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Authors: Christopher Paolini

Legado (2 page)

Pero este se escondió, y no lo hubieran encontrado de no haber sido por el odio de Sloan, el carnicero, que mató a uno de los vigilantes para permitir la entrada de los Ra’zac al pueblo y que pudieran, así, pillar desprevenido a Roran.

El chico se libró de los Ra’zac y huyó, pero esas criaturas consiguieron arrebatarle a su querida Katrina, hija de Sloan. Entonces Roran convenció a los vecinos de Carvahall de que partieran con él, y todos viajaron por las montañas de las Vertebradas, la costa de Alagaësia y por el país meridional de Surda, que todavía estaba libre de las garras de Galbatorix.

Mientras tanto, la herida que Eragon tenía en la espalda continuaba atormentándolo. Durante la Celebración del Juramento de Sangre de los elfos, en la cual se conmemoraba el antiguo pacto entre Jinetes y dragones, su herida fue sanada por un dragón que los elfos invocaron al final de la fiesta. Además, le confirió a Eragon una fuerza y una velocidad similares a las de los propios elfos.

Después Eragon y Saphira volaron hasta Surda, adonde Nasuada había llevado a los vardenos para lanzar un ataque contra el Imperio de Galbatorix. Allí los úrgalos se aliaron con los vardenos, pues afirmaron que Galbatorix les había perturbado la mente y querían vengarse de él.

Entre los vardenos, Eragon encontró a la niña Elva, que había crecido a una prodigiosa velocidad a causa de su hechizo. Ahora ya tenía tres o cuatro años, y su mirada era de lo más grave, pues conocía el dolor de todos aquellos que estaban a su alrededor.

No lejos de la frontera de Surda, en la oscuridad de los Llanos Ardientes, Eragon, Saphira y los vardenos lucharon en una gran y sangrienta batalla contra el ejército de Galbatorix. En plena batalla, Roran y los vecinos de Carvahall se unieron a los vardenos, igual que los enanos, que habían marchado tras ellos desde las montañas Beor.

Sin embargo, lejos, en el este, se alzó un ser ataviado con una brillante armadura y montado sobre un centelleante dragón rojo.

Pronunció un hechizo que mató al rey Hrothgar. Eragon y Saphira lucharon contra ese Jinete y su dragón rojo, y descubrieron que se trataba de Murtagh, que combatía para Galbatorix, a quien había hecho un inquebrantable juramento de fidelidad. Y el dragón era Thorn, el segundo de los tres huevos, que ya había eclosionado.

Murtagh derrotó a Eragon y a Saphira gracias a la fuerza del eldunarí que Galbatorix le había dado. Pero permitió que escaparan, pues todavía sentía cierto aprecio por el chico. Y porque, tal como él mismo le contó a Eragon, eran hermanos: ambos eran hijos de Selena, la consorte favorita de Morzan.

Luego Murtagh le quitó
Zar’roc
, la espada de su padre, a Eragon y partió con Thorn de los Llanos Ardientes, igual que hizo el ejército de Galbatorix.

Después de la batalla, Eragon, Saphira y Roran volaron hasta Helgrind, la oscura torre de piedra que servía de escondite a los Ra’zac y a sus repugnantes compañeros, los Lethrblaka, y allí rescataron a Katrina. En otra de las celdas de Helgrind, Eragon encontró al padre de Katrina, ciego y medio muerto.

El chico pensó en matar a Sloan como castigo por su traición, pero rechazó la idea. En lugar de ello, hizo que Sloan se sumiera en un profundo sueño y dijo a Roran y Katrina que el padre de Katrina había muerto. Luego pidió a Saphira que llevara a Roran y a Katrina con los vardenos mientras él daba caza al último Ra’zac.

