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Authors: Juan Pan García

Tags: #Biografía, Histórico

La pista del Lobo (7 page)

Pedro esperó a que pasara un vagón que llevara las puertas abiertas, pero no tuvo suerte. Encontró uno que tenía en la parte trasera una escalerilla, que subía a una torreta de observación adosada a la parte trasera del vagón. La torreta sobresalía unos cuarenta centímetros del techo de los vagones y tenía una ventanilla desde la que se vigilaba el techo y la carga de estos. En esas torretas a veces viajaba la Guardia Civil y algún empleado de RENFE; pero esta vez no viajaba nadie.

Pedro echó a correr detrás del tren, alcanzó la barandilla de la escalera que subía a la torreta y dando un salto se encaramó al escalón, subió a la torre y se sentó en un rincón. Se sentía satisfecho por el resultado del viaje. Hacía diez años que la Guardia Civil le vigilaba; a veces se presentaba de improviso en su casa, a distintas horas del día o de la noche, tratando de descubrir en ella a su padre, al que buscaban desde el comienzo de la Guerra Civil.

Cuando lo llamaron a filas le tocó hacer la mili en Ronda, y allí conoció a Carmen, su novia. La muchacha era de Benahoján. Una vez, estando ya licenciado, lo invitaron a cenar en su casa. Estaban cenando cuando llamaron a la puerta. El padre de ella se levantó para abrir y se encontró con una pareja de guardias, que le preguntaron si Pedro estaba en la casa y qué relaciones tenía con la familia.

Los vecinos de la calle, que durante los meses del verano sacaban sus sillas a las puertas de las casas para tomar el fresco del anochecer y dedicarse también al noble oficio de criticar, chismear y publicar la vida de sus convecinos, hallaron con la visita de la Guardia Civil a la casa de la novia de Pedro materia para varios días de habladurías. Los padres de Carmen se enfadaron con algunos vecinos y se pusieron serios y tirantes con Pedro, a la vez que se ensañaban con su propia hija:

–¡No hay suficientes muchachos en Benahoján que tienes que enamorarte de un forastero, que nadie sabe quién es, ni cuáles son sus intenciones! –le gritaban.

Así, con estas u otras frases parecidas, lograron que Pedro y Carmen dejaran de verse. Pedro tenía entonces veintiséis años. Su padre había sido jornalero y fue nombrado delegado del Sindicato de la Federación Comarcal del Campo de la Sierra de Cádiz. Como delegado, asistió al Congreso II de la Federación de Campesinos, celebrado en Jerez los días 23 y 24 de febrero de 1933. En ese congreso había representados 16 pueblos, con más de veinte mil afiliados a los sindicatos. El tema del congreso era la situación laboral, que era muy mala: los terratenientes estaban introduciendo máquinas que hacían las labores que antes hacían los jornaleros. De esta forma se crearon grandes bolsas de parados en toda Andalucía. Los hombres iban de pueblo en pueblo buscando trabajo y ofreciéndose a trabajar por menos dinero. Esto, a su vez, producía enfrentamientos entre los jornaleros locales y los forasteros. En Medina Sidonia trataron de impedir que unos jornaleros de Vejer fuesen contratados, llamándoles esquiroles y enfrentándose a ellos; los propietarios llamaron a la Guardia Civil, que se lió a tiros, matando a dos hombres e hiriendo a otros cinco.

En aquel caso, la Guardia Civil defendió los intereses de los terratenientes, que sólo buscaban sacar beneficio de la situación de desempleo para pagar la mano de obra más barata, en lugar de hacer respetar la Ley en vigor, decretada por el ministro de Trabajo, Largo Caballero, el 9 de septiembre de 1931. Ésta obligaba a los dueños de los cortijos y fábricas rurales a contratar en primer lugar a los parados locales y después, cuando ya estuvieran todos trabajando, si hacían falta más jornaleros se autorizaban las contrataciones de forasteros.

En respuesta a esto, los terratenientes decidieron no sembrar, y dedicaron la mayor parte de sus tierras a la ganadería y a cotos de caza.

El Gobierno contraatacó, expropiando las tierras no cultivadas. En la provincia de Cádiz le expropiaron a la casa de Medinaceli la finca de La Almorahima, un inmenso alcornocal de 17 000 hectáreas.

Después hubo muchas huelgas en Ubrique, en las que el padre de Pedro participó.

Cuando el 18 de Julio de 1936 empezó el Alzamiento Nacional, el nombre de Pedro Antúnez era el primero de una larga lista de nombres que llevaban un grupo de falangistas que, acompañados de la Guardia Civil, iban de casa en casa buscando a los afiliados a los sindicatos y partidos políticos.

En la casa de Antúnez sólo encontraron a un zagal de doce años y a su madre, una mujer de treinta años que en aquel momento le estaba dando el pecho a una niña de cuatro meses. Los falangistas, no encontrando a su padre, pelaron a su madre al rape, marcándola así para que todo el pueblo supiera que era la mujer de un rojo.

