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Authors: David Lozano Garbala

La puerta oscura. Requiem (39 page)

De momento, la iluminación lechosa provocada por la luna les había evitado el poco discreto uso de las linternas.

—¿Bajo ya?

Bernard preguntaba con poca convicción, deseando una respuesta negativa que no se iba a producir.

—¡Sí, deprisa, que te va a ver alguien!

La inflexible voz de Justin le transmitió la mala noticia; en breves instantes aterrizaría, solo, en Pere Lachaise. El primero. La avanzadilla.

La posición más vulnerable. ¿Y si el vampiro ya se encontraba allí, acechando? Bernard estuvo a punto de manifestar sus reticencias, pero ante el rostro severo de Justin no se atrevió.

—Pero daos prisa vosotros, ¿eh? —pidió, antes de empezar a descender por los peldaños que conducían al interior del cementerio—. No me dejéis aquí…

En cuanto Bernard desapareció de la vista, Suzanne comenzó a subir por la escalerilla. Justin no dejaba de contemplar los alrededores, suspicaz ante cualquier ruido o movimiento en medio de la noche. El resplandor de la luna reducía el cobijo que la oscuridad les habría dispensado.

Por fin, solo él quedó visible desde la zona de la ciudad donde se alzaban los edificios residenciales. Ascendió hasta encaramarse al borde del muro, recogió desde allí la escalerilla y, plegándola, la tendió por el otro lado para que la recibieran los enormes brazos del gigante. Después, bajó por ese lado hasta pisar suelo sagrado.

—Ya estamos —dijo—. Analicemos el panorama. No emplearemos las linternas salvo que sea estrictamente necesario.

Los tres se giraron hacia la inmensidad lúgubre que se extendía frente a ellos. Impresionaba. Una nutrida alfombra de siluetas de tumbas y panteones se derramaba en todas direcciones hasta perderse de vista, confundiéndose con las sombras de los árboles. Había miles de sepulturas, y multitud de rincones donde podía ocultarse un monstruo. La palidez metálica de la noche provocaba destellos fantasmagóricos que teñían la escena de irrealidad.

—Madre mía —Suzanne suspiraba, intimidada—. Esto es gigantesco. Aquí podrían ocultarse cien vampiros y nadie los vería durante años.

—Concibe este recinto como un coto de caza —consideró Justin mientras preparaba sus armas, incluido un nuevo revólver con balas de plata proveniente de su arsenal particular—. Iremos colocándonos en diferentes enclaves a lo largo de la noche, hasta que nuestro amigo se delate. Ocurrirá, tarde o temprano. Si somos pacientes y no la cagamos con alguna metedura de pata.

«Como un coto de caza», se repitió Suzanne, mientras Bernard ocultaba las escalerillas entre unos matorrales cercanos, a pie del muro. «¿Un coto de caza para quién?». Porque ahora, en aquel terreno y bajo la noche, ella no tenía claro quién era el perseguidor y quién la presa.

—Somos el equipo visitante —murmuró, colocándose una ristra de ajos alrededor del cuello, unas palabras que provocaron la mirada intrigada de Bernard—. El juega en casa.

Justin había fruncido el ceño al escucharla.

—Tal vez —repuso el chico—, pero conocemos muy bien su naturaleza de depredador. Somos capaces de predecir sus movimientos.

Suzanne extendió un brazo hacia la marea de cruces que se erigía ante ellos.

—¿Tan seguro estás?

Por primera vez se planteó si el fanatismo que sentían hacia la causa antivampírica los había llevado a subestimar su cometido. ¿De verdad podían vencer a un auténtico no-muerto?

A Justin le había molestado aquella repentina incertidumbre que se había alojado en ella y que la chica se atrevía a manifestar en el peor momento posible. La duda sí llegaba a ser un enemigo muy dañino si se instalaba dentro de uno, y Justin no debía permitir que sus absurdos escrúpulos de última hora se afianzaran contaminando, además, la ingenua obediencia de Bernard.

Porque el gigante, en medio de su labor de vigilancia de las proximidades, no se perdía una sílaba de aquella intempestiva conversación.

—Por supuesto que estoy seguro —respondía Justin con rotundidad—. Ese ser de ultratumba no nos va a sorprender esta vez. Parece mentira que lo preguntes. ¿Tú no lo estás?

Suzanne se mordió el labio inferior, calibrando sus palabras.

—No, mierda, yo no —reconoció, arrancándose una de sus pulseras de pura agitación—. Por primera vez desde hace mucho tiempo, ya no estoy segura de nada, Justin.

«Y la culpa es de este condenado asunto», añadió ella para sus adentros. ¿Eran conscientes de lo que estaban haciendo, o lo único a lo que se habían dedicado durante aquellos años había sido a vivir un sueño absurdo?

Ni tan siquiera albergaba la certeza de que ese joven vampiro al que rastreaban fuese un depredador frío, sin conciencia. Aquella incógnita constituía el verdadero detonante de su ataque súbito de indecisión. Aunque no estaba dispuesta a confesarlo.

Justin había abierto mucho los ojos al oír su contestación.

