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Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

La venganza de la valquiria (34 page)

—Entendido. ¿Entonces usted cree que tengo que hablar con Sparwald? Habrá de ser mañana ya.

—No, yo creo que tenemos que hablar con Sparwald, si no le importa.

Fabel se encogió de hombros.

—No me importa que me acompañe como observadora. Pero le ruego que no olvide quién dirige esta investigación.

—No creo que usted me permita olvidarlo —replicó Vestergaard, y sonrió.

La dirección de Sparwald que Vestergaard le había pasado a Fabel quedaba en el norte de la ciudad, en Poppenbüttel, en el distrito de Wandsbeck. Este formó parte en su día de Schleswig-Holstein y solo se incorporó a Hamburgo al mismo tiempo que Altona; e incluso ahora, Poppenbüttel, a la orilla del río Alster, parecía más bien un pueblo y no un barrio periférico.

En cuanto Fabel y Vestergaard llegaron vieron que la dirección que les habían facilitado no debía ser la residencia, sino el lugar de trabajo de Sparwald. SkK BioTech se encontraba en un edificio bajo y discreto rodeado de un jardín muy bien cuidado y flanqueado de árboles de ramas desnudas. En el jardín había cinco banderas pequeñas en hilera, al estilo Naciones Unidas: el logo de SkK BioTech flameaba al viento junto a las banderas de la UE y de Alemania. También estaba la cruz nórdica blanca sobre fondo rojo de Dinamarca, advirtió Fabel.

—Debían de saber que venía usted —le dijo a Vestergaard, señalando la bandera danesa. Luego se fijó en la última, que no era una enseña nacional: un campo blanco con una pequeña cruz roja acampanada.

La recepcionista, bajita y regordeta, tardó en acudir al mostrador desde un despacho que quedaba detrás. Por su actitud quedaba claro que en SkK BioTech no estaban acostumbrados a recibir visitas, especialmente sin cita previa. Fabel le mostró su identificación de la policía.

—Tenemos que hablar con Herr Sparwald, si es que está disponible.

—Herr doctor Sparwald —lo corrigió la mujer, paseando la mirada de Fabel a Vestergaard. Mostraba el típico nerviosismo y la expresión de culpa infundada de quien no está habituado a tratar con la policía—. Me temo que no está aquí. Está de vacaciones. Todavía dos semanas más.

—Veo… —Fabel sopesó la situación—. ¿A qué se dedica…?

—Trabajo en el departamento administrativo. Me encargo de la correspondencia y de atender el teléfono.

Fabel se echó a reír.

—Perdone. No me refería a usted. Quería decir a qué se dedica SkK BioTech exactamente.

—Ah… —Los carnosos mofletes de la recepcionista se colorearon—. Trabajamos para empresas de investigación médica. Herr doctor Lüttig podría explicárselo mejor. ¿Lo llamo?

—Si no es mucha molestia.

Fabel miró a Vestergaard cuando la recepcionista desapareció. Volvió enseguida con un hombre alto, flaco y lúgubre de unos cuarenta y tantos. Iba con bata blanca, pero tenía más bien, a los ojos de Fabel, el aire de un pastor luterano de alguna isla remota de Frisia.

—Soy Thomas Lüttig. Creo que buscan a mi colega Ralf Sparwald. ¿Hay algún problema?

Fabel volvió a sacar su identificación.

—Soy el Kriminialhauptkommissar Jean Fabel, de la brigada de homicidios de la Polizei de Hamburgo. Esta es la Politidirektør Karin Vestergaard de la policía nacional danesa.

—¿Homicidios? —La sombría expresión de Lüttig se volvió aún más tétrica—. ¿Qué tiene eso que ver…?

Fabel alzó la mano.

—No se apure, por favor. No hay ninguna relación directa. Solo estamos ayudando a nuestros colegas noruegos en unas pesquisas. El doctor Sparwald está de vacaciones, ¿no?

—Sí. No volverá, eh, vamos a ver… Lleva fuera una semana, así que no regresará hasta dentro de otras dos semanas y media —dijo Lüttig.

—Unas largas vacaciones —comentó Fabel.

