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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

La piel de zapa (33 page)

La voz de Maugredie llegó a oídos de Rafael en aquel momento.

—El enfermo es monomaníaco —dijo—. En este punto estamos de acuerdo; pero posee doscientas mil libras de renta, estos monomaníacos son escasísimos, y cuando menos, les debemos un dictamen. En cuanto a saber si su epigastrio ha influido en el cerebro, o su cerebro en el epigastrio, quizá tengamos ocasión de comprobarlo, después de muerto. Resumamos, pues. Su enfermedad es un hecho incontestable, como lo es la consecuencia de que requiere un tratamiento cualquiera. ¡Dejémonos de doctrinas! Apliquémosle sanguijuelas para calmar la irritación intestinal y la neurosis, acerca de cuya existencia estamos conformes, y luego, enviémosle a un balneario. De este modo, emplearemos los dos sistemas. Si es tuberculoso, nos será difícil salvarle, así que…

Rafael se alejó presurosamente del corredor y volvió de nuevo a su sillón. Al poco rato, los cuatro médicos salieron del despacho. Horacio tomó la palabra, diciendo al marqués:

—Mis distinguidos compañeros han reconocido unánimemente la necesidad de una inmediata aplicación de sanguijuelas al estómago, y la urgencia de un tratamiento físico y moral a la vez. Ante todo, un régimen dietético, a fin de calmar la irritación de su organismo.

Brisset hizo un signo de aprobación.

—Después, un régimen higiénico, para regularizar la parte moral. Por tanto, aconsejamos a usted, también por unanimidad, que vaya a las aguas de Aix, en Saboya, o a las de Mont Dore, en Auvernia, sí las prefiere. El aire y el panorama de Saboya son más agradables que los del Cantal; pero esto queda a su elección.

El doctor Caméristus dio muestras de asentimiento con otro gesto.

—Como estos señores —prosiguió Bianchon— han observado ligeras alteraciones en el aparato respiratorio, han coincidido respecto a la utilidad de mis prescripciones anteriores. Opinan que su curación es fácil, y dependerá del empleo, prudentemente alternado, de estos medios… y…

—¡Comprendo que tu hija no recobre el habla! —dijo Rafael, sonriendo y llevándose a su despacho a Horacio, para abonarle el importe de la inútil consulta.

—Son lógicos —le contestó el joven médico—. Caméristus siente, Brisset examina, Maugredie duda. ¿Acaso no tiene el hombre alma, cuerpo y raciocinio? Una de estas tres causas primordiales actúa en nosotros con mayor o menor energía, ejerciendo su constante influjo en la ciencia humana. Créeme, Rafael: nosotros no curamos, ayudamos a curar. Entre la medicina de Brisset y la de Caméristus, continúa existiendo la medicina expectante; pero, para practicarla con éxito, sería preciso conocer al enfermo desde diez años antes. En el fondo de la medicina, como en todas las ciencias, hay negación. Procura, pues, vivir cuerdamente y trata de emprender un viaje a Saboya: lo mejor es y será siempre confiarse a la naturaleza.

Un mes después, a la vuelta del paseo y en una hermosa tarde de verano, se hallaban congregados, en los salones del casino, varios de los concurrentes al balneario de Aix.

Sentado junto a una ventana y vuelto de espalda a los reunidos, Rafael permaneció sólo durante largo rato, sumido en uno de esos maquinales desvaríos, en cuyo curso nacen, se encadenan y se desvanecen nuestras ideas; sin revestir formas, pasando por nosotros como ligeras nubes, apenas coloreadas.

En esos instantes, la tristeza es suave, la alegría vaporosa y el alma está casi adormecida. Dejándose llevar de esa vida sensual, Valentín se bañaba en la tibia atmósfera del crepúsculo, saboreando el aire puro y perfumado de las montañas, satisfecho de no sentir ningún dolor y de haber logrado reducir al silencio a su amenazadora piel de zapa. En el momento en que las rojas tintas del ocaso se extinguieron en las cimas, la temperatura refrescó y Rafael abandonó su puesto, cerrando la ventana.

—¡Caballero! —le increpó una dama de avanzada edad—. ¿Tendría usted la bondad de no cerrar la vidriera? ¡Nos estamos asfixiando!

Esta frase desgarró el tímpano de Rafael, con disonancias de singular acritud: fue como la expresión que deja escapar imprudentemente un hombre, en cuya amistad quisiéramos creer, y que destruye alguna grata ilusión sentimental, descubriendo una sima de egoísmo. El marqués lanzó a la vetusta dama la mirada glacial de un diplomático impasible, llamó a un criado, y le ordenó secamente, al presentarse.

—¡Abra usted la ventana!

El hecho produjo sorpresa insólita, que se reflejó en las fisonomías de los circunstantes. Todos se pusieron a cuchichear, mirando al enfermo más o menos airadamente, como si hubiera cometido una grave impertinencia. Rafael, que no había desechado por completo su prístina timidez de adolescente, estuvo a punto de avergonzarse; pero sacudió su cortedad, recobró su energía y se pidió cuenta a sí mismo de la extraña escena.

Una rápida conmoción animó su cerebro. El pasado se le apareció en una visión distinta, en la que resaltaron las causas del sentimiento que inspiraba, como se destacan las venas de un cadáver, en las que se inyecta una substancia colorante, en la conveniente proporción. Se reconoció a sí mismo en aquel cuadro fugitivo; siguió en él su existencia, día por día, pensamiento por pensamiento viose, no sin sorpresa, sombrío y distraído en el seno de aquella sociedad jovial, pensando desdeñar la más insignificante, conversación, esquivando esas intimidades efímeras que se establecen rápidamente entre los bañistas, sin duda porque cuentan con no volverse a encontrar; sin cuidarse de los demás, y semejante, en fin, a esas rocas tan insensibles a las caricias como al furor de las olas.

Después, por un raro privilegio de intuición, leyó en todas las almas. Al distinguir, a la luz de un candelabro el cráneo amarillento, el perfil sardónico de un viejo, recordó haberle ganado su dinero, sin proponerle el desquite; más allá, vio a una linda mujer, cuyas insinuaciones y zalamerías acogiera con frialdad. Cada fisonomía le reprochaba un agravio inexplicable en apariencia; pero cuyo resquemor subsiste, por constituir una ofensa al amor propio. Involuntariamente, había lastimado todas las pequeñas vanidades que gravitaban en su derredor. Los invitados a sus fiestas o aquellos a quienes ofreciera sus caballos, estaban resentidos de su boato; sorprendido de su ingratitud, les evitó aquella especie de humillación, y entonces, creyéndose despreciados, le acusaron de altanería.

Sondeando así los corazones, logró descifrar los más recónditos pensamientos, y se horrorizó de la sociedad, de sus formulismos y de sus ficciones. Rico y superior en talento, era envidiado o aborrecido: su silencio frustraba la curiosidad, y su modestia era tomada por orgullo por aquellas gentes mezquinas y superficiales. Adivinó la falta latente, irremisible, de que se había hecho culpable para con ellas; rebasaba los limites de la jurisdicción de su mediocridad. Rebelde a su inquisitorial despotismo, acertó a prescindir de su trato; y para vengarse de aquella realeza clandestina, todos se coligaron instintivamente, para hacerle sentir su poder, someterle a una imitación de ostracismo y enseñarle que también ellos podían pasar sin él. Compadecido al principio de aquel aspecto social, no tardó en estremecerse, al pensar en el dócil poder que le descorría el velo carnoso bajo el que se hallaba sepultada la naturaleza moral, y cerró los ojos, como no queriendo ver nada más.

De pronto, se tendió un espeso y sombrío cortinón ante aquella siniestra fantasmagoría palpable, y se encontró en el horrible aislamiento, reservado a las potestades y dominaciones. En aquel momento, le acometió un violento acceso de tos. Lejos de recoger una sola de esas frases indiferentes en apariencia, pero que simulan por lo menos una especie de cortés compasión, entre personas bien educadas reunidas por casualidad, llegó a sus oídos una serie de interjecciones hostiles y de quejas murmuradas en voz queda.

