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Authors: David Lozano Garbala

La puerta oscura. Requiem (40 page)

El chico consultaba todos los documentos almacenados sin perder ni un segundo.

—Vamos a ver… —comenzó a leer en voz alta—: «
El hecho de conocer a una misteriosa dama, Eleanor Ramsfield, durante esos días no impidió que el conocido broker se suicidara poco después…»
. No, aquí no concreta lo que nos interesa…

—Deprisa —pidió Edouard, sin alterar su semblante absorto—. Pascal está esperando, no sé lo que puede durar la comunicación.

Mathieu abrió un nuevo archivo.

—Por favor, que aparezca en este —rogó—. Veamos… ¡Este es el artículo que buscaba! Escuchad: «
Poco antes de su muerte, el conocido multimillonario Patrick Welsh iniciará una relación con Eleanor Ramsfield, una mujer con la que coincide en Saint Joseph, un elitista club donde se reúnen los principales financieros de Nueva York… El club, que se encuentra en la Séptima Avenida con la calle cuarenta y dos, en pleno Manhattan…».

Edouard se apresuró a transmitir esa información. Cuanto antes lograsen Pascal y Dominique encontrar a Lena Lambert, antes podrían retornar al mundo de los vivos con esas gotas de sangre que tanto necesitaba Jules.

El joven médium confió en que para entonces no fuese demasiado tarde.

Pascal preguntó por Jules antes de despedirse.

—El Viajero quiere saber si ya hemos encontrado a Jules —notificó Edouard a los demás, sin abandonar su estado ausente—. ¿Qué le digo?

Marcel y Mathieu cruzaron sus miradas, indecisos.

—Volvamos a recurrir a las medias verdades —propuso el chico—. A fin de cuentas, hemos visto otra vez a Jules, ¿no?

Los demás recordaron el ataque sufrido por uno de los cazavampiros. Desde luego, aquel nuevo encuentro con Jules podía calificarse de muchas maneras, pero no como un avance en sus pesquisas.

—Estoy de acuerdo —opinó Marcel, de todos modos—. Dile que nos hemos cruzado con Jules por segunda vez, que estamos muy cerca de conseguir retenerlo hasta que él regrese.

Era fundamental que el Viajero mantuviese la esperanza mientras se encontrara en plena misión. Por eso mismo, a ninguno de ellos se le ocurrió la posibilidad de aprovechar aquel contacto para comunicarle la muerte de Daphne.

Ya habría tiempo, a su retorno, para ponerle al día sin el riesgo de provocar consecuencias imprevisibles.

Edouard obedeció, y transmitió a Pascal la versión que se le había sugerido. A continuación, tras recibir la despedida del Viajero, inició su despertar progresivo, bajo la mirada pendiente de los otros.

Mathieu, ya más calmado al haber conseguido responder al interrogante que planteaba Pascal, compartió una curiosidad personal.

—Lo que no me explico es cómo consigue esa mujer adoptar cada identidad…

—Apuesto a que sobre ella no encontraste nada en la red, ¿verdad? —supuso el forense.

—No, la verdad es que no.

—¿Ves? Son personajes inventados. Ella surge fugazmente en cada época; como asume papeles importantes, en ocasiones deja huella, su identidad falsa trasciende y adquiere rango de autenticidad. Después desaparece sin dejar rastro al cambiar de momento histórico. Seguro que de ninguno de sus personajes existe constancia de cuándo ni dónde nacieron, ni, por supuesto, de la fecha de su muerte.

—No la hay, no —Mathieu valoró aquella explicación—. Es verdad, son nombres que, de repente, aparecen en las crónicas. Sin más. ¿Pero cómo logra engañar a todos los contemporáneos de cada época?

Marcel lo pensó.

—Después de tantos años, ella gozará de una envidiable cultura histórica. Sus simulaciones son perfectas, y dispone de información sobre acontecimientos futuros. Sabe cómo comportarse y lo que decir en cada nueva cronología. Además, es lo suficientemente inteligente como para no elegir identidades que puedan interferir en el curso de los acontecimientos, imagino. Puede tratarse de gente importante, pero ella siempre se mantendrá al margen, como un simple testigo.

—¿Y de qué vivirá? Ahora que se supone que está en Nueva York, ¿de dónde saca los dólares que le hacen falta? Porque ella sigue viva, ¿no? Tendrá que comer, por ejemplo.

—Eso no puedo saberlo —reconoció el Guardián—. Pero, si yo fuera ella, me llevaría «recuerdos» de cada viaje temporal.

¿Imaginas, por ejemplo, el dinero que puede conseguir si vende un objeto romano, de su paso por la época de los gladiadores, a un museo de Nueva York en pleno siglo veinte?

—No creo que el momento en que está visitando Nueva York sea el más recomendable para vender mercancías —repuso Mathieu—. Pero lo que dices tiene sentido.

—También puede trabajar, no lo olvides. Si Lena Lambert ha sobrevivido hasta hoy —concluyó Marcel—, es evidente que se trata de una mujer de muchos recursos.

