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Authors: Juan Pan García

Tags: #Biografía, Histórico

La pista del Lobo (5 page)

Del cortijo de Guadalupe salían carretas cargadas de grano para el molino. Cuando llegaban al valle, mis hermanas y yo salíamos a su encuentro, y nos montábamos en los carros para ir a jugar con nuestra hermana mayor y los hijos de los dueños, y a comer rebanadas de pan tostado con manteca.

Algunas veces, cuando no iba a la escuela, Pedrito venía con las carretas. Entonces sí que nos lo pasábamos bien jugando con él y con sus primos, los hijos de los dueños del molino. No lejos de allí había un remanso en el río, adonde solíamos ir para bañarnos. Íbamos despacio para sorprender a las nutrias que había en la orilla; pero, a pesar de nuestros cuidados, al vernos salían disparadas.

Luego, cuando habían terminado de descargar el grano de las carretas y las habían vuelto a cargar con la harina, el pan y las hortalizas, iniciábamos el camino del regreso y nos bajábamos cerca de la casa. Cogíamos la telera de pan que nos había regalado la señora Ana –siempre lo hacía– y subíamos el camino hasta nuestra casa.

Así pasábamos los días, los meses y los años: sorteando dificultades, tratando de sobrevivir con alegría, esperando mejores tiempos. Hasta que un día una maldición cayó sobre el valle, convirtiendo aquel bonito, tranquilo y próspero rincón en una tierra yerma, abandonada. Un infierno, donde la sospecha, el odio y el rencor consumían a las familias que lo habitaban, separándolas, destrozándolas, convirtiéndolas en enemigas las unas de las otras.

La desgracia la trajo un joven de Ubrique, llamado Antúnez, cazador furtivo y amigo de los contrabandistas del tabaco, que se encontró un día, por azar, con un grupo de maquis en la sierra, y organizó un plan para ayudarles a salir de España.

–Abuelo, ese Pedro Antúnez, ¿no es el que vino a verte un día cuando estabas en el hospital?

Miguel miró sorprendido a su nieta, preguntándose cómo podía tener tan buena memoria para recordar a una de los centenares de visitas que fueron a verle al hospital cuando le amputaron las piernas.

–¿Tú te acuerdas de Pedro el de Ubrique?

–Sí, abuelo. Cuando se fue me cogió en brazos y me dio un beso. Y cuando llegué a casa me encontré cien euros en el bolsillo. Dijo que era tu paisano.

–Cariño, ése era el hijo del Pedro del que te hablo. Nos conocimos en Francia. Vivía con su padre en París. Él fue quien me contó la parte de la historia que yo desconocía, para ensamblar, como un puzzle, todos los acontecimientos que tuvieron lugar en Algar aquel año. Según me dijo, el encuentro de Pedro Antúnez, su padre, con los maquis tuvo lugar al anochecer de un día del mes de diciembre de 1948. Pero esta historia merece un capítulo aparte. Escucha:

Capítulo 6

P
edro Antúnez venía de ver a su novia, una joven de Benahoján. Se le había hecho tarde y cuando llegó a la estación se acababa de marchar el tren. No habría otro hasta cuatro horas más tarde para llevarlo hasta Cortes, a unos dieciocho kilómetros en la dirección de Algeciras. Luego tendría que subir una cuesta de unos ocho kilómetros que separaban la estación del pueblo, situado en lo alto de la sierra, pasar la noche en una fonda y coger al amanecer el autocar de «La Valenciana», que lo llevaría hasta Ubrique.

Decidió no esperar al tren. Atravesó la vía férrea y vadeó el río Guadiaro para tomar una vereda que lo llevaría, a través de montes y barrancos, directamente hasta Ubrique, a unos veinte kilómetros del lugar donde se encontraba.

Cuando llegó a la cima de la montaña se sentó para descansar. Abajo se podía ver, pequeñito, el pueblo de su novia, en donde comenzaban a encenderse las luces de sus calles. Después, caminando por la ladera de la sierra, tardaría dos horas en llegar a su casa. Estaba allí sentado cuando vio salir a un hombre de un matorral, situado un poco más abajo de donde él se encontraba; detrás de él salió otro hombre y después otro. Pedro se quedó asombrado: había pasado docenas de veces por aquel lugar y nunca había visto aquel agujero cubierto con el matorral y parecido a la guarida de un lobo, de donde habían salido los tres hombres. Estos se le quedaron mirando y uno de ellos, que llevaba una escopeta cargada al hombro, avanzó hacia él. Pedro lo esperó sentado, sin moverse, hasta que los dos hombres se encontraron frente a frente.

–¿Quién eres y qué haces aquí? –preguntó el hombre.

–Soy Pedro Antúnez y vengo de Benahoján, de ver a mi novia.

–¿Eres de Cortes? ¿Quién es tu padre? –continuó preguntando el desconocido.

–Soy de Ubrique, y no tengo padre –contestó Pedro, algo molesto.

