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Authors: James Dashner

Tags: #Fantasía, #Ciencia ficción

Las pruebas (13 page)

Thomas se detuvo —y obligó a Aris a hacer lo mismo—, impresionado por las palabras que acababan de salir de su boca. Era como si algo se hubiera apoderado de él y hubiera dicho esas cosas. Pero así era cómo se sentía. Era un sentimiento muy fuerte.

—¿Qué crees…?

Pero antes de que pudiera terminar aquel pensamiento, Fritanga empezó a gritar. Estaba señalando algo.

Thomas tan sólo tardó un segundo en advertir qué había alterado al cocinero.

A lo lejos, en dirección a la ciudad, dos personas corrían hacia ellos; sus cuerpos parecían formas fantasmagóricas de oscuridad en el espejismo del calor, mientras unas columnas de polvo se levantaban a su paso.

Capítulo 18

Thomas se quedó mirando a los corredores. Advirtió que los demás clarianos a su alrededor también se había detenido, como si les hubieran dado la orden tácita de hacerlo. Thomas tembló, algo que parecía completamente imposible con aquel calor sofocante. No sabía por qué sentía un escalofrío de miedo por la espalda —los clarianos sobrepasaban en número a los extraños que se acercaban, casi diez veces más—, pero la sensación era innegable.

—Que todo el mundo se junte más —dijo Minho—. Preparaos para luchar con esos pingajos al primer indicio de problemas.

El borroso espejismo del calor que ascendía ocultó a las dos figuras hasta que estuvieron a tan sólo unos cien metros de distancia. Los músculos de Thomas se tensaron cuando pudo verlos mejor. Recordaba demasiado bien lo que había visto por la ventana con barrotes hacía tan sólo unas pocas mañanas. Los raros. Pero aquellas personas le asustaban de un modo diferente.

Se pararon a unos siete metros delante de los clarianos. Uno era un hombre; la otra, una mujer, aunque Thomas sólo lo supo por su figura ligeramente curvilínea. Aparte de eso, tenían la misma constitución: altos y esqueléticos. Sus cabezas y sus caras estaban casi completamente tapadas, envueltas en una tela
beige
hecha jirones, en la que habían hecho unas pequeñas rendijas para ver y respirar. Sus camisetas y pantalones eran un batiburrillo de ropa sucia cosida, atada con tiras raídas de tela vaquera por algunos lados. Nada quedaba expuesto al fustigador sol, salvo sus manos, que estaban rojas, agrietadas y llenas de costras.

Los dos se quedaron allí, jadeando mientras recuperaban el aliento, emitiendo el ruido de dos perros enfermos.

—¿Quiénes sois? —preguntó Minho.

Los desconocidos no respondieron, no se movieron. Sus pechos se inflaban y se desinflaban. Thomas les observó desde debajo de su capucha improvisada. No se podía imaginar cómo alguien podía correr tan rápido sin que le diera un golpe de calor.

—¿Quiénes sois? —repitió Minho.

En vez de contestar, los dos desconocidos se separaron y empezaron a caminar en círculo alrededor del grupo de clarianos. Sus ojos, ocultos tras las rendijas en aquellas vendas de momia, permanecían fijos en los jóvenes mientras recorrían su amplio arco, como si los estuvieran evaluando para matarlos. Thomas notó cómo empezaba a aumentar la tensión en su interior. Esta se tornó insoportable cuando no pudo verlos a los dos a la vez. Se dio la vuelta para ver cómo volvían a reunirse detrás del grupo y les daban la cara de nuevo para quedarse quietos.

—Somos muchos más nosotros que vosotros —dijo Minho con una voz que revelaba frustración. Amenazarles tan pronto parecía desesperado—. Empezad a hablar. Decidnos quiénes sois.

—Somos raros.

Aquellas dos palabras salieron de la mujer con un breve estallido de irritación gutural. Sin ninguna razón aparente, señaló más allá de los clarianos, hacia la ciudad de la que habían salido corriendo.