—Es una Viajera, al fin y al cabo —añadió Edouard, ya restablecido de su agotadora sesión espiritual—. Una elegida.

* * *

Justin, Suzanne y Bernard aguardaban, inmóviles, entre las sombras más densas de una arboleda. A través de las siluetas desdibujadas de los troncos, atisbaban un tenebroso panorama, dominado por los monumentos mortuorios que la luna insinuaba con su resplandor metálico. El silencio era tan espeso que casi parecía generar su propia resonancia, provocando en sus oídos un molesto zumbido.

Más lejos, fuera del recinto, llegaban hasta ellos, muy debilitadas, las luces de algún vecindario. París, en el fondo, quedaba lejos. Al menos, el París de los vivos.

—¿Qué opinas? —susurró Suzanne a Justin, sin apenas moverse—. ¿Crees que estamos bien situados?

El joven dirigía su mirada hacia los rincones de mayor penumbra que quedaban a la vista. Ni siquiera así podía estar seguro de lo que distinguía, un obstáculo al que el vampiro no tendría que enfrentarse: los ojos felinos de los no-muertos captaban con todo detalle la realidad asomada a las tinieblas.

Como buen depredador, la noche era su campo de juego.

—Sí —contestó Justin, por fin—. Desde aquí tenemos una buena perspectiva de todo este flanco del cementerio, lo que incluye un tramo de muro bastante apartado. Es sin duda una de las zonas mejores para acceder al recinto de Pere Lachaise. Sin embargo…

Suzanne se giró hacia él.

—¿Sin embargo…?

—Este silencio… no sé… me parece distinto al que percibí cuando entramos aquí. No me gusta.

La chica atendió a ese detalle, procuró captar todos los matices de aquella calma sobrecogedora que cubría como un sudario el área cercada por los tabiques que delimitaban el cementerio. ¿Se trataba de un silencio natural, inofensivo?

Solo el viento, con suaves ráfagas, interrumpía de vez en cuando la excesiva serenidad del ambiente al agitar las ramas de los árboles, provocando un efecto aún más siniestro.

Ella dudó, asaltada por sus propias impresiones.

—Puede que tengas razón —advirtió—. Yo me siento observada desde hace rato.

Tal vez se trataba de una impresión normal en aquellas circunstancias, pero resultaba igual de molesta, de inquietante. Y podía hacer menos visibles auténticas señales de alarma.

Bernard se rascó el mentón, desconfiado también de las sombras que se extendían a su alrededor como jirones de niebla. Allí estaban los tres, con las linternas apagadas para no delatarse y armados con todo el instrumental antivampírico de que disponían.

A Suzanne se le antojó demasiado larga la distancia que los separaba del sector del muro a cuyos pies descansaban las escalerillas. Se percató de que, si surgían verdaderos problemas, lo tenían muy difícil para salir del recinto. Sus dudas, entonces, volvieron a materializarse.

Incluida la de si aquella actuación en plena noche constituía en sí misma un comportamiento suicida. Justin los había arrastrado hasta allí sin contar con su opinión, no los había dejado decidir cuando el nivel de riesgo de esa maniobra era muy elevado. Suzanne se daba cuenta, dolida, de que en realidad sus vidas no le importaban. Justin jugaba con ellas sin titubeos. A él solo le interesaba su objetivo.

Se planteó si alguna vez Justin había sentido algo por ella, más allá de sus momentos de impulso sexual. Y llegó a la desoladora conclusión de que no. Suzanne había sido utilizada por él, como tantos otros.

Ni siquiera podía asegurar que Justin contara con la capacidad de sentir. «A lo sumo», añadió despechada, «de fingir sentimientos».

Suzanne volvió el rostro para que él no reparara en el desconsuelo que amargaba su mirada. Justin, por supuesto, no soportaba la debilidad en los demás.

Se suponía que estaban persiguiendo a una criatura fría y calculadora. Ella se preguntó si Justin no encajaba también en ese perfil. ¿Un duelo entre iguales?

—Creo que he oído algo —avisó Bernard, encogiendo su corpachón—. Por la derecha.

El miedo es el mejor antídoto contra la reflexión. Al escuchar la advertencia de su compañero, Suzanne se desprendió de sus vacilaciones. Solo acertaba a pensar en vigilar y protegerse.

Los tres se habían puesto en guardia, y ahora permanecían atentos al menor indicio de que tenían visita. Un perro comenzó a ladrar, no muy lejos.

La chica agarraba con fuerza su hacha de plata, deseando que no llegara la ocasión en que tuviera que emplearla de nuevo.

* * *

Pascal y Dominique abandonaban ya el distrito financiero. El edificio de Wall Street había terminado por desaparecer a su espalda entre el cúmulo de bloques, algunos a medio construir, que se alzaban a su alrededor. Llevaban un buen rato caminando por esas avenidas de Nueva York, esquivando con cuidado los tramos de trayecto que se introducían en suburbios marginales y aquellos que, por demasiado concurridos, resultaban peligrosos. Lo último que necesitaban era llamar la atención. O, peor aún, otro asalto, ya fuese de las criaturas malignas —que de momento no habían vuelto a surgir— o de simples atracadores de la época.