–Pues a Ubrique no te vas a poder ir ahora: ha oscurecido ya; es muy peligroso andar de noche por el monte. Vente con nosotros a pasar la noche. Somos maquis, pero no tengas miedo…

Entonces, muy intrigado, fue con él hasta donde estaban los demás y entró detrás de ellos en el agujero, mientras uno de ellos sujetaba las ramas que tapaban la entrada. Cuando todos estuvieron dentro el hombre cerró la entrada, soltando las ramas. También puso unos alambres entre las matas y colgó un cencerro en ellos: si alguien movía el alambre, el cencerro sonaría y daría la alarma.

Los hombres entraron a gatas dos o tres metros, luego el agujero se iba ensanchando, hasta que se pudieron poner de pie y uno de los hombres encendió un quinqué que había allí. Alumbrándose con él avanzaron unos metros por la galería, hasta llegar a lo que parecía ser una sala. Ésta tenía varias lámparas de petróleo, distribuidas de modo que todo el lugar estuviese iluminado. Pedro no salía de su asombro, ¡nunca había visto nada igual! Era una cueva grande, como de veinte metros de diámetro. Del techo colgaban caprichosas figuras como de piedra de mármol, de distintos tonos blancos, ocres y rojizos. Las paredes estaban llenas de figuras y relieves de formas raras: una tenía la forma de un león; otra, la de una persona acostada. En las paredes laterales había unos huecos parecidos a nichos grandes, como habitaciones de tres metros de anchura; y en todas las paredes de la gruta había pinturas o marcas, más bien marcas, pues tenían la forma de un peine: una raya horizontal y varias púas que salían de ella. Había centenares de ellas; unas estaban en color rojo y otras en negro. En medio de la sala había un charco de agua, fría como la nieve y de medio metro de profundidad.

Los hombres no le decían nada, le dejaban admirar aquella maravilla. Luego se dirigieron todos hacia un rincón de la sala y empezaron a bajar por una escalera de troncos. Un hombre empezó a encender luces en la parte de abajo. Otro, que se quedó arriba, apagó las anteriores. Aquel piso era muy parecido al de arriba. En un rincón de la sala había nueve columnas de diferentes grosores, alineadas unas al lado de las otras. Un hombre, que se llamaba Paco, fue hacia ellas y, cogiendo un palo, dijo:

–Escucha esto, chaval.

Y golpeó con el palo una columna tras otra: a cada golpe salía una de las notas de la escala musical. La Naturaleza había construido un verdadero instrumento musical de piedra. Pedro se acercó al fondo de la sala, frente a la escalera de troncos de madera, pero Paco lo agarró por el brazo y le dijo:

–¡Cuidado, chaval! Hay un precipicio de más de doscientos metros de profundidad. Acércate despacio.

Pedro se acercó y notó una corriente de aire que subía por el barranco oscuro. Miró abajo: se veía luz en el fondo, como si fuera la estrella de la mañana, el lucero del alba.

–Esa luz es una boca por la que sale el agua, formando un torrente que va a buscar al río Guadiaro. Cuando vas en el tren lo puedes ver. Está entre Benahoján y Cortes, más cerca de Benahoján –le explicó Paco–. Hay otro piso, ahora bajaremos.

–Baja tú con el chaval, nosotros nos quedamos aquí –dijo un hombre que parecía ser el jefe–. Esperaremos a que lleguen los compañeros que faltan.

Paco encendió una antorcha y bajaron por otra escalera idéntica a la anterior. Bajaron con cuidado hasta el piso siguiente. Era más bonito aún que los anteriores. En éste, la charca del centro de la sala tenía a su alrededor como una pared de unos seis metros de diámetro y de unos cuarenta centímetros de altura, que le daban el aspecto de una pila de mármol; la pared que bordeaba la pila tenía figuras en relieve que parecían corales entremezclados con racimos de uvas. La Naturaleza había realizado un trabajo maravilloso en las esculturas que rodeaban la sala.

Pedro volvió a acercarse a la pared del fondo y miró abajo, al precipicio. Se oía el ruido del agua al caer en cascada.

–¿Qué profundidad tendrá el barranco? –preguntó Pedro.

–Si calculas la altura que hay desde la entrada de la cueva hasta el nivel del río, hay más de doscientos metros en línea vertical –contestó Paco.

Luego le cogió de un brazo y, rodeando la pila central, le acercó a un lateral de la cueva: entre cuatro columnas de piedra blanca y transparente, como si fueran de cristal, se hallaba el esqueleto de una persona. Estaba tumbado, mirando hacia arriba. El cabello negro de la melena estaba extendido y le sobrepasaba la cintura; las uñas eran largas y un poco curvadas. El cuerpo estaba semienterrado con una capa de brillantes, o al menos eso parecían las miles de piedrecillas blancas y transparentes que lo cubrían como si fuera una manta. Sólo estaban descubiertos un brazo, una pierna y la cabeza, con su larga cabellera negra. El nicho en el que se encontraba parecía una suite real, con sus columnas y su techo lleno de adornos, como tallados por un misterioso escultor.