—¿Raros? —repitió Minho, que se había abierto paso entre los del grupo para volver a acercarse a los desconocidos—. ¿Cómo los que intentaron entrar en nuestro edificio hace un par de días?

Thomas se encogió. Aquella gente no tendría ni idea de lo que Minho estaba hablando. De algún modo, los clarianos habían hecho un largo viaje desde donde estuvieran al atravesar el Trans Plano.

—Somos raros —esta vez fue el hombre el que habló, con una voz sorprendentemente más suave y menos ronca que la de la mujer. Pero no era amable. Señaló más allá de los clarianos, al igual que había hecho su compañera—. Hemos venido a ver si erais raros. Hemos venido a ver si tenéis el Destello.

Minho se volvió para mirar a Thomas y luego a otros tantos, con las cejas arqueadas. Nadie dijo nada. Se dio la vuelta.

—Un tío nos dijo que teníamos el Destello, sí. ¿Qué podéis contarnos sobre esta enfermedad?

—No os preocupéis —respondió el hombre; las tiras de tela que le envolvían la cara se movían a cada palabra—. Si lo tenéis, lo sabréis pronto.

—Bien, ¿y qué puñetas queréis? —preguntó Newt, que se acercó a donde estaba Minho—. ¿A vosotros qué os importa si somos raros o no?

Esta vez fue la mujer quien respondió, y actuó como si no hubiera oído las preguntas:

—¿Cómo habéis llegado a la Quemadura? ¿De dónde venís? ¿Cómo habéis llegado aquí?

Thomas estaba sorprendido por la… inteligencia evidente de sus palabras. Los raros que habían visto en el dormitorio parecían dementes, como si fueran animales. Aquella gente estaba lo bastante consciente para darse cuenta de que su grupo había salido de la nada. No se veía ninguna otra cosa en dirección opuesta a la ciudad.

Minho se inclinó para consultarle a Newt, luego se dio la vuelta y se acercó a Thomas.

—¿Qué le decimos a esta gente?

Thomas no tenía ni idea.

—No lo sé. ¿La verdad? No puede hacerle daño a nadie.

—¿La verdad? —repitió Minho con sarcasmo—. ¡Menuda idea, Thomas! Eres la leche de inteligente, como siempre —se volvió para mirar a los raros—. Nos ha enviado CRUEL. Salimos de un agujero que hay por ahí, tras recorrer un túnel. Se supone que tenemos que caminar ciento sesenta kilómetros al norte, cruzar la Quemadura. ¿Significa eso algo para vosotros?

Una vez más fue como si no hubieran oído ni una palabra de lo que había dicho.

—No se han ido todos los raros —dijo el hombre—. No todos ellos han pasado al Ido —pronunció la última palabra como si se refiriese a un lugar—. Son diferentes con distintos niveles. Será mejor que sepáis de quién haceros amigos y a quién evitar. O matar. Será mejor que aprendáis rápido si venís adonde estamos nosotros.

—¿Dónde estáis vosotros? —preguntó Minho—. Venís de la ciudad, ¿no? ¿Es allí donde viven todos los raros? ¿Hay comida y agua?

Thomas sintió las mismas ganas que Minho de hacer millones de preguntas; estuvo medio tentado de sugerir capturar a aquellos dos raros y obligarles a contestar. Pero por un momento pareció que no pretendían ayudarles: volvieron a separarse para volver a rodear a los clarianos y llegar a la parte más cercana a la ciudad.

En cuanto se reunieron en el sitio donde habían hablado al principio, con la lejana ciudad casi flotando entre ellos, la mujer dijo una última cosa:

—Si no lo tenéis aún, lo tendréis pronto. Lo mismo le pasó al otro grupo. Los que se supone que tienen que mataros.