Así, Eragon mató a la última de estas criaturas. Luego se llevó a Sloan de Helgrind. Después de pensarlo mucho, descubrió cuál era el verdadero nombre de Sloan en el idioma antiguo, el lenguaje del poder y de la magia. Lo ató a su nombre y lo obligó a jurar que nunca más vería a su hija. Luego lo envió a vivir con los elfos. Pero lo que Eragon no le dijo a Sloan es que los elfos le curarían la ceguera si se arrepentía de su traición y su asesinato.

A medio viaje de regreso con los vardenos, Arya fue al encuentro de Eragon y, juntos, volvieron a pie y atravesando terreno enemigo.

Cuando llegaron, el chico supo que la reina Islanzadí había enviado a doce hechiceros elfos al mando de Blödhgarm para que lo protegieran a él y a Saphira. Eragon debilitó tanto como pudo la maldición que sufría la niña Elva, y consiguió que ya no sintiera la necesidad de protegerlos. A pesar de ello, ella siguió sintiendo el dolor ajeno.

Y Roran se casó con Katrina, que estaba embarazada, y por primera vez en mucho tiempo Eragon se sintió feliz.

Después, Murtagh, Thorn y un grupo de hombres de Galbatorix atacaron a los vardenos. Gracias a la ayuda de los elfos, Saphira y Eragon consiguieron rechazarlos. Éste y Murtagh se enfrentaron, pero ninguno de ellos consiguió derrotar al otro. Fue un combate difícil, pues Galbatorix había hechizado a los soldados para que no sintieran el dolor, y los vardenos sufrieron muchas bajas.

Cuando la batalla terminó, Nasuada envió a Eragon en representación de los vardenos a la elección del nuevo rey de los enanos. El chico no quería ir, pues Saphira tenía que quedarse para proteger el campamento de los vardenos, pero no le quedó más remedio que satisfacer a Nasuada.

Y Roran prestó su servicio con los vardenos, y subió de rango, pues demostró ser un hábil guerrero y un buen líder de los hombres.

Mientras Eragon estaba con los enanos, siete de ellos intentaron asesinarlo. Una investigación reveló que el clan Az Sweldn rak Nahûin era el responsable del ataque. Pero la reunión de clanes continuó, y Orik fue elegido para suceder a su tío. Saphira se reunió con Eragon para la coronación. Durante esta, la dragona cumplió la promesa que había hecho de que repararía el preciado zafiro estrellado que había roto durante la batalla de Eragon contra el Sombra Durza.

Al terminar la ceremonia, Eragon y Saphira regresaron a Du Weldenvarden. Allí, Oromis reveló la verdad sobre Eragon: no era hijo de Morzan, sino de Brom, aunque él y Murtagh sí tenían la misma madre, Selena. Oromis y Glaedr también explicaron qué era un eldunarí, y contaron que un dragón podía decidir separarlo de su cuerpo cuando todavía se encontraba vivo, aunque esa era una operación que debía llevarse con gran cuidado, pues cualquiera que lo poseyera podía controlar al dragón al cual pertenecía.

Mientras se encontraba en el bosque, Eragon decidió que necesitaba una espada para reemplazar la
Zar’roc
. Allí recordó un consejo que le había ofrecido Solembum, el hombre gato, durante sus viajes con Brom. Y así fue a buscar el árbol Menoa, en Du Weldenvarden. Cuando lo encontró, habló con él y el árbol consintió en darle el acero brillante que guardaba entre sus raíces a cambio de algo que no dijo.

Rhünon, el herrero elfo que había forjado todas las espadas de los Jinetes, trabajó con Eragon para forjar una espada nueva para él. La espada era azul y Eragon la bautizó como
Brisingr
, «fuego». La espada se envolvía en llamas cada vez que él pronunciaba su nombre.

Después Glaedr confió su corazón de corazones a Eragon y a Saphira, y estos regresaron con los vardenos mientras Glaedr y Oromis se unían a los suyos para atacar la parte norte del Imperio.