—Será este paisaje —justificó, haciendo un enorme esfuerzo conciliador—. Desorienta a cualquiera. Por la mañana lo verás más claro. Pero ahora no te puedes permitir titubeos, Suzanne. Sería peligroso para todos.

—Lo sé, tranquilo. Cumpliré, ya me conoces.

Justin estiró un brazo y le acarició una mejilla.

—Al menos te conocía hasta esta noche. Porque acabas de lograr sorprenderme —le dedicó una penetrante mirada, antes de continuar—. Hay mucho en juego. No me falles, Suzanne.

El tono era cariñoso, pero ella captó su velada esencia de amenaza.

Justin se aproximó y, sin previo aviso, juntó su boca a la de la chica en un beso violento, avasallador. A Suzanne no le apetecía, pero él sujetaba su nuca con una mano que parecía un cepo y no pudo resistirse.

Ella tendría que apaciguar sus dudas, ahora lo vio claro. Por primera vez, se percataba de que no había vuelta atrás. Justin jamás permitiría una retirada ni el abandono de algún miembro del grupo. Jamás.

Y no era conveniente despertar la ira de ese chico; había presenciado demasiadas veces las nefastas consecuencias de hacerlo. Su carácter frío derivaba con excesiva facilidad en un comportamiento muy agresivo.

Justin era peligroso, aunque ella nunca había querido darse cuenta. Los sentimientos que experimentaba hacia él le impedían hacerlo. Al menos, hasta aquel instante.

En algún momento de su vida, Suzanne había quedado atrapada bajo el magnetismo de ese hombre, que aún la atraía. Suspiró, maldiciendo su gusto por aquel perfil masculino tan problemático.

Pero ya era tarde para rebelarse.

* * *

Michelle acababa de colgar, tras hablar brevemente con Mathieu. Se quedó unos instantes contemplando ensimismada su móvil, como si aquel aparato albergara en su interior la respuesta a alguno de los interrogantes que permanecían abiertos en torno al futuro inmediato.

Pero las incógnitas continuaron flotando en el aire, su presencia etérea contaminando cada minuto de la contrarreloj en la que todos se hallaban envueltos. Y es que la incertidumbre podía llegar a adquirir un peso asfixiante. Poco a poco, cada minuto, les iba dejando menos espacio para respirar.

Al cabo de unos segundos, Michelle recuperó la atención sobre lo que la rodeaba, sus ojos recorrieron cada una de las paredes de aquel sótano en cuyo centro descansaba la mole solemne de la Puerta Oscura.

El escenario de aquellas losas de piedra que componían los viejos tabiques del caserón empezaba a hacerse claustrofóbico ante sus pupilas ávidas de acción. Necesitaba sentirse más útil.

Al menos ya quedaba poco para que los demás llegaran al palacio, según le había dicho su amigo desde el coche del forense.

Michelle suspiró, harta de aquella espera inactiva. Jules merodeando por la noche parisina, Pascal y Dominique recorriendo la Colmena de Kronos, Marcel, Mathieu y Edouard buscando a Daphne. Todos en plena ebullición, menos ella.

Michelle no valía para una misión tan contemplativa como la que estaba llevando a cabo. Se aproximó al inmenso arcón cuyo halo los mantenía cautivos en su campo de gravedad. La única forma de liberarse —recordó a Dominique—, al parecer, era morir.

La Puerta Oscura, que empezó ofreciendo la apariencia de una legendaria maravilla, de un prodigio de la naturaleza milagrosamente conservado, había ido desvelando, sin embargo, una esencia maldita. Otorgaba al Viajero un indudable privilegio pero, al mismo tiempo, con exquisita sutileza, iba reclamando su propio tributo; un tributo de vidas, de tiempo, de energía, que se cobraba entre quienes se involucraban en su secreto. Y lo hacía, además, cuando ya no era factible echarse atrás.

—Hay cosas que es mejor que permanezcan ocultas —susurró Michelle para sí misma—. No estamos preparados. Nadie lo está.

Tal vez la muerte y la vida debían permanecer sin ningún tipo de conexión.

Ella pensaba en Dominique. Nada compensaba la pérdida de un amigo como él, ni tampoco la terrible agonía que estaba soportando Jules. Por no hablar de su propio secuestro, del que todavía arrastraba secuelas como sus sueños salpicados de pesadillas o una inquietud permanente ante la oscuridad.

No, el poder que emanaba de la Puerta Oscura era excesivo. Atravesar aquel umbral había sido como abrir la caja de Pandora, ahora se daba cuenta. El hallazgo casual de lo que ocultaba ese antiguo baúl no había sido una suerte. Definitivamente.

Sin embargo, tampoco se podía responsabilizar a Pascal, puesto que el chico lo había encontrado de un modo accidental. Michelle dedujo que su encomiable valentía al ejercer como Viajero —aún más meritoria dado su carácter poco audaz— constituía su particular forma de procurar equilibrar las consecuencias que había acarreado su actuación.

Consecuencias irreparables.

Michelle solo pidió, para sus adentros, mientras dirigía sus pupilas firmes hacia el arcón, que no hubiese más víctimas.