Los dos desconocidos se dieron la vuelta y echaron a correr hacia el conjunto de edificios en el horizonte, para dejar a Thomas y al resto de clarianos en silencio, atónitos. Pronto, cualquier prueba de los raros se perdió en una masa de calor y polvo.

—¿El otro grupo? —dijo alguien, quizá Fritanga. Thomas estaba demasiado en trance observando cómo desaparecían los raros y preocupado por cómo se notaría el Destello.

—Me pregunto si estarán hablando de mi grupo.

Aquel era sin duda Aris. Thomas por fin se obligó a apartar la mirada.

—¿El grupo B? —le preguntó—. ¿Crees que ya han llegado a la ciudad?

—¡Hola! —soltó Minho—. ¿A quién le importa? Creo que debería atraer más nuestra atención el pequeño detalle de que supuestamente tienen que matarnos. O quizá lo relativo al Destello.

Thomas pensó en el tatuaje que tenía en la nuca, aquellas sencillas palabras que le asustaban.

—A lo mejor cuando dijo eso no se refería a todos nosotros —se señaló con el pulgar la espalda, hacia la amenazante marca—. Quizá se refería a mí en concreto. No sabría decir hacia dónde miraban.

—¿Cómo van a saber quién eres? —replicó Minho—. Además, no importa. Si alguien intenta matarte a ti, a mí o a cualquier otro, tendrán que intentar cogernos a todos. ¿Entendido?

—Eres un sol —dijo Fritanga con un resoplido—. Ve tú delante y muere con Thomas. Creo que yo me escabulliré y disfrutaré viviendo con la culpa.

Le lanzó una mirada especial que significaba que sólo estaba de broma, pero Thomas se preguntó si habría algo de verdad ahí oculta.

—¿Qué opinas? —preguntó Newt, pero entonces le hizo un gesto a Minho con la cabeza.

Minho puso los ojos en blanco.

—Seguimos adelante, eso es lo que opino. Mira, no nos queda otra alternativa. Si no vamos a esa ciudad, moriremos aquí de una insolación o de hambre. Si vamos, tendremos refugio durante un rato, tal vez incluso comida. Haya raros o no, allí es donde vamos a ir.

—¿Y el Grupo B? —preguntó Thomas y miró a Aris—. O de quienquiera que estuviesen hablando. ¿Y si de verdad quieren matarnos? Lo único que tenemos para luchar son nuestras manos.

Minho flexionó su brazo derecho.

—Si esa gente son de verdad las chicas con las que iba Aris, les enseñaré las armas que tengo y saldrán corriendo.

Thomas siguió insistiendo:

—¿Y si esas chicas tienen armas? ¿O saben luchar? ¿Y si no son ellas sino un puñado de cachas de dos metros a los que les gusta comer humanos? ¿O mil raros?

—Thomas…, no, todos vosotros —Minho dejó escapar un suspiro exasperado—, ¿podríais cerrar el pico y cortar el rollo de una vez? No hagáis más preguntas. A menos que se os ocurra una idea que no incluya una muerte segura, dejad de hablar, y aprovechemos la única oportunidad que tenemos. ¿Lo pilláis?

Thomas sonrió, aunque no supo de dónde vino aquel impulso. De alguna manera, con unas pocas frases, Minho le había animado, o al menos le había dado un poco de esperanza. Tenían que marcharse, moverse; hacer algo. Eso era.

—Mucho mejor —dijo Minho con un gesto de satisfacción—. ¿Alguien más quiere mearse en los pantalones y llamar llorando a mamá?

Se oyeron unas cuantas risitas, pero nadie dijo nada.

—Bien. Newt, ve delante, aunque tengas cojera. Thomas: tú, detrás. Jack, busca a alguien que te ayude con Winston para que puedas descansar. Vamos.

Y así lo hicieron. Aris llevó el fardo esta vez y Thomas se sintió muy bien, casi como si flotara sobre el suelo. Lo único que le costaba más era levantar la sábana; el brazo se le estaba debilitando y entumeciendo. Pero seguían avanzando, a veces caminando y otras, trotando.

