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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

La piel de zapa (4 page)

¿No os habéis lanzado nunca a la inmensidad del espacio y del tiempo, leyendo las obras geológicas de Cuvier? ¿No os habéis cernido, en alas de su genio, sobre el abismo sin límite del pasado, como sostenidos por la mano de un mago? Al descubrir de estrato en estrato, de capa en capa, bajo las canteras de Montmartre o en los esquistos del Ural, esos animales, cuyos restos fosilizados pertenecen a civilizaciones antediluvianas, se asusta el ánimo al considerar los millones de siglos, los millones de pueblos que la frágil memoria humana, que la indestructible tradición divina han olvidado, y cuyas cenizas, acumuladas en la superficie de nuestro globo, constituyen los dos palmos de tierra que nos suministran el pan y las flores.

¿No resulta Cuvier el poeta más grande de su siglo? Lord Byron ha reproducido, en palabras, algunas agitaciones morales; pero el inmortal naturalista ha reconstituido mundos con huesos calcinados; ha reedificado ciudades sobre dientes, cual nuevo Cadmo; ha repoblado millares de selvas de todos los misterios de la zoología, con unos cuantos fragmentos de hulla; ha encontrado poblaciones gigantescas en el casco de un mamut. Estas figuras se alzan, se agrandan y pueblan regiones proporcionadas a sus colosales tamaños. Es un poeta matemático; es sublime agregando un cero al siete. Despierta a la nada, sin pronunciar palabras artificialmente mágicas; escudriña en una partícula de yeso, descubre un vestigio y grita:

—¡Mirad!

Y a su evocación, los mármoles se animalizan, la muerte se vivifica, el mundo se despliega. Después de innumerables dinastías de seres gigantescos, después de razas de peces y de tribus de moluscos, llega por fin el género humano, producto degenerado de un tipo grandioso, quebrantado quizá por el Creador. Enardecidos por su mirada retrospectiva, esos hombres mezquinos, nacidos ayer, pueden franquear el caos; en tonar un himno sin fin y configurarse el pasado del Universo en una especie de Apocalipsis retrógrado. En presencia de esta maravillosa resurrección, debida a la voz de un solo hombre, la migaja cuyo usufructo nos está concedido en ese infinito sin nombre, común a todas las esferas, al que llamamos Tiempo, ese minuto de vida, nos inspira piedad. Nos preguntamos, agobiados bajo tanto universo en ruina, a qué conducen nuestras glorias, nuestros odios, nuestros amores, y si para convertirnos en un punto intangible para el porvenir vale la pena conservar la vida. Desarraigados del presente, permanecemos muertos hasta que el ayuda de cámara entra para decirnos:

—La señora condesa ha contestado que esperaba al señor.

Las maravillas cuya vista acababa de presentar al joven toda la creación conocida, causaron en su alma el abatimiento que produce en el filósofo la contemplación científica de las creaciones desconocidas. Anheló morir, más vivamente que nunca, y se desplomó sobre una silla curul, dejando errar sus miradas a través de las fantasmagorías de aquel panorama del pasado. Los cuadros se iluminaron, las cabezas de vírgenes le sonrieron y las estatuas parecieron animarse de una vida ficticia. A favor de la sombra, y removidas por el delirio febril que fermentaba en su perturbado cerebro, aquellos objetos se agitaron y se arremolinaron ante él. Cada figurón le lanzó su mueca: los párpados de los personajes representados en los lienzos se entornaron sobre las pupilas, para proporcionarles descanso. Cada una de aquellas formas, se estremeció, saltó, se separó de su sitio, gravemente, ligeramente, con finura o con brusquedad, según sus costumbres, su carácter y su contextura. Aquello fue un sábado misterioso, digno de las fantasías vislumbradas por el doctor Fausto en el Brocken.

Pero estos fenómenos de óptica, engendrados por la fatiga, por la tensión de las fuerzas oculares o por los caprichos del crepúsculo, no podían espantar al desconocido. Los terrores de la vida eran impotentes contra un alma familiarizada con los terrores de la muerte. Hasta favoreció con una especie de zumbona complicidad las extravagancias de aquel galvanismo moral, cuyos prodigios se acoplaban a las últimas ideas que le daban aún el sentimiento de la existencia. El silencio reinaba tan profundamente a su alrededor, que no tardó en caer en un apacible desvarío, cuyas impresiones, gradualmente sombrías, siguieron de matiz en matiz y como por magia las lentas degradaciones de la luz. Un vivo destello, destacado del horizonte, lo envolvió todo con un último reflejo rojizo luchando contra la noche. El joven levantó la cabeza, y vio un esqueleto, apenas iluminado, que movía dubitativamente su cráneo de izquierda a derecha, como diciéndole:

—¡Aun no te quieren los muertos!

