerta de cada casa, en busca del domicilio del marqués Rafael de Valentín, con la candidez de un niño y el aire absorto de los filósofos. En aquella cara, encuadrada por largos y desgreñados cabellos grises y reseca como un viejo pergamino que se retuerce en el fuego, se reflejaba la huella de un profundo pesar, en pugna con un carácter despótico. Si un pintor hubiera tropezado con el singular personaje, vestido de negro, flaco y huesoso, de seguro le habría transcrito a su álbum, al llegar al taller, poniendo al pie del retrato la siguiente inscripción: «Poeta clásico, en busca de un consonante». Después de cerciorarse del número que se le había indicado, aquella palingenesia viviente de Rollin llamó suavemente a la puerta de una soberbia mansión.

—¿Está don Rafael? —preguntó el buen hombre a un suizo galoneado.

—El señor marqués no recibe a nadie —contestó el servidor, engullendo una enorme sopa de pan, extraída de un hondo tazón de café.

—Veo ahí su carruaje —observó el anciano desconocido, señalando a un magnífico tren estacionado bajo la marquesina, que figuraba un pabellón de lona listada y que guarecía los peldaños de la escalinata exterior—. Como sin duda se disponía a salir, esperaré.

—¡Ay, buen anciano! ¡Sería muy fácil que hubiera usted de esperar hasta mañana! —replicó el suizo—. Constantemente, hay un carruaje enganchado para el señor. Pero ruego a usted que salga, porque perdería una renta vitalicia de seiscientos francos, si permitiera entrar una vez siquiera, sin previa orden, a cualquier persona extraña a la casa.

En aquel momento, salió del vestíbulo un hombre de elevada estatura y de avanzada edad, cuyo uniforme se asemejaba al de un ujier ministerial, y descendió precipitadamente algunos escalones, examinando al asombrado pretendiente.

—En último término, ahí tiene usted al señor Jonatás —agregó el portero—. Hable con él.

Los dos ancianos, atraídos por mutua simpatía o curiosidad, fueron a reunirse en el centro del espacioso patio de honor, en una especie de plazoleta, entre cuyas losas crecía la hierba. Un silencio pavoroso reinaba en toda la casa. Al ver a Jonatás, asaltaba el deseo de penetrar el misterio que se cernía sobre su semblante, y del que parecían saturados todos los ámbitos de la tétrica morada.

El primer cuidado de Rafael, al entrar en posesión de la cuantiosa herencia de su tío, fue averiguar el paradero del antiguo y fiel servidor, con cuyo afecto podía contar. Jonatás lloró de alegría al verse nuevamente cerca de su joven amo, de quien ya creyó hacerse despedido para la eternidad; pero nada igualó a la dicha de que el marqués le promoviera al elevado cargo de mayordomo. El anciano Jonatás vino a ser un poder intermedio colocado entre Rafael y el resto del mundo. Ordenador supremo de la fortuna de su amo, ejecutor ciego de un pensamiento desconocido, era como un sexto sentido, a través del cual llegaban a Rafael las emociones de la vida.

—Señor mío —dijo el anciano desconocido a Jonatás—, desearía hablar con don Rafael.

—¡Hablar con el señor marqués! —exclamó el mayordomo—. ¡Apenas me dirige la palabra a mí, al marido de su nodriza!…

—¡Ah! —interrumpió el anciano peticionario—, tenemos cierto punto de contacto. Si su esposa le crió, yo también hice que le amamantaran las Musas en su seno. ¡Es mi hechura, mi discípulo predilecto, «
carus alumnus
»! Yo he formado su cerebro, he cultivado su inteligencia, desarrollado su genio, ¡me atrevo a proclamarlo muy alto, en mi honor y en mi gloria! ¿No es, por ventura, uno de los hombres más notables de nuestra época? Pues bien; yo he dirigido su educación durante varios años; le expliqué dos cursos de latinidad y le enseñé la Retórica. Soy su maestro.

—Así, ¿es usted el señor Porriquet?

—Servidor de usted. Pero, ¿es que…?

—¡Chist! —siseó Jonatás a dos marmitones, cuyas voces rompían el silencio claustral en que la casa estaba sepultada.

—¿Es que está enfermo el señor marqués? —acabó de preguntar el profesor.