Cogieron al zagal para llevárselo, pero uno de los señores del pueblo –dueño de una fábrica de petacas– y el cura lo impidieron, alegando que sólo era un niño sin responsabilidad alguna de los delitos que hubiera cometido su padre. De esta forma salvaron al niño. Habían pasado trece años de aquello y todavía le seguían, aunque con menos ahínco que antes.

Cuando terminó la guerra consiguió trabajo en Gibraltar. No lo querían dejar ir, pero dos vecinos se hicieron responsables de la custodia del niño, y Pedro, con 16 años recién cumplidos, se fue con ellos a trabajar en el Peñón. Así consiguió los dos objetivos que se había marcado como meta: alimentar a su familia, como el único hombre de la casa que era, y buscar a su padre.

Después del trabajo permanecía en el Peñón y buscaba a su padre entre los numerosos españoles que se habían refugiado en Gibraltar a medida que comprendían que habían perdido la guerra y que ésta estaba próxima a su fin. Preguntaba a unos y otros por su padre, pero no le conocían: la mayoría de ellos venían del frente de Sierra Morena y no conocían a nadie llamado Antúnez, del pueblo de Ubrique.

Pasadas unas semanas, desanimado tras comprobar que su padre no estaba en Gibraltar, se fue a vivir con su amigo y paisano Juan al otro lado de la verja, en La Línea. Dos años más tarde, él habló por su amigo Manuel y pudo colocarlo en el astillero de la Roca. Al principio de la segunda Guerra Mundial, el Gobernador de Gibraltar despidió a todos los trabajadores y residentes de la ciudad, incluidos los refugiados políticos españoles. Decía que los alemanes se preparaban para bombardear el Peñón. Pero luego, cuando todo el personal civil se hubo marchado, concedieron permisos nuevos. Pedro y Juan continuaron en sus puestos de trabajo.

Durante el primer año de guerra explotaron a Pedro al máximo, empujando vagonetas por los miles de metros de vía férrea tendidas a través del laberinto de túneles construidos en el Peñón. Sacaba tierra que otros excavaban y llevaba arena, grava y cemento para la construcción. Otras veces llevaba munición para las numerosas baterías de cañones que asomaban por las ventanas hechas en la roca.

Pedro debía de presentarse cada mes en el cuartel de la Guardia Civil de Puente Mayorga. Fue una de las condiciones que le impusieron en Ubrique para darle la autorización para poder trabajar en Gibraltar; sin eso, no habría salvoconducto.

Cuando ocurrió el accidente de Manolo, Pedro vio con sus propios ojos como atendieron a su amigo sus patronos y las autoridades de Gibraltar: lo dejaron abandonado como a un perro. Pensó que en Gibraltar había más trabajo que en Ubrique, pero en peores condiciones. En Ubrique le hubieran dado mejores cuidados y una pensión a Manolo o, por lo menos, una indemnización por la pérdida del pie.

Aquel mismo día Pedro se despidió de sus amigos, entró en el Peñón para cobrar los días de trabajo que le debían y se volvió a Ubrique, dispuesto a no dejarse explotar más por nadie. Pedro iba repasando todos estos recuerdos en su mente mientras el tren disminuía su marcha al acercarse a la estación de Castellar. El tren se paró en la estación y, dando marcha atrás, entró en una vía muerta para que le engancharan tres vagones cargados de corcho hasta la altura de las torretas. Él se acurrucó en su escondite para que no descubriesen que había un polizón que viajaba sin pagar.

Una vez realizada la maniobra y viendo la señal que le hacían los empleados que habían enganchado los vagones con un farolillo de metal, que movían de arriba a abajo, el jefe de estación tocó el silbato, levantó el banderín y le dio la salida al tren.

Comenzó a llover otra vez, y poco tiempo después llegaron los túneles. Fue un mal trago para Pedro: en los trenes de viajeros las personas cierran las ventanas cuando entran en un túnel, para protegerse del humo de la chimenea y del ruido del tren; pero Pedro no podía hacer nada de eso. El ruido ensordecedor del traqueteo del tren, además de una espesa humareda que lo asfixiaba, lo hacía toser y llorarle los ojos durante todo el trayecto hasta Colmenar, lo obligaron a maldecir una y mil veces a la RENFE y a todos sus túneles.

Pedro estaba tiritando; el agua entraba por todos lados en la torreta del vagón lo que, añadido al viento frío, hacía el viaje insoportable.

Por fin llegó a la estación de Cortes. Se tiró del tren cuando redujo la velocidad al llegar a la altura del puente colgante, construido con cables de acero y tablas de madera sobre una pequeña presa del río Guadiaro. Subió andando los ocho kilómetros que separan la estación del pueblo, situado en lo alto de la sierra.

Pedro se miró: ¡Estaba hecho un asco! La tizne del tren se había pegado con el agua a todo su cuerpo; parecía un minero saliendo del pozo de la mina. Eran las siete de la mañana cuando terminó de lavarse la cara en la fuente de los Cuatro Caños, en la entrada del pueblo. La montaña todavía continuaba unos trescientos metros más arriba, coronada por una cresta de granito. En lo más alto de la montaña habían colocado una enorme cruz que dominaba todo el paisaje.