Ya habían pagado suficiente.

Capítulo 24

—Mierda —susurró Edouard, irguiéndose sobre el asiento trasero del vehículo—. Estoy sintiendo algo.

Mathieu captó enseguida a qué se refería, y se dirigió al forense.

—Para donde puedas, Marcel —pidió—. Creo que Pascal se está intentando poner en contacto con nosotros. Menudo momento.

Y tanto. Allí, en aquellas circunstancias, no disponían de conexión a Internet, algo en lo que no cayeron cuando Edouard manifestó que recibiría la comunicación del Viajero en cualquier lugar. Mathieu, sujetando sobre las rodillas su ordenador portátil —lo acababa de encender, por si necesitaba alguno de sus archivos—, confió en que no hiciera falta. El temor a no estar a la altura, a no cumplir con su función en aquel grupo, volvió a surgir dentro de él encogiéndole el estómago.

El Guardián había llevado el coche junto a la acera, ocupando un espacio en el que no estaba permitido estacionar, y lo había detenido con los intermitentes activados. No era cuestión de perder tiempo buscando aparcamiento, y quería evitar cualquier movimiento que pudiera distraer al médium.

En cuestión de segundos, parecía haberse puesto en marcha un protocolo de actuación dentro del vehículo; todos permanecían atentos y dispuestos.

Edouard, con los ojos cerrados, ya había alcanzado el nivel de abstracción necesario para ejercer de receptor de mensajes de ultratumba. Pronto llegaron a él los primeros ecos de una voz que reconoció al instante:

—Es Pascal —confirmó.

Mathieu tragó saliva.

—Estoy preparado.

Siguieron varios minutos de silencio, durante los cuales Edouard se limitó a escuchar un torrente de palabras que nadie más, dentro del coche, percibía.

—Segundo viaje a través de la Colmena de Kronos —adelantó el médium, en medio de un suspiro de alivio—. Han superado el combate de gladiadores y ahora están en mil novecientos veintinueve, Nueva York. ¡Localizaron a Lena Berston en Roma, y ahora la han seguido hasta allí!

El hallazgo de la Viajera en la Colmena de Kronos era un hecho de gran relevancia, algo que valoraron todos los presentes en aquel vehículo. Por primera vez se confirmaba que habían acertado en sus suposiciones iniciales, se atrevió a reflexionar el médium. Porque no había que olvidar que la misión en la que se había embarcado Pascal partía de un sustento que no se había podido comprobar hasta ese preciso instante. Ciertamente, los indicios que había detectado Mathieu en la red habían sido muy prometedores, pero siempre quedaba ese pequeño resquicio para la incógnita que, de vez en cuando, surgía en la mente de Edouard debilitando su convicción. Una incertidumbre que, por fortuna, ya se había disipado.

—Han logrado salir de la primera época, y ahora Lena Berston repite escenario —comentaba Mathieu, lanzando las manos sobre las teclas de su ordenador—. ¡El crac bursátil del veintinueve! Tengo documentos sobre esa época…

—Ahora lo que necesitan es información sobre la Viajera —continuó Edouard, mucho más parsimonioso— para encontrarla.

—Sí, sí… En eso también puedo ayudarlos. Guardé todos los archivos…

En efecto, desde el hallazgo de la presencia de Lena en la crisis de Nueva York, el chico había continuado investigando y había llegado a acumular más datos sobre su identidad en aquella época.

—Rápido… —insistía Edouard mientras Marcel se quedaba al margen vigilando los alrededores desde su asiento del coche.

Los dedos de Mathieu volaban pulsando teclas.

—A ver… —comenzó—. En ese momento histórico, Lena Berston se llama Eleanor Ramsfield. Conocerá al multimillonario Patrick Welsh precisamente durante esos días, el lunes veintiocho de octubre de mil novecientos veintinueve, poco después del llamado «jueves negro» en el que comenzó la caída de las acciones en la Bolsa. Se sabe con tanto detalle porque el tipo dejó una carta de despedida antes de matarse, dedicada a ella, donde explicaba cómo Eleanor se había cruzado en su vida. ¿Sabe Pascal en qué fecha se encuentran?

Edouard transmitió la pregunta.

—Lunes, veintiocho de octubre —confirmó.

—Lo imaginaba —Mathieu no despegaba los ojos de su portátil—. Lena conoció al inversor nada más aterrizar en esa época, cuando la crisis ya estaba en pleno avance. Patrick Welsh se suicidará tirándose de un rascacielos el jueves treinta y uno.

—¿Y Lena estaba con él en ese momento? —planteó Marcel—. Pero ¿no se supone que un Viajero no puede superar las veinticuatro horas en cada celda?

—Para entonces, Lena ya debía de estar atrapada en la Colmena, así que no tenía por qué regirse por ese límite, ¿no? —aventuró Mathieu—. Pero ahora lo importante es si entre la documentación que reuní sobre ellos aparece cómo se conocieron, porque eso nos permitiría decirle a Pascal dónde tiene que acudir para coincidir con ella…

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