Por suerte, el sol parecía caer con más rapidez a medida que se acercaba al horizonte. Según el reloj de pulsera que llevaba Thomas, los raros se habían marchado hacía una hora cuando el cielo se volvió de color naranja tirando a violeta y la intensa luz deslumbradora del sol empezó a fundirse con el horizonte, atrayendo la noche y las estrellas al cielo como una cortina.

Los clarianos continuaron moviéndose en dirección al débil centelleo de las luces que venían de la ciudad. Thomas casi podía disfrutarlo ahora que no sujetaba el fardo y se había quitado la sábana de encima.

Al final, cuando desapareció cualquier rastro del crepúsculo, se estableció la oscuridad total sobre la tierra como una niebla negra.

Capítulo 19

Poco después de que oscureciera, Thomas oyó gritar a una chica.

Al principio, no sabía lo que estaba oyendo o si eran imaginaciones suyas. Con las fuertes pisadas secas, el roce de los fardos y los susurros de las conversaciones entre dificultosos resuellos, costaba saber de qué se trataba. Pero lo que había empezado siendo casi un zumbido dentro de su cabeza, pronto se hizo inconfundible. En alguna parte, delante de ellos, tal vez de camino a la ciudad pero más cerca, los gritos de una chica rasgaron la noche.

Los demás estaba claro que también los habían oído, puesto que no tardaron en dejar de correr. En cuanto todos hubieron recuperado el aliento, fue más fácil oír aquel sonido perturbador.

Era casi como un gato, un gato herido que gemía. El tipo de ruido que le pone a uno los pelos de punta y le induce a taparse los oídos con las manos y rezar para que cese. Había algo antinatural, algo que dejaba a Thomas helado por dentro y por fuera. La oscuridad tan sólo añadía más miedo. Fuera quien fuera la causante, no estaba aún muy cerca, pero sus ensordecedores alaridos rebotaban como ecos vivientes que intentaran sofocar sus atroces sonidos en la tierra hasta su silencio definitivo en este mundo.

—¿Sabéis a lo que me recuerda? —preguntó Minho entre susurros, con una voz que denotaba miedo.

Thomas lo sabía:

—Ben. Alby. Yo, supongo. Los gritos después de la picadura del lacerador, ¿no?

—Has dado en el clavo.

—No, no, no —protestó Fritanga—. No me digáis que van a tener a esos mamones también aquí fuera. ¡No puede ser!

Newt respondió a medio metro a la izquierda de Thomas y Aris:

—No creo. ¿Recordáis lo húmeda y pegajosa que era su piel? Se convertirían en una gran bola de polvo si rodaran por este terreno.

—Bueno —dijo Thomas—, si CRUEL puede crear laceradores, también puede inventar un montón de otros monstruos, quizás aún peores. Odio decirlo, pero aquel tipo con aspecto de rata dijo que las cosas al final se pondrían difíciles.

—Una vez más, Thomas vuelve a dar un discurso de ánimo —anunció Fritanga. Intentaba parecer jovial, pero el comentario sonó malicioso.

—Tan sólo digo las cosas como son.

Fritanga se enfurruñó.

—Lo sé. Ahora sí que la situación es un asco.

—¿Y qué hacemos? —inquirió Thomas.

—Creo que deberíamos descansar —contestó Minho—, llenarnos las panzas y beber. Después deberíamos aguantar lo máximo posible mientras el sol aún esté oculto. A lo mejor podríamos dormir un par de horas antes de que amanezca.

—¿Y qué hay del grito psicótico de la mujer de ahí fuera? —preguntó Fritanga.

—Parece que está muy ocupada con sus propios problemas.

Por algún motivo, aquella afirmación aterrorizó a Thomas. Tal vez a los demás también, porque nadie dijo ni una palabra mientras se quitaban los fardos de sus hombros, se sentaban y empezaban a comer.

—Macho, ojalá se callara.

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