Hacia el centro de la calle principal estaba aparcado y con el motor en marcha el coche de línea. Un empleado de la compañía estaba colocando los equipajes sobre una baca, que ocupaba todo el techo del vehículo. Luego puso una lona sobre los equipajes para protegerlos de la lluvia que, sin duda alguna, los sorprendería en el camino hacia Jerez.

La compañía «La Valenciana» ofrecía el servicio de pasajeros desde Cortes a Jerez, y viceversa. La carretera hasta Ubrique la habían hecho durante la República. A partir del cruce de Ubrique lo que continuaba hasta Jerez no era una carretera propiamente dicha, sino un camino. Entre las marcas dejadas por las ruedas de los vehículos había un metro de tierra lleno de yerbajos y piedras.

Los pasajeros del autocar que pensaban bajarse antes de llegar a Jerez no ponían sus equipajes arriba en la baca, los llevaban dentro del coche en unos estantes que había sobre los laterales, junto al techo. Era cosa corriente ver en los estantes, sobre las cabezas de los pasajeros, gallinas y pavos con las patas amarradas, que a veces defecaban sobre el estante.

Pedro subió al autocar y pidió un billete para Ubrique.

–¿Qué te ha pasado, hombre? ¿Te has caído? –le preguntó el chófer.

Pedro hizo una mueca parecida a una sonrisa y, sin contestar, se fue hacia el fondo y se sentó.

El autocar apestaba a una mezcla de tabaco, cuero, sudor y gasoil. Pedro siempre sentía náuseas cuando se subía al coche; intentaría llegar a Ubrique sin vomitar. ¡Sólo le faltaría eso!

A mitad de camino, se subió la pareja de la Guardia Civil. El cabo se acercaba por el pasillo, agachando la cabeza para no darse con el techo, seguido por la atenta mirada de unos pavos que, atados en el estante lateral del coche, viajaban para alegrarles la Nochebuena a sus destinatarios.

–¡Hola, Pedro! ¿Qué haces por aquí con esa pinta?

–Pues ya ve usted, mi cabo. Voy a Ubrique.

–Sí, ya veo. ¿Pero de dónde vienes?, si no es mucho preguntar.

–Vengo de Benahoján, de ver a mi novia; me ha cogido la lluvia por el camino.

–¡Ah, bueno! Eso está bien. ¿Ya os habéis reconciliado?

–Sí, en eso andamos. Su madre estaba enferma en la cama y fui a verla. Lo otro ya vendrá.

–Está bien, hombre. ¿Fumas? –dijo el cabo, ofreciéndole la petaca.

–No, gracias. Tengo un poco de fatiga por el olor que hay aquí dentro.

El cabo se guardó la petaca sin fumar él tampoco, continuó avanzando en busca de los asientos delanteros reservados para los guardias y se sentó al lado de su compañero. Era un hombre de unos cincuenta años. Sentado en su asiento comenzó a recordar las cosas relacionadas con Pedro: llevaba treinta años en Ubrique y conocía a todas las familias que había en el pueblo. Había asistido, durante la República, a las numerosas huelgas que habían protagonizado los sindicatos campesinos: la CNT, la FAI, los albañiles, los petaqueros, etc. Tuvo que enfrentarse a ellos y darles palos y más palos: había que poner orden. Además, él sólo obedecía órdenes de arriba. Volviéndose hacia su compañero, el cabo le dijo:

–El padre de ese muchacho, Pedro, era un cabecilla: calentaba a los otros para que se levantaran contra los patronos. Yo comprendía que a veces eran peticiones justas las que hacían: los patronos abusaban también mucho y tampoco cumplían los acuerdos que firmaban. Y este pobre chaval, al que vi nacer, se quedó sin padre el mismo día que comenzó la guerra: el muy sinvergüenza abandonó a su madre, recién parida, a él y a su hermana. Aunque, pensándolo bien… ¿Qué otra cosa podría haber hecho? Los falangistas, o nosotros mismos cumpliendo órdenes, lo hubiéramos detenido y, seguramente, matado… ¡En fin! Que pasen pronto los meses que me quedan para el retiro y entonces volveré a Almendralejo, a pasar una vejez tranquila en un sitio donde no pueda ver esas caras que tantos recuerdos y remordimientos me causan. ¡Ya está bien de tanto cumplir órdenes!

Eran las nueve y media de la mañana cuando llegaron a Ubrique con dolores de huesos y de riñones, consecuencias del viaje de aproximadamente 25 kilómetros que habían hecho desde Cortes.

Capítulo 8

A
buelo, te estás desviando otra vez: me estabas hablando de Pedro –dijo Rebeca.

–¡Es parte de la historia, hija! Pedro era el hijo de un «rojo», no le daban trabajo y vivía del contrabando y de la caza furtiva. Por eso lo vigilaba la Guardia Civil.

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