–¿Quién era? –le preguntó Pedro a su guía.

–No lo sabemos, ya estaba aquí. Dice el comandante que lleva miles de años. El mineral que la recubre a ella, y el que cuelga del techo y de las paredes, que parece mármol o cristal, son estalactitas o estalagmitas, según crezcan desde arriba hacia abajo o al contrario. Esa criatura se echó ahí para morir, o la pusieron ya muerta, y se ha ido cubriendo de esa piedra hasta formar una sola pieza con ella. La mujer, o lo que sea, está fosilizada. Dice mi jefe que se necesitan miles de años para que se pueda formar esa capa de piedras sobre ella.

Una vez terminada la visita subieron arriba con los demás. Estaban los dos hombres que Pedro conocía de antes y otros cinco que habían llegado mientras él visitaba la planta de abajo. Estaban abrigados con capotes, por la humedad, y se habían sentado sobre unos troncos de madera que les servían de taburetes, formando un círculo.

–Bueno muchacho, te hemos enseñado esto, y eso no lo hacemos con cualquiera. Ahora queremos que nos hables de ti.

Entonces, Pedro les contó toda su historia, y les preguntó si conocían a su padre: un sindicalista que había huido al comenzar la guerra y que no había dado señales de vida desde entonces.

–El nombre de Antúnez me suena, de cuando las huelgas de los trabajadores de la tierra; pero no lo he visto nunca –dijo uno de los hombres.

–A lo mejor llegó hasta Francia –dijo otro.

–No creo; debe de estar muerto, si no nos habría escrito alguna vez para que supiésemos que estaba vivo y que nos reuniésemos con él; pero no, nunca dio señales de vida –contestó Pedro.

–Puede que sí o puede que no –dijo el jefe–. El correo no funciona bien y menos aún el internacional. Se pierden muchas cartas, porque no hay medios para llevarlas; otras son confiscadas cuando llegan a los pueblos: las coge la Guardia Civil para enterarse de dónde están. Muchos compañeros le han escrito a su familia para reunirse en algún sitio, y los han cogido a todos juntos. Nosotros tampoco hemos ido a ver a nuestras familias, ni les escribimos, porque vendrían a buscarnos y nos cogerían a todos. Estamos intentando salir de España por Gibraltar, pero hay mucha vigilancia por aquí, debido a los contrabandistas, y no hemos podido acercarnos al Peñón. Durante muchos años, entrábamos y salíamos cuando nos daba la gana. Nuestro cuartel general estaba en Tánger, y llegábamos en pateras hasta Tarifa y Zahara. Pero ahora la cosa ha cambiado: ya han caído muchos de nuestros compañeros, sorprendidos por los guardias en plena sierra cuando trataban de traer el tabaco de contrabando, nuestro medio de subsistencia. Sin duda alguna fueron denunciados por otros contrabandistas. Ahora nosotros estamos cercados, acorralados, y no nos fiamos de nadie. Tampoco conocemos a nadie de confianza que pueda ayudarnos, pues algunos de nosotros venimos de lejos y no tenemos amigos por aquí.

–¿Ayudaros? ¿Cómo os puedo ayudar? –dijo Pedro.

–Se trata de entrar en Gibraltar, coger un barco y salir de España –dijo el otro.

–Bueno, yo intentaré averiguar algo, pues conozco algunas personas de La Línea, pero no les puedo prometer nada con seguridad.

Los maquis, al oír esto, se animaron.

–Si salimos de España, nosotros haremos lo imposible por encontrar a tu padre: en París está la Sociedad de Antiguos Combatientes y Refugiados Españoles. Allí pueden encontrarlo. Tienen las listas de todas las personas que se refugiaron en Francia y que luego lucharon contra los alemanes junto a la Resistencia Francesa; también tienen tablones de anuncios y revistas, donde ponen los mensajes de las personas que buscan a algún familiar, por si alguien las conoce que se pongan en contacto…

Pedro les prometió que los ayudaría en lo que le fuera posible. Antes del amanecer abandonó la cueva y llegó a su casa a tiempo de ver llegar el autocar de la compañía «La Valenciana», que venía de Cortes y continuaba luego hasta Jerez.

–Abuelo… ¿Cómo podía Pedro ayudarles si ellos ya lo habían intentado todo?

–Eso mismo le pregunté yo en Francia a un amigo de Ronda, un tal Bellido, que estuvo con los maquis. Él me lo explicó así:

«Una noche, a mediados del mes de diciembre, un fuerte temporal de agua y de fuertes ráfagas de viento azotaba la calle Oviedo en La Línea. El agua, mezclada con excrementos y orines, corría cuesta abajo.

Pegado a la pared, saltando de vez en cuando sobre algún charco, un hombre llegó a la puerta de la Pensión Asturiana y llamó. Mientras abrían, el hombre echó una rápida mirada a ambos lados de la calle: estaba desierta. La puerta se abrió unos centímetros, dejando ver, apenas, un rostro de mujer.

–¿Qué desea? –preguntó.

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