Durante el sitio de Feinster, Eragon y Arya encontraron a tres magos enemigos, uno de los cuales se había transformado en el Sombra Varaug. Con la ayuda de Eragon, la elfa lo mató.

Mientras tanto, Oromis y Glaedr se enfrentaban a Murtagh y a Thorn. Galbatorix consiguió dominar la mente de Murtagh. Y, empleando el brazo de este, mató a Oromis. Thorn acabó con el cuerpo de Glaedr.

Los vardenos vencieron en Feinster, pero Eragon y Saphira lamentaron la muerte de su maestro Oromis.

Los vardenos siguieron avanzando, e incluso ahora continúan penetrando en el Imperio en dirección a la capital, Urû‘baen, donde se encuentra Galbatorix, orgulloso y confiado, pues suya es la fuerza de los dragones.

En la grieta

La dragona Saphira rugió, y los soldados que se encontraban ante ella temblaron, acobardados.

—¡Conmigo! —gritó Eragon mientras levantaba
Brisingr
en alto y la sostenía por encima de su cabeza para que todos la vieran. La hoja de la espada brilló con unos destellos iridiscentes y azulados, desnuda ante la masa de nubes negras que se estaba formando en el oeste—. ¡Por los vardenos!

Una flecha pasó silbando por su lado, pero Eragon no se inmutó.

Los guerreros, reunidos al pie del montón de escombros sobre el cual se encontraban Eragon y Saphira, respondieron con un único y ronco bramido:

—¡Los vardenos!

Y blandiendo sus armas, se lanzaron a la carga corriendo sobre los cascotes de piedra.

Eragon se volvó y dio la espalda a sus hombres. Al otro lado del montón de escombros había un amplio patio donde se apiñaban unos doscientos soldados del Imperio. Por detrás de ellos se elevaba una torre del homenaje alta y oscura, con unas estrechas aspilleras por ventanas y unos torreones cuadrados, el más alto de los cuales estaba iluminado por una luz encendida en su interior. Eragon sabía que en algún punto del interior de esa torre se encontraba Bradburn, el gobernador de Belatona, la ciudad que los vardenos habían estado asediando durante muchas horas.

Con un grito de guerra, Eragon saltó por encima de los escombros en dirección a los soldados. Al verlo, estos retrocedieron desordenadamente, aunque mantuvieron las lanzas y las picas apuntando hacia el agujero que Saphira había abierto en el muro exterior del castillo.

Al aterrizar en el suelo, Eragon se torció el tobillo derecho y cayó apoyándose en la rodilla y en la mano con que manejaba la espada.

Uno de los soldados aprovechó la oportunidad y, saliendo de la formación, le tiró su lanza en dirección a la garganta, pero Eragon la desvió con un gesto de la muñeca al tiempo que desenfundaba
Brisingr
con una rapidez que ningún ser humano ni elfo hubieran podido seguir. El soldado se quedó boquiabierto y aterrorizado al comprender el error que había cometido. Intentó huir, pero no había tenido tiempo de moverse ni un centímetro cuando Eragon ya se había lanzado sobre él y le había lanzado una estocada en el vientre.

En ese momento, Saphira, escupiendo llamaradas azules y amarillas a su alrededor, aterrizó justo detrás de Eragon. El impacto de las patas de la dragona contra el suelo hizo temblar el patio entero, y los pequeños cristales que formaban un mosaico en el suelo delante de la torre del homenaje se desprendieron y salieron volando por el aire, como impulsados por la superficie golpeada de un tambor. Arriba, un par de contraventanas se abrieron y volvieron a cerrarse con un golpe seco.

Arya acompañaba a Saphira. Con el cabello largo y negro ondeando al viento y azotándole el rostro anguloso, la elfa saltó por encima del montón de escombros. Tenía los brazos y el cuello, al igual que el filo de la espada, manchados de sangre. Cuando aterrizó, solamente se oyó el golpe sordo de la piel de sus zapatos contra la piedra. La presencia de Arya dio ánimos a Eragon: no hubiera preferido a ninguna otra persona al lado de él y de Saphira; Arya era la compañera de armas perfecta. Eragon le sonrió, y ella le devolvió la sonrisa con una expresión fiera y jubilosa. En la batalla, su habitual actitud reservada desaparecía y la elfa mostraba una expresividad que pocas veces se veía en otras situaciones.

De repente, una llamarada de fuego azulado se extendió alrededor de ellos y Eragon se agachó detrás de su escudo para protegerse.

Miró por la pequeña abertura del yelmo y vio que Saphira bañaba a los atemorizados soldados en un torrente de llamas que, sin embargo, no les causaba ningún daño. Como respuesta, los arqueros apostados en las almenas del castillo lanzaron una andanada de flechas contra Saphira, pero el calor que emanaba de ella era tan intenso que gran parte de las flechas se prendieron en el aire y quedaron convertidas en cenizas. El resto se desvió gracias a la protección mágica con que Eragon había rodeado a la dragona. Solamente una de las flechas impactó con un golpe seco contra el escudo de Eragon y lo melló.

Tres de los soldados se vieron engullidos por las llamas y murieron en el acto, sin tener tiempo ni siquiera de gritar. Los demás se habían apiñado en medio del infierno de fuego y las puntas de sus lanzas deprendían brillantes destellos azulados. A pesar de que Saphira se esforzaba, no conseguía ni siquiera chamuscar al grupo de soldados, así que al final abandonó todo intento y cerró las fauces. El fuego desapareció y el patio quedó sumido en un silencio abrumador.

Eragon pensó, al igual que había hecho muchas otras veces, que el responsable del escudo mágico que protegía a los soldados debía de ser un mago hábil y poderoso. «¿Se trata de Murtagh? —se preguntó—. Si es así, ¿por qué no están él y Thorn aquí para defender Belatona? ¿Es que a Galbatorix no le importa conservar el dominio de sus ciudades?» Sin perder más tiempo, se lanzó a la carrera y, con un único golpe de
Brisingr
, cortó el extremo superior de doce lanzas con la misma facilidad con que, en su juventud, segaba los tallos de cebada. Clavó la espada en el soldado que tenía más cerca: atravesó su cota de malla como si no estuviera hecha más que de una tela fina e hizo fluir un manantial de sangre de su pecho. Otro hombre apareció de inmediato y recibió una estocada; y otro por la izquierda, al cual Eragon empujó con su escudo contra tres de sus compañeros haciéndolos caer al suelo a todos.

La reacción de los soldados era lenta y torpe, o así le parecía a Eragon mientras se abría paso entre sus filas lanzando estocadas con impunidad. Saphira apareció en medio de la refriega, a su izquierda: con sus enormes patas y su cola recubierta de púas barría a los soldados y los lanzaba volando por los aires, mientras que con sus fuertes mandíbulas los apresaba y los desgarraba. A su derecha, Arya se movía con la velocidad del rayo y cada golpe de su espada significaba la muerte para uno de los sirvientes del Imperio.

Eragon dio un giro esquivando dos lanzas que caían sobre él. En ese momento vio que se acercaba Blödhgarm, el elfo de pelo azulado como la noche, acompañado de los once elfos encargados de protegerle a él y a Saphira. Un poco más lejos, los vardenos habían penetrado en el patio a través del boquete del muro exterior del castillo; sin embargo, se habían detenido antes de lanzarse al ataque, pues acercarse a Saphira resultaba demasiado peligroso. Pero ni la dragona ni Eragon, ni tampoco los elfos, necesitaban ayuda alguna para acabar con los soldados.

Durante la pelea, Eragon y Saphira se fueron distanciando hasta quedar cada uno en un extremo del patio. A pesar de ello, Eragon no se sentía preocupado porque sabía que la dragona, aun sin el escudo mágico, era capaz de derrotar a un grupo de veinte o treinta humanos con facilidad.

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