—Dios sólo sabe lo que tiene mi amo —contestó Jonatás—. Con seguridad, no existen en París dos casas como la nuestra… ésta es la única. El señor marqués adquirió este palacio, que perteneció antes a un duque y par, y gastó trescientos mil francos en amueblarlo. Como ve usted, es una suma de alguna consideración, pero aquí, cada detalle es un prodigio. ¡Vaya!, dije para mí, al observar tal magnificencia, lo mismo que en casa de su difunto abuelo: el joven marqués va a recibir en corte. ¡Sí, sí! ¡Todo lo contrario! El señor no quiere ver a nadie. Hace una vida rarísima, ¿me entiende usted, señor Porriquet? una vida; invariable. Se levanta diariamente a la misma hora, y únicamente yo, yo solo, puedo entrar en sus habitaciones. Abro a las siete, lo mismo en verano que en invierno; ya es cosa convenida. Al entrar, le digo: «Señor marqués, ya es hora de levantarse». Se levanta y se viste. Yo le preparo su bata, que es siempre de la misma forma y de igual tela. Yo me encargo de reemplazarla, cuando se va desluciendo, tan sólo para evitarle la molestia de pedir una nueva. ¡Ya ve usted qué capricho!

»Pero es natural, el muchacho tiene mil francos diarios a su disposición y hace lo que le parece. Además, es tanto el cariño que le profeso, que si me diera una bofetada en la mejilla derecha, pondría la izquierda. Aunque me mandara cosas imposibles, las haría, ¿me entiende usted? Por supuesto, son tantas las menudencias que tengo a mi cargo, que nunca me falta ocupación. Lee los periódicos, por ejemplo: pues he de colocarlos todos los días en la misma mesa y en el mismo sitio. Todos los días también, a la misma hora, he de afeitarle, ¡y no hay cuidado de que me tiemble el pulso! El cocinero perdería mil escudos de pensión, que le tiene legada el señor marqués en su testamento, si el almuerzo no estuviera servido invariablemente a las diez de la mañana y la comida a las cinco en punto de la tarde. La minuta está confeccionada para todo el año, día por día.

»El señor marqués no necesita formular la menor indicación: se le sirven las primicias de todos los frutos del mar y de la tierra. La lista está extendida, y desde la mañana, sabe de memoria lo que ha de comer por la tarde. Para sentarse a la mesa, se viste a la misma hora, con idénticas prendas exteriores e interiores, previamente depositadas por mí ¡fíjese usted! en el mismo sillón.

»Yo he de cuidarme de que tenga siempre la misma ropa; que se va estropeando una levita, supongamos; pues la substituyo por otra, sin decirle una palabra. Si el tiempo es bueno, entro y le digo: «Señor marqués, podría usted salir un rato»; y atiende o no atiende mi observación. Si se le ocurre dar un paseo, no necesita ordenar que enganchen, porque siempre tiene dispuesto un carruaje a la puerta. El cochero permanece invariablemente látigo en mano, como lo ha visto usted. Por la noche, después de comer, el señor va un día a la Opera, otros a los Italia… ¡no! todavía no ha ido a los italianos, porque hasta ayer no he podido proporcionarme un palco. Luego, se retira a las once en punto y se acuesta. Las restantes horas del día, las invierte leyendo; no hace más que leer. ¡Vea usted! Una manía como cualquiera otra. Tengo la orden de darle cuenta de las variaciones introducidas en los catálogos de las librerías para comprar las obras nuevas en el momento en que se ponen a la venta. Tengo la consigna de entrar de hora en hora en sus habitaciones, para alimentar la chimenea, para dar un vistazo a todo, para procurar que no le falte nada. Me ha entregado un librito de notas, para que me lo aprenda de memoria, en el que aparecen consignadas todas mis obligaciones; un verdadero catecismo. En verano, debo mantener una temperatura constantemente fresca y uniforme, por medio de hielo, y en todo tiempo, inundar la casa de flores y renovarlas. ¡Qué diantre! Es rico; tiene mil francos diarios y puede satisfacer sus caprichos.

»¡Bastante tiempo ha carecido de lo necesario, el pobre chico! No molesta a nadie, es bueno como el pan bendito y no se queja de nada; ¡eso sí! lo único que exige, es el más absoluto silencio en la casa y en el jardín. En fin, mi amo no tiene que formular el más mínimo deseo; todo marcha como sobre ruedas y todos andan más derechos que una vela. Y así ha de ser; si no se sujeta a los criados, no hay orden ni concierto. Yo le digo lo que debe hacer, y me atiende. No puede usted imaginarse el extremo a que ha llevado las cosas. Sus habitaciones están en… ¿cómo se dice?… ¡ah! en crujía. Pues bien; abre, por ejemplo, la puerta de su dormitorio o la de su despacho, y ¡crac! todas las puertas se abren automáticamente, por medio de un mecanismo. De este modo, puede recorrer la casa, de un extremo a otro, sin encontrar una sola puerta cerrada. Es un procedimiento de lo más cómodo y agradable, pero que ha costado un dineral. Por último, señor Porriquet, me tiene advertido: «Cuidarás de mi, Jonatás, como de un niño en mantillas». En mantillas si, señor. ¡Así como suena! Pensarás por mí, y proveerás a todas mis necesidades. Por tanto puede decirse que soy el amo, y él, casi, casi el criado. ¿El motivo? ¡Ah! Eso no lo sabe nadie más que Dios y él. ¡Es inverosímil!

—Estará componiendo algún poema —dijo el anciano profesor.

—Tal vez. ¿Un poema, dice usted? Ya es cosa que debe sujetar mucho. Sin embargo, no lo creo. Me repite con mucha frecuencia que quiere vivir como una planta, vegetando. Sin ir más lejos, ayer, mientras se vestía, me dijo contemplando un tulipán: «¡Esa es mi vida! ¡Vegeto, mi buen Jonatás!». Hay muchos que pretenden que es monomaníaco. ¡Es inverosímil!

—Todo eso me prueba —repuso el profesor con gravedad verdaderamente magistral, que imprimió profundo respeto al antiguo servidor— que su señor se ocupa en algo grande. Está sumido en hondas meditaciones, y no quiere que le distraigan las preocupaciones de la vida vulgar. Cuando un hombre de genio está entregado de lleno a sus tareas intelectuales, se olvida de todo. En cierta ocasión, el célebre Newton…

—¿Newton ha dicho usted? —interrumpió Jonatás—. No le conozco.

—Fue un gran geómetra —contestó Porriquet—. Pues, como iba diciendo, Newton se pasó veinticuatro horas seguidas apoyado de codos en una mesa, y cuando salió de su ensimismamiento, al día siguiente, creyó estar aún en la víspera como si hubiera dormido. ¡Ea! Voy a ver a mi querido discípulo, quizá pueda serle útil.

—¡Un momento! —exclamó Jonatás—. Aunque fuera usted el propio rey de Francia, ¡el antiguo, se entiende! no entraría, a menos que forzara las puertas y pasara sobre mi cuerpo. Pero corro a decirle que está usted aquí y a preguntarle, según costumbre: «¿Le permitiré subir?». El me contestará, como lo hace siempre, accediendo o negándose a ello, con un monosílabo «sí» o «no». Porque le advierto que las frases: «¿Desea usted?», «¿quiere usted?» y demás análogas, están desterradas de la conversación, en esta casa. Una vez se me escapó una, y el señor me apostrofó, montando en cólera: «¿Es que pretendes causarme la muerte?».

Jonatás dejó al antiguo profesor en el vestíbulo, haciéndole señas de que no avanzara; pero volvió en breve con una respuesta favorable, y condujo al benemérito anciano a través de suntuosas habitaciones, cuyas puertas estaban abiertas de par en par. Porriquet vio desde lejos a su discípulo, junto a una chimenea.

Envuelto en una bata a grandes cuadros. La postración de su cuerpo denotaba la extrema melancolía que parecía invadirle, y que se reflejaba en su frente, en su rostro, pálido como una flor marchita.

Destacábase de su persona una especie de gracia afeminada y esas extravagancias propias de los enfermos ricos. Sus manos, semejantes a las de una mujer bonita, eran de una blancura suave y delicada. Sus ya escasos cabellos blondos, se ensortijaban alrededor de las sienes, con rebuscada coquetería. Un gorro griego, de cuyo centro pendía un borlón, demasiado pesado para la ligereza de la tela de aquél, caía inclinado a uno de los lados de la cabeza. A sus pies, se veía un cuchillo de malaquita con adornos de oro, del que se había servido para cortar las hojas de un libro. Sobre sus rodillas, descansaba la boquilla de ámbar de una magnífica «
huka
» india, cuyos frescos perfumes se olvidaba de aspirar.

Pero la debilidad general de su cuerpo contrastaba con la viveza de sus ojos azules, en los que parecía haberse concentrado toda la vida, y en los que brillaba un sentimiento extraordinario, que sorprendía a primera vista.

Aquella mirada era irresistible: unos podían leer en ella la desesperación; otros adivinar un combate interior, tan terrible como un remordimiento. Era la ojeada profunda del impotente, que relega sus deseos al fondo del corazón, o la del avaro, que, gozando mentalmente de todos los placeres que su dinero podría proporcionarle se abstiene de ellos para no mermar su tesoro. Era la mirada de Prometeo encadenado, de Napoleón caído, que al saber en el Elíseo, en 1815, la falta estratégica cometida por sus enemigos solicita el mando por veinticuatro horas, sin obtenerlo. Verdadera mirada de conquistador y de réprobo, y mejor aún, la mirada que meses antes lanzó Rafael al Sena, o a su última moneda arriesgada en el juego. Sometía su voluntad, su inteligencia, al tosco criterio de un viejo lugareño, apenas civilizado por cincuenta años de domesticidad.

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