Y al pasarse la mano por la frente, para ahuyentar el sueño, nuestro desconocido experimentó distintamente una sensación de viento fresco producida por un aleteo que le rozó las mejillas, haciéndole estremecer; y como a la vez retemblaran los vidrios con un sordo chasquido, pensó que la fría caricia, propia de los misterios de la tumba, procedía de algún murciélago. Durante un momento más, los vagos reflejos del ocaso del sol le permitieron apreciar indistintamente los fantasmas que le rodeaban; después, toda aquella naturaleza muerta quedó anulada en un mismo tinte sombrío. La noche, la hora de morir, había llegado súbitamente. A partir de aquel instante, transcurrió cierto lapso de tiempo, durante el cual no se dio clara cuenta de las cosas terrenas, ya por hallarse absorto en profunda meditación, ya por ceder a la somnolencia provocada por la fatiga y por la multitud de pensamientos que desgarraban su corazón.

De pronto creyó ser llamado por una voz terrible, y se estremeció, como cuando en medio de una tremenda pesadilla nos sentimos precipitados de golpe a las profundidades de un abismo. Una deslumbradora claridad le hizo cerrar los ojos. Acababa de surgir del seno de las tinieblas una esfera rojiza, cuyo centro estaba ocupado por un viejecillo que se mantenía en pie, enfocando hacia él la viva claridad de una lámpara. Había llegado sigilosamente, sin hablar, ni moverse. Su aparición tuvo algo de fantástico.

El hombre más intrépido, sorprendido así en su sueño, habría temblado indudablemente ante aquel personaje, que parecía salido de un sarcófago próximo. El fulgor juvenil que animaba las pupilas inmóviles de aquella especie de fantasma, impidió a nuestro desconocido sospechar la existencia de un fenómeno sobrenatural; sin embargo, en el rápido intervalo que separó su vida somnambúlica de su vida real, permaneció en la duda filosófica recomendada por Descartes, quedando sometido, a su pesar, a la influencia de esas inexplicables alucinaciones, cuyos misterios condena nuestra vanidad o trata en vano de analizar nuestra impotente ciencia.

Figuraos un vejete desmirriado y enteco, vestido con un ropón de terciopelo negro, sujeto a la cintura, por un recio cordón de seda, y cubierto con un casquete, también de terciopelo del mismo color, bajo el cual escapaban los largos mechones de sus cabellos blancos, ajustando rígidamente su frente. La túnica envolvía el cuerpo como un vasto sudario, sin permitir ver otra cosa que la cara enjuta y pálida.

A no ser por el brazo descarnado, semejante a un palo del cual se hubiera colgado una tela, y que el anciano levantaba para proyectar sobre el joven toda la claridad de la lámpara, aquel rostro habría parecido flotar en el espacio. Una barba gris, cortada en punta, daba al estrambótico personaje la apariencia de una de esas cabezas judaicas que sirven de modelo a los artistas para representar a Moisés. Los labios de aquel hombre eran tan descoloridos, tan delgados, que precisaba fijarse con gran atención para columbrar la línea trazada por la boca en el lívido rostro. Su ancha frente surcada de arrugas, sus mejillas hundidas, el rigor implacable de sus ojillos verdes, desprovistos de pestañas y de cejas, hubieran podido hacer creer al desconocido que se había desprendido de su marco el «Pescador de oro», de Gerardo Dow. Una sagacidad inquisitorial, revelada por las sinuosidades de las arrugas y por los pliegues circulares dibujados en sus sienes, denotaba un conocimiento profundo de las cosas de la vida.

Hubiera sido imposible engañar a aquel hombre, que parecía poseer el don de sorprender los pensamientos en el fondo de los corazones más discretos. Las costumbres y la ciencia de todas las nacionalidades se resumían en aquella fisonomía glacial, de igual manera que se acumulaban los productos del mundo entero en sus polvorientos almacenes. En aquella faz, se transparentaba la estoica tranquilidad de un dios que todo lo ve o la seguridad altiva del hombre que todo lo ha visto. Con dos expresiones diferentes y en un par de pinceladas, un pintor habría hecho de aquella cara una hermosa imagen del Padre Eterno o la máscara sarcástica de Mefistófeles, porque en ella corrían parejas la suprema inteligencia de la frente y la mueca burlona de la boca. Al pulverizar todas las penas humanas bajo un poder inmenso, aquel hombre debió matar las alegrías terrenas.

El moribundo joven se sobre, saltó, presintiendo que aquel viejo genio moraba en una esfera extraña al mundo, en la que vivía aislado, sin goces, porque ya no tenía ilusión; sin dolor, porque ya no conocía placeres. El anciano continuaba en pie, inmóvil, inconmovible, como una estrella nimbada de luz. Sus verdosos ojos, impregnados de cierta maliciosa calma, parecían alumbrar al mundo moral como su lámpara iluminaba el misterioso gabinete.

