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Authors: Christopher Paolini

Legado (3 page)

Una lanza impactó contra su escudo, golpeándole el hombro.

Eragon se giró hacia el soldado que la había lanzado, un hombre grande y lleno de cicatrices al que le faltaban los dientes inferiores, y se lanzó a la carrera contra él. Al verlo, el soldado intentó desenvainar una daga que llevaba colgada del cinturón, pero, antes de que lo consiguiera, Eragon lo embistió y le clavó el hombro en el esternón con tal fuerza que el tipo retrocedió varios metros y cayó al suelo apretándose el pecho con las dos manos.

En ese momento, una lluvia de flechas se precipitó sobre ellos y mató e hirió a muchos de los soldados. Eragon se alejó un poco y se pertrechó bajo su escudo. Aunque estaba seguro de que su escudo mágico lo protegía, no era bueno mostrarse descuidado: uno nunca sabía en qué momento un hechicero podría lanzar una flecha encantada capaz de atravesar su protección mágica. Eragon sonrió con amargura al darse cuenta de que los arqueros habían llegado a la conclusión de que su victoria dependía de que consiguieran matar a Eragon y a los elfos, sin reparar en cuántos de los suyos tuvieran que sacrificar para conseguirlo. «Ya es demasiado tarde —pensó, sintiendo una triste satisfacción—. Deberíais haber abandonado el Imperio cuando todavía teníais la posibilidad de hacerlo.»

La avalancha de flechas le dio la oportunidad de descansar unos instantes, lo cual agradeció. El ataque contra la ciudad había comenzado al alba, y él y Saphira se habían mantenido en la vanguardia desde ese momento.

Cuando la lluvia de flechas amainó, Eragon sujetó
Brisingr
con la mano izquierda y, con la derecha, cogió una lanza de los soldados y la apuntó hacia los arqueros, que se encontraban a unos doce metros hacia arriba. Sabía que era difícil lanzar bien si uno no tenía práctica en ello, así que no le pilló por sorpresa ver que fallaba el blanco que se había marcado. Pero sí se sorprendió al ver que la lanza no acertaba a ninguno de los arqueros que se alineaban en las almenas: la lanza pasó por encima de todos ellos y se rompió al impactar contra la pared del fondo del castillo. Al verlo, los arqueros prorrumpieron en carcajadas y abucheos, al tiempo que le dirigían gestos ofensivos.

De repente, un rápido movimiento a su lado captó su atención. Giró la cabeza justo a tiempo para ver que Arya tiraba su propia lanza contra los arqueros y atravesaba a dos que se encontraban juntos.

Luego señaló a los hombres con su espada y gritó:


¡Brisingr!

Inmediatamente, la lanza se encendió en un fuego de color verde esmeralda. Los arqueros se alejaron rápidamente de los cuerpos en llamas, abandonaron las almenas y se apiñaron ante las puertas que conducían a los pisos superiores del castillo.

—No es justo —se quejó Eragon—. Yo no puedo pronunciar este hechizo sin que mi espada se encienda como una hoguera.

Arya lo miró, divertida.

La lucha continuó unos minutos más, durante los cuales los soldados se rindieron o intentaron huir. Eragon dejó escapar a los últimos cinco soldados que tenía delante, pues sabía que no podrían llegar muy lejos. Luego, después de inspeccionar rápidamente los cuerpos que había a su alrededor para confirmar que estaban muertos, se giró para examinar el otro lado del patio. Allí, unos cuantos vardenos habían abierto las puertas del muro exterior y estaban empujando un ariete por la calle que conducía al castillo. Otros se estaban colocando en filas desordenadas delante de la puerta de la torre, dispuestos a entrar en el castillo y a enfrentarse a los soldados que había dentro. Entre ellos se encontraba el primo de Eragon, Roran, dando órdenes al destacamento que tenía bajo su mando mientras gesticulaba con el martillo que siempre llevaba en la mano.

En el extremo más alejado del patio, Saphira se encontraba en medio de los cuerpos de sus víctimas. Todo a su alrededor estaba destrozado. La dragona tenía todo el cuerpo manchado de sangre, y el color rojo contrastaba vívidamente con el azul de alhaja de sus escamas. Levantó la cabeza y soltó un rugido triunfal tan potente y feroz que ahogó el clamor de la ciudad.

Entonces se oyó un ruido de arrastre de cadenas procedente del interior del castillo, seguido por el de la fricción de unos grandes troncos de madera. El sonido llamó la atención de todo el mundo hacia las puertas de la torre que, con un boom hueco, se abrieron de par en par liberando una densa nube de humo procedente de las antorchas que había en el interior. Los vardenos empezaron a toser y se cubrieron la nariz y la boca. En algún punto de las profundidades de esa oscuridad retumbaron unos cascos metálicos contra el pavimento de piedra; al cabo de un instante, un caballo montado por un jinete apareció en el centro de la humareda. Con la mano izquierda, el jinete sujetaba un arma que a Eragon primero le pareció una lanza común, pero pronto se dio cuenta de que estaba hecha de un extraño material de color verde y de que su hoja de púas tenía un diseño desconocido. Un halo difuso rodeaba la punta de la lanza, y esa luz innatural delataba la presencia de magia.

El jinete tiró de las riendas e hizo que el caballo se colocara mirando hacia Saphira, quien, al verlo, ya empezaba a desplazar el peso de su cuerpo sobre sus patas traseras preparándose para lanzar uno de sus terribles y mortales zarpazos con las patas delanteras.