—Sí, en efecto. Supongo que había de ser así… tratándose de China. Me imagino que si viajas tan lejos hay que aprovechar. Aunque no me vendría mal tenerlo aquí… El doctor Sparwald es mi adjunto, ¿entiende?, además de ser el analista más veterano que tenemos.

Fabel comenzó a traducirle a Vestergaard lo que Lüttig había dicho.

—Yo estudié en Cambridge, entre otros lugares —lo interrumpió Lüttig—. No me importa hablar en inglés para facilitar las cosas.

—Gracias —dijo Vestergaard, sonriendo—. ¿No ha podido encontrar un sustituto? Un viaje a China requiere muchos preparativos… Debió de avisarle con bastante antelación, me imagino.

—Esa es la cuestión, que no lo hizo. Me lo soltó de buenas a primeras, inesperadamente. Él es así, un ecologista muy comprometido. Por eso trabaja aquí: el grupo con el que colaboramos está muy implicado en la limpieza medioambiental. De todos modos, incluso avisando con antelación habría sido casi imposible encontrar a alguien para sustituirlo. Al menos a alguien con una preparación remotamente parecida.

—¿Podría explicarme qué es lo que hacen aquí?

—Básicamente, esto es un laboratorio de análisis —dijo Lüttig—. Somos una empresa subsidiaria de un grupo medioambiental y biotecnológico. Nosotros hacemos todo el trabajo analítico: pruebas toxicológicas y muestras de todo tipo, desde tierra hasta tejido humano. Nos especializamos en la evaluación de impactos medioambientales y en la identificación de riesgos sanitarios relacionados con la contaminación.

—Ya veo —dijo Fabel—. ¿Sabe qué parte de China está visitando el doctor Sparwald?

—No, lo lamento.

—¿Sabe si viaja solo? —preguntó Vestergaard.

—No estoy seguro tampoco. Creo que dijo algo de un amigo noruego. —Fabel y Vestergaard se miraron—. ¿No me ha dicho que estaban ayudando a la policía noruega? —Lüttig frunció el ceño—. ¿Está Ralf en peligro?

—No, no —dijo Fabel—. En absoluto. Es solo que tal vez tenga información que podría resultarnos útil. ¿Sabe usted el nombre de ese noruego?

—No. Ralf solo dijo que tal vez viajaría con un amigo noruego. ¿Seguro que no corre peligro? Las autoridades chinas no siempre reciben amablemente a los ecologistas extranjeros.

—¿Tiene usted el número de móvil del doctor Sparwald? —dijo Vestergaard—. Quizá podríamos localizarlo así.

—Desde luego —dijo Lüttig—. Ahora se lo doy.

—Ha dicho antes que esta es una empresa subsidiaria de un grupo más grande —dijo Fabel—. ¿No será el grupo NeuHansa?

—En efecto.

Fabel le tendió a Lüttig una tarjeta de la Polizei de Hamburgo.

—Si tiene noticias del doctor Sparwald, le agradecería que le dijera que me gustaría hablar con él con la máxima urgencia. Y si se le ocurre alguna cosa que le parece que puede interesarnos, haga el favor de llamarnos.

—Desde luego. —Lüttig se volvió de nuevo hacia Vestergaard—. Voy a buscarle el número y la dirección de Ralf.

—¿Cómo ha sabido que SkK BioTech era propiedad del grupo NeuHansa? —le preguntó Vestergaard cuando volvían al coche.

—Eso. —Fabel señaló con el mentón la última de las banderas que ondeaban al viento—. La pequeña cruz roja. En alemán la llamamos
Tatzenkreuz
: la cruz de brazos acampanados que se ve en los vehículos militares alemanes. La de esa bandera es menos acampanada y es de color rojo sobre fondo blanco. Es una cruz hanseática, deduzco que una especie de logo corporativo. Eso, y la bandera danesa, me han hecho pensar en Gina Brønsted, la propietaria del grupo NeuHansa.

—¿Le parece significativo?

—No. Es una coincidencia. La víctima más reciente del Ángel de Sankt Pauli también trabajaba para una empresa del grupo. Pero tampoco es tan raro. Hay mucha gente trabajando allí.