Tal fue el singular espectáculo que sorprendió el joven en el instante de abrir los ojos, después de haberse mecido en ideas de muerte y entre fantásticas visiones. Si permaneció como aturdido, si se dejó dominar momentáneamente por una candidez propia de un parvulillo, a quien se embauca con cuentos de hadas, hay que atribuir tal error al velo extendido sobre su vida y sobre su entendimiento por sus meditaciones, a la excitación de sus crispados nervios, al drama violento cuyas escenas acababan de prodigarle las horribles delicias contenidas en una píldora de opio. La visión tenía efecto en París, en el muelle Voltaire, en pleno siglo décimonono, tiempo y lugar en que la magia debía ser imposible. Vecino de la casa en que expiró el dios de la incredulidad francesa, discípulo de Gay-Lussac y de Arago, menospreciador de los cubileteos de los poderosos, el desconocido no obedecía, sin duda, sino a esas fascinaciones poéticas a las cuales nos prestamos frecuentemente, como para huir de desesperantes verdades, como para tentar el poder de Dios.

Tembló, pues, ante aquella luz y ante aquel viejo, agitado por el inexplicable presentimiento de algún extraño influjo, pero la emoción era semejante a la que todos experimentaríamos ante un Napoleón o en presencia de otro grande hombre brillante de genio y cubierto de gloria.

—¿Desea usted ver la imagen de Jesucristo pintada por Rafael? —le preguntó cortésmente el anciano, en voz cuya sonoridad clara y breve tenía algo de metálica.

Y depositó la lámpara sobre el fuste de una columna rota, de manera que la caja de caoba recibiese de lleno la luz.

A los sagrados nombres de Jesucristo y de Rafael, el joven no pudo reprimir un gesto de curiosidad, esperado sin duda por el mercader, que oprimió un resorte. El tablero de caoba se deslizó rápidamente por una ranura y cayó sin ruido, exponiendo el lienzo a la admiración del desconocido. Al contemplar la inmortal creación, éste olvidó las fantasías del almacén, los desvaríos de su sueño; recobró su ser y estado, reconoció en el anciano un hombre de carne y hueso, completamente vivo, nada fantástico, y tornó a la realidad. La tierna solicitud, la dulce serenidad del divino rostro produjeron en él inmediata influencia. Cierto perfume emanado de los cielos disipó las torturas infernales que le abrasaban la médula de los huesos. La cabeza del Salvador de los hombres se destacaba de las tinieblas del fondo. Una aureola luminosa fulguraba vivamente en torno de su cabellera; de su frente, de sus carnes, rebosaba la convicción, cual penetrante efluvio. Los carmíneos labios acababan de pronunciar la palabra de vida, y el espectador buscaba el sagrado eco en los aires, demandaba al silencio las sublimes parábolas, escuchaba la divina voz en el porvenir y la rememoraba en las enseñanzas del pasado. El Evangelio se reflejaba en la tranquila simplicidad de aquellos ojos adorables, refugio de las almas conturbadas. Toda la religión católica se leía en una dulcísima y magnífica sonrisa, que parecía expresar el precepto en que se resume «Amaos los unos a los otros».

Aquella pintura inspiraba una plegaria, recomendaba el perdón, ahogaba el egoísmo, despertaba todas las virtudes adormecidas. Participando del privilegio de los encantos de la música, la obra de Rafael infundía imperiosamente el atractivo de los recuerdos y su triunfo era completo se olvidaba al pintor. El efecto de la luz actuaba también sobre aquella maravilla; por momentos, parecía que la cabeza se movía en lontananza, en el seno de una nube.

—Este lienzo está enterrado en oro —dijo con frialdad el mercader.

—¡Vaya! ¡Es preciso disponerse a morir! —exclamó el joven, como saliendo de un sueño, cuyo último pensamiento le llevaba hacia su fatal destino, haciéndole desistir, por insensibles deducciones, de una postrera esperanza a la cual se había aferrado.

—¡Ah! ¡Razón tenía yo en desconfiar de ti! —replicó el viejo, asiendo las dos manos del joven y apretándole las muñecas como con unas tenazas.

El desconocido sonrió tristemente al advertir la equivocación, y dijo en tono suave:

—¡No tema usted nada, señor mío! Se trata de mi vida y no de la suya.

Y después de mirar al viejo, que continuaba receloso, agregó:

—¿Por qué no confesar una inocente superchería? Esperando la noche, para poder ahogarme sin escándalo, he entrado a contemplar sus tesoros ¿Quién no perdonaría este último gusto a un hombre de ciencia y poeta?

El suspicaz mercader examinó con mirada sagaz el melancólico rostro de su fingido parroquiano mientras éste le hablaba. Tranquilizado prontamente por el acento de aquella voz doliente, o leyendo quizás en aquellas descoloridas facciones el siniestro hado que tanto impresionó poco antes a los jugadores, le soltó las manos; pero su rostro de recelo, que revelaba una experiencia por lo menos centenaria, extendió como al descuido el brazo hacia un aparador, como para apoyarse en él, y preguntó, cogiendo un verduguillo.

—¿Hace mucho tiempo que le dejaron cesante?

El desconocido no pudo menos de sonreír, contestando con un gesto negativo.

—¿Ha tenido usted algún altercado con su familia, o ha cometido algún acto deshonroso?

—Si quisiera cometerlo, viviría.

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