Todo ofrecía riesgos.

A pesar de la urgencia de su misión, Dominique se empeñaba en que se detuviesen para descansar cada cierto tiempo, pues era consciente —aunque el Viajero reprimía sus gemidos de dolor— de que la herida que Pascal tenía en el costado menguaba sus fuerzas.

Calculaban, por la numeración de las calles, que la distancia que los separaba de la zona de Manhattan donde se encontraba el domicilio del Saint Joseph Club era todavía muy grande. Hacía frío. Los dos se arrebujaban en las ropas que habían conseguido mientras avanzaban en dirección a Broadway, procurando pasar desapercibidos.

—¿Y qué haremos cuando lleguemos allí? —preguntó Dominique, ocupado en reajustar la posición de la espada romana que continuaba llevando bajo los pantalones, enganchada la empuñadura al cinto.

Pascal se alimentaba en esos instantes con provisiones de su mochila. Dejó de beber de su cantimplora.

—No sabemos cómo es físicamente ese millonario, Patrick Welsh —reconoció, cayendo en la cuenta de que podría habérselo preguntado a Mathieu—. Así que nos quedaremos cerca de la puerta del sitio para interceptar a Lena Lambert. Tarde o temprano, para entrar o para salir de ese club, tiene que aparecer.

Si en efecto ella repetía época, sabría muy bien dónde encontrar al hombre con el que se había relacionado en un viaje anterior.

—Tiene que aparecer Eleanor Ramsfield —matizaba Dominique—, querrás decir.

—Como quieras. Su verdadera identidad sigue siendo la misma. Es la que nos interesa. Y si no la vemos…

Ahora Dominique se puso más serio.

—Coincidiremos con ella seguro, aunque tengamos que pasarnos en la puerta del club diez horas seguidas —miró al cielo—. Queda mucho día por delante, y seguro que ellos se conocieron por la tarde o por la noche —puso voz conspiradora—. El encuentro va a producirse y nosotros seremos testigos…

Pascal no se mostraba tan convencido.

—Te olvidas de que aún no hemos visto nada que nos garantice que hemos acertado al aterrizar en esta época. Todo depende de que yo haya atinado al maniobrar en el torrente del tiempo. Y puedo haberme equivocado.

—Joder —la reacción de Dominique confirmó que, en efecto, se le había olvidado aquel pequeño detalle. Sin embargo, se recompuso rápido de su contrariedad—. Sabemos que ella estuvo aquí, ¿no? Bah, estoy convencido de que nos has traído al lugar correcto. ¡Eres el Viajero!

—Ojalá estés en lo cierto. Perder tiempo con viajes inútiles es, además de arriesgado para nosotros, un lujo que Jules no puede permitirse. Su tiempo debe de estar agotándose en el mundo de los vivos.

De todos modos, la confianza de Dominique animó a Pascal. El Viajero agradecía la compañía de su amigo, siempre tan optimista e —incluso muerto— tan vital. Eso valía mucho más que un simple compañero de batalla.

—Mira a esos.

Dominique señalaba a un grupo de cuatro individuos de aspecto sospechoso. Vestidos de manera harapienta, permanecían apoyados en la fachada de un viejo edificio de apartamentos sin dejar de observar a los paseantes que cruzaban por su campo de visión.

—No parecen los mismos que nos atacaron —comentó Pascal, atendiendo a aquellos tipos que mantenían su postura desgarbada y apática—. Y desde aquí no puedo ver sus ojos.

Dominique se encogió de hombros.

—Lo que tú digas. ¿Nos fiamos?

Ambos se habían detenido unos pasos antes de delatar su presencia a los desconocidos, que aún no los habían visto.

Pascal se dio cuenta de que correr aquel riesgo era una estupidez.

—No merece la pena —determinó—. Vamos a desviarnos por ese callejón. Daremos un rodeo, pero prefiero asegurar.

Dominique estuvo de acuerdo, así que los dos se dirigieron hacia la estrecha vía que les permitía —al menos en apariencia— sortear el tramo de camino peligroso.

No llegaron a avanzar mucho antes de que surgieran nuevos imprevistos. Un grito infantil, desgarrador, llegó hasta ellos a través de una ventana próxima que quedaba a la altura de la calle. Los dos se detuvieron de golpe, a tiempo de ver cómo un niño de unos ocho años retrocedía ante la amenazadora sombra de un vociferante adulto, visiblemente borracho, que blandía en una de sus manos una gruesa correa de cuero.

El niño volvió a chillar, situándolos a ellos, con sus lastimeros gemidos, en un incómodo dilema que el Viajero conocía bien. ¿Debían actuar? ¿Debían inmiscuirse en lo que estaba sucediendo o, por el contrario, mantenerse al margen, por duro que resultase?

En cuanto Pascal se percató del gesto decidido de su amigo, adivinó sus intenciones e intentó detenerle.

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