—Son curiosas las coincidencias —dijo Vestergaard—. Yo tiendo a desconfiar de ellas. —Antes de subir al coche, le dio a Fabel el papel donde Lüttig había anotado la dirección de Sparwald.

—Yo también —respondió él.

Al volver de SkK BioTech, Fabel encontró en su escritorio un grueso sobre oficial. Acababa de cogerlo cuando entró Werner. Karin Vestergaard se disculpó diplomáticamente y los dejó solos.

—Se ha convertido en tu sombra —dijo Werner—. ¿No te pone de los nervios?

—La verdad es que no. Yo también metería las narices en todo si te mataran en Copenhague y me desplazara allí a investigar.

—¿Qué voy a decirte? —Werner sonrió—. Me has llegado al alma. —Le señaló el sobre con un gesto—. Lo recibimos hace una hora y me he limitado a dejarlo ahí. Son los detalles de las inversiones de Westland, correspondencia, ese tipo de cosas. Lo ha enviado la viuda, tal como le pediste.

—Gracias. Luego le echaré un vistazo. ¿Alguna novedad?

—Sí, de hecho, hay una.

Werner abrió la puerta y llamó a Dirk Hechtner, que entró con una bolsa de pruebas y la dejó sobre el escritorio. La bolsa contenía una hoja curva adosada a un extraño dispositivo de cuero, a medio camino entre un guante y una muñequera antiestática.

—La cosa se pone aún más interesante —dijo Dirk Hechtner—. Este es uno de los instrumentos que encontramos en el apartamento de Margarethe Paulus. Hemos detectado rastros de sangre en la correa, aunque, por desgracia, demasiado insignificantes y degradados para identificarlos. Sí hemos logrado sacar una muestra de sangre de la base de la hoja. Bueno, lo ha hecho Astrid Bremen, para ser exactos. Pero todavía no hemos podido obtener una identificación.

—Una identificación, ¿con quién? —dijo Fabel—. No hay indicios de que utilizase esta hoja en el asesinato de Drescher.

—No, no con Drescher. He investigado un poco para descubrir qué demonios es esto. Tiene un nombre:
srbosjek
. Se me ha ocurrido que podría ser el arma utilizada para matar a Goran Vujačić en Copenhague. Aquel gángster serbio, ¿recuerda?

—¿Vujačić? —Fabel frunció el ceño—. ¿Qué te ha hecho pensar en él?

Hechtner señaló la bolsa con un gesto.

—Esto es un utensilio particularmente horrible ideado con un solo propósito: asesinar. Fue diseñado por los
Ustae
, los fascistas que gobernaron durante la Segunda Guerra Mundial en Croacia. Los
Ustae
creían en una Croacia étnicamente pura, libre de serbios, de gitanos y judíos… Construyeron su propio campo de concentración, Jasenovac, y asesinaron allí a un millón de personas o más. Lo hacían con sus propias manos: mataban a golpes, a cuchilladas o hachazos, cosa que suponía un trabajo intensivo. Así pues, inventaron el
srbosjek
. Se usaba para rebanar pescuezos con un máximo de velocidad y un mínimo esfuerzo. Por eso me he acordado de Vujačić:
srbosjek
significa en croata «cortador de serbios». Se me ha ocurrido que alguien trató tal vez de hacer justicia poética.

—Es como si quisieran decirnos algo. —Fabel tomó la bolsa de pruebas. El
srbosjek
parecía de por sí un objeto desagradable y cruento, incluso ignorando su historia—. Pero no; esta no es el arma que utilizaron para matar a Vujačić. A él no le cortaron la garganta. La hoja que emplearon para matarlo era como un fino estilete o una lima de uñas. Se la clavaron por debajo del esternón hasta atravesarle el corazón. Pero buen trabajo, Dirk. Quizás hayas descubierto algo.

Fabel almorzó con Susanne en la cantina del Präsidium. Ella se había pasado una hora al teléfono con Köpke, el psiquiatra en jefe del sanatorio estatal de Mecklemburgo. Karin había telefoneado a Fabel y le había explicado que tenía que hablar con su oficina para ponerse al día sobre varios asuntos. Algo en su tono le había producido la impresión de que no era del todo sincera. Pero enseguida desechó la idea. Vestergaard sabía muy bien que si le ocultaba algo, él la dejaría fuera en la investigación sobre la muerte de Jespersen.

—Pareces cansada —dijo Fabel, mientras recogían sus bandejas y avanzaban lentamente tras una cola de agentes uniformados. Susanne llevaba bajo el brazo un grueso bloc de notas con tapas de cuero. Él se fijó en los Post-it que asomaban por los márgenes y vio que tenía metidas entre las páginas varias hojas dobladas.

—He tenido que asimilar un montón de cosas —dijo, agobiada—. ¿Dices que hablaste con Köpke?

—Tuve ese placer —dijo Fabel, irónico.

—No creo que me hayan hablado así desde que era alumna de primer año —dijo Susanne. Se interrumpió para hacerle su pedido a la empleada de la cantina—. No es que sea una persona muy paciente, ¿no crees? Para ser psiquiatra, de hecho, no parece tener mucho don de gentes.

—Si sugieres que es gilipollas —respondió Fabel—, coincido con tu valoración profesional. Pensaba que las personas del sur erais más directas.

—Me estoy aclimatando. Uno o dos años más aquí y ya podré reprimir todas mis emociones hasta que se me pudran dentro, como os pasa a vosotros. En fin, gilipollas o no, he tenido que tomar una cantidad infernal de notas mientras hablábamos. Estaba bien preparado, y cree que nosotros también deberíamos estarlo antes de volver a hablar con Margarethe Paulus.

—Tiene razón —dijo Fabel.

—¿Qué tal tu cabeza? —preguntó Susanne.

—Bien. Tampoco fue tan grave. Ha sido mi orgullo más bien el que ha quedado magullado.

—¿Sí? ¿Porque te vapuleó una mujer?

Habían encontrado un sitio junto a la ventana, relativamente alejado del resto de las otras mesas.

—Porque manejé mal la situación. ¿Qué has sacado en claro?

Susanne dejó caer el bloc, que se estampó sobre la mesa con un golpe sordo; se metió detrás de la oreja un mechón oscuro y, poniéndose las gafas, empezó a hojear sus notas.

—Es una psicópata, eso seguro. Pero, en todo caso, no es una asesina en serie. Köpke afirma taxativamente que ella no puede ser la responsable de ninguno de los demás asesinatos.

—No es cierto. Se fugó del sanatorio antes de que fueran asesinados Jake Westland y Armin Lensch. Y Jespersen. Podría haber cometido esos crímenes. De lo único que está libre de sospecha es de los asesinatos originales del Ángel.

—No, no es eso lo que Köpke quiere decir. Margarethe podría haber estado en condiciones de cometer esos otros asesinatos, pero Köpke está convencido de que ella pensaba exclusivamente en matar a Drescher. Habría asesinado a otros sin el menor escrúpulo, pero ella se veía a sí misma como entregada a una misión. Únicamente habría matado quien se hubiera interpuesto en su camino para acabar con Drescher.

—A lo mejor descubrió que Jespersen estaba sobre la pista de Drescher —dijo Fabel entre dos bocados.

—¿No te parece muy improbable? Déjame resumir lo que Köpke me ha contado. Margarethe es una psicópata, aunque es difícil precisar si es una psicópata primaria o secundaria. Los primarios suelen nacer así o tienen una predisposición genética a la psicopatía, mientras que los secundarios se vuelven a causa de la experiencia, del entorno, del consumo de drogas, etcétera. Margarethe sufrió obviamente un trauma neurológico por la operación cerebral que se le practicó en su infancia. Tal vez su psicopatía sea yatrógena, un efecto adverso de la intervención médica, pero es difícil asegurarlo. La psicopatía solo se manifiesta realmente en el curso de la adolescencia. Todos somos egocéntricos de niños: va incluido en la definición. Pero nosotros maduramos y llegamos a vernos como seres sociales, mientras que los psicópatas no. Lo más espeluznante es que hay muchas posibilidades de que una de cada cien personas sea un psicópata.

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