La sociedad, ni siquiera se dignaba ya recatarse en su presencia, por considerar, sin duda, que había sido adivinada por él.

—¡Esa enfermedad es contagiosa!

—¡Bien podía prohibirle la entrada en el salón, el presidente del Casino!

—¡Es una grosería toser así, delante de todo el mundo!

—¡Un hombre tan enfermo no debe concurrir a los balnearios!

—¡Acabaré por marcharme de aquí!

Rafael se levantó para substraerse a la maldición general, y dio unas vueltas por la sala. Buscando protección, se acercó a una joven aislada, con la idea de dedicarle algunas finezas; pero ella, al percatarse de su propósito, le volvió la espalda. Fingiendo mirar a los que bailaban. Rafael temió haber de apelar a su talismán, durante la velada, falto de voluntad y de animo para entablar conversación, abandonó la sala de fiestas y se refugió en la de billar, donde no fue acogido con mayor afecto. Nadie le saludó, nadie le dirigió la palabra, ni siquiera una mirada de benevolencia. Su espíritu, naturalmente meditabundo, le reveló, por una susceptibilidad intuitiva, la causa general y racional de la aversión que inspiraba. Aquel reducido núcleo social obedecía, sin saberlo quizás, a la ley suprema que rige al gran mundo, cuya ética implacable se desarrolló por completo a los ojos de Rafael. Una ojeada retrospectiva le presentó a Fedora como el tipo acabado de la sociedad. Tan poca simpatía encontraría en ésta para sus padecimientos, como en aquélla para las miserias de su corazón.

El mundo alegre destierra de su seno a los desdichados, como un hombre de salud vigorosa expulsa de su cuerpo un principio morbífico. El mundo abomina de los dolores y de los infortunios, los teme como a la peste, y no titubea entre ellos y los vicios.

El vicio es un lujo. Por majestuosa que sea una desgracia, la sociedad sabe empequeñecerla, ridiculizarla con un epigrama: traza caricaturas para lanzar a la cabeza de los reyes caídos las afrentas que supone haber recibido de ellos. Semejante a las jóvenes romanas del Circo, no perdona jamás al gladiador vencido; vive de oro y de burla. «¡Mueran los débiles!». Tal es el lema de esa especie de orden ecuestre instituida en todas las naciones del orbe, porque en todas partes existen ricos, y esa sentencia está escrita en el fondo de los corazones moldeados por la opulencia o nutridos por la aristocracia. ¿Se reúnen niños en un colegio? Pues esa imagen escorzada de la sociedad, pero imagen tanto más exacta en cuanto más ingenua y más franca, ofrecerá siempre pobres ilotas, seres destinados al sufrimiento y al dolor, colocados incesantemente entre el desprecio y la piedad. El Evangelio les promete el cielo. ¿Se desciende mas en la escala de los seres organizados? Si entre las aves encerradas en un corral, hay alguna enteca y enfermiza, las restantes la persiguen a picotazos, la despluman y la torturan.

Fiel a esta ley fundamental del egoísmo, el mundo prodiga sus rigores a las lacerías suficientemente osadas para perturbar sus fiestas, para acibarar sus placeres. Quienquiera que padezca física o moralmente, que carezca de dinero o de poder, es un paria. Que permanezca en su desierto; si traspasa sus limites, sólo encontrará por todas partes crudezas invernales frialdad en las miradas, en los ademanes, en las palabras, en el corazón; y aun puede darse por satisfecho si no recolecta el insulto allí donde debería brotar para él un consuelo.

¡Moribundos! ¡Ancianos! ¡Quedaos solos en vuestros fríos hogares! ¡Doncellas sin dote! ¡Helaos y abrasaos en vuestros solitarios desvanes! Si la sociedad tolera una desventura, es tan sólo para acomodarla a su capricho, para explotarla, aherrojarla y enfrenarla, para utilizarla como un objeto de recreo.! Atrabiliarias señoritas de compañía! ¡Mantened la sonrisa en vuestros rostros; soportad el histerismo de vuestra pretendida bienhechora; pasead sus perros, rivales de sus falderos ingleses, distraedla, adivinad sus deseos y callad a todo! ¡Y tú, rey de los lacayos sin librea, desvergonzado parásito, deja tu personalidad en casa; digiere como digiera tu anfitrión, hazle coro en sus risas y en sus llantos, regocíjate con sus chistosas ocurrencias, y si quieres denigrarle, aguarda su caída! Así es como la sociedad honra la desgracia; la mata o la ahuyenta; la envilece o la expurga.

Todas estas reflexiones invadieron sordamente el corazón de Rafael, con la prontitud de una inspiración poética. Al mirar en torno suyo, sintió ese frío siniestro que la sociedad destila para alejar las miserias, y que impresiona al alma con más viveza de la que hiela los cuerpos el cierzo decembrino.

Cruzó los brazos sobre el pecho, apoyó la espalda en la pared y cayó en una profunda melancolía, pensando en la escasa dicha que la espantosa organización proporciona la mundo. ¿Qué significaba, en suma, todo aquello? Distracciones sin placer, alegrías sin expansión, fiestas sin regocijo, delirio sin voluptuosidad, leña y cenizas, en fin, en un hogar, sin un vestigio de llama. Al levantar la cabeza, se encontró solo. Habían huido los jugadores.

—¡Para hacerles adorar mi tos —murmuró—, me bastaría revelarles mi poder!

Y al formular su pensamiento, interpuso el manto del desprecio entre su personalidad y el mundo.

Al día siguiente le visitó el médico del balneario, mostrándose inquieto por su salud. Rafael no pudo contener un movimiento de alegría al oír las cariñosas frases de interés y de afecto. Encontró la fisonomía del doctor impregnada de dulzura y de bondad, le pareció que hasta los rizos de su cabellera respiraban filantropía, y que todo su ser denotaba un carácter apostólico, expresaba la caridad cristiana y la abnegación del hombre que, celoso por sus enfermos, se limitaba a jugar con ellos a los naipes, lo bastante bien para ganarles su dinero.

—Señor marqués —dijo, después de una extensa conferencia con Rafael—, tengo fundadas esperanzas de disipar su tristeza. Ahora, conozco suficientemente la constitución de usted, para afirmar que los médicos de París, cuyos preclaros talentos son indiscutibles, se han equivocado acerca de la naturaleza de su enfermedad. De no sobrevenir accidente, señor marqués, puede usted alcanzar más larga vida que Matusalén. Sus pulmones son tan fuertes como fuelles de fragua, y su estómago podría competir con el de un avestruz; pero, si vive usted en temperaturas elevadas, está expuesto a que le lleven muy pronto camino del cementerio.

»El señor marqués me comprenderá en dos palabras. La química ha demostrado que la respiración constituye en el hombre una verdadera combustión, cuya mayor o menor intensidad depende de la abundancia o escasez de principios flogísticos acumulados por el organismo especial a cada individuo. En el suyo, abunda el flogisto; está usted, si se me permite la expresión, superoxigenado, por efecto de su complexión ardiente, propia de los hombres predestinados a la vehemencia en sus pasiones. Al respirar el aire vivo y puro que acelera la vida en los individuos de fibra blanca, fomenta usted una combustión ya sobradamente activa. Así, pues, una de las condiciones de su existencia es la atmósfera densa de los establos, de los valles. Sí; el ambiente vital del hombre devorado por el genio, está en los fértiles prados de Alemania, en Baden-Baden, en Toepliz. Si no siente usted aversión a Inglaterra, sus horizontes brumosos calmarán su incandescencia; pero nuestros balnearios, situados a mil pies sobre el nivel del Mediterráneo, no pueden menos de serle funestos.

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