Eragon se alarmó seriamente: ese jinete se mostraba excesivamente seguro de sí mismo, y su lanza era demasiado rara e inquietante. A pesar de que el escudo mágico protegía a Saphira, estuvo seguro de que la dragona corría un peligro mortal. «No podré llegar a tiempo hasta ella», pensó. Decidió concentrarse en contactar con la mente de Shapira, pero esta estaba tan aplicada a su tarea que ni siquiera percibió la presencia de Eragon, y el hecho de encontrar su mente tan abstraída solo le permitió conseguir un contacto superficial con su conciencia. Eragon, entonces, decidió replegarse mentalmente en sí mismo e intentar recordar unas palabras antiguas con las que componer un sencillo hechizo que hiciera detener en seco al caballo.

Era un intento desesperado, pues no sabía si el jinete era un mago ni qué precauciones podía haber tomado en caso de ser atacado con algún encantamiento, pero Eragon no estaba dispuesto a quedarse sin hacer nada si la vida de Saphira corría algún riesgo. Inhaló y se llenó los pulmones, se repitió mentalmente la pronunciación correcta de algunos de los sonidos más difíciles del idioma antiguo y se dispuso a lanzar el hechizo.

Sin embargo, los elfos fueron más rápidos que él. Antes de que dijera la primera palabra, oyó que empezaban a entonar suavemente una canción. Sus voces, superponiéndose las unas a las otras, componían una melodía discordante e inquietante.


Mäe
… —fue lo único que Eragon consiguió decir antes de que la magia de los elfos surtiera efecto.

Los pequeños cristales que formaban un mosaico en el suelo justo delante del caballo empezaron a agitarse y a soltarse hasta que se fundieron y fluyeron como un río. Inmediatamente, la tierra se abrió formando una grieta larga y de una profundidad incierta. El caballo relinchó con fuerza y cayó hacia delante, rompiéndose las patas delanteras, pero mientras el animal se hundía en ese abismo, el jinete levantó el brazo y tiró su brillante lanza contra Saphira.

La dragona no tenía tiempo de huir, ni tampoco de esquivar la lanza, así que levantó una pata delantera en un intento por desviarla.

Pero falló por unos pocos centímetros, y Eragon vio, horrorizado, que se le clavaba en el pecho, justo por debajo de la clavícula. La rabia le nubló la vista. Sin pensarlo, invocó todas las reservas de energía que le quedaban —en su cuerpo, en el zafiro engarzado en la empuñadura de su espada, en los doce diamantes escondidos en el cinturón de Beloth
el Sabio
que llevaba en la cintura, y en
Aren
, el anillo élfico que adornaba su mano derecha— preparándose para aniquilar a ese jinete, sin importarle el riesgo que eso pudiera suponer. De repente, Blödhgarm saltó por encima de la pata izquierda de Saphira y aterrizó encima del jinete, como una pantera que cae sobre un venado, y lo tumbó de costado. El elfo ladeó la cabeza y, con un gesto salvaje, desgarró con sus blancos y largos dientes el cuello del hombre.

En ese momento se oyó un grito de dolor procedente de una de las ventanas que quedaban encima de la entrada de la torre, y casi al mismo tiempo, se produjo una potente explosión que lanzó un sinfín de bloques de piedra sobre los vardenos, rompiendo piernas y costillas como si fueran ramas secas.

Eragon no prestó atención a las piedras que caían sobre el patio y corrió hasta Saphira, casi sin darse cuenta de que Arya y sus guardias lo seguían. Unos elfos que se encontraban cerca de la dragona ya se habían reunido a su alrededor y examinaban la lanza que sobresalía de su pecho.

—¿Cómo…? ¿Está…?

Eragon estaba tan afectado que no pudo terminar las frases.

Deseaba comunicarse mentalmente con Saphira, pero mientras pudiera haber algún hechicero enemigo en la zona, no se atrevía a hacerlo por miedo a que sus pensamientos pudieran ser espiados y a que los rivales pudieran dominar su cuerpo. Después de una espera que se le hizo interminable, oyó que Wyrden, uno de los elfos, decía:

—Ya puedes dar las gracias al destino,
Asesino de Sombra
.

Todos los elfos, excepto Blödhgarm, circunspectos como sacerdotes ante un altar, pusieron las palmas de las manos sobre el pecho de Saphira y entonaron una canción que sonó como un susurro del viento entre un bosquecillo de sauces. Cantaron al calor y al crecimiento, al músculo y tendón y a la sangre, así como a otros elementos más arcanos. Saphira, con un esfuerzo que debió de ser titánico, aguantó durante todo el ensalmo, pero unos temblores sacudían su cuerpo cada poco. Un hilo de sangre le manaba del lugar en que tenía la lanza clavada.

Blödhgarm se puso al lado de Eragon, y este lo miró un momento.

El elfo tenía el pelo de la barbilla y del cuello manchado de sangre, lo cual hacía que su habitual color azul noche se hubiera vuelto de un negro opaco.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Eragon, señalando las llamas que todavía estaban vivas en la ventana de encima del patio.

Blödhgarm se lamió los labios un momento dejando al descubierto sus colmillos gatunos antes de responder:

—En cuanto él murió, pude penetrar en la mente del soldado y, a través de ella, llegar a la mente del mago que lo estaba ayudando.

—¿Mataste al mago?

—En cierta manera, sí. Lo obligué a matarse. En condiciones normales no hubiera recurrido a una estrategia tan teatral y extravagante, pero me sentía… exasperado.

Eragon dio unos pasos hacia delante, pero se detuvo en seco al oír que Saphira emitía un gemido prolongado y grave. La lanza que tenía clavada en el pecho empezó a desprenderse sin que nadie la tocara.

La dragona abrió los ojos con dificultad y tomó aire de forma entrecortada mientras los últimos quince centímetros de lanza emergían de su cuerpo. La punta de pinchos, con el halo de color esmeralda, cayó al suelo y rebotó en las piedras del pavimento con un sonido que se parecía más al del latón que al del metal.

Los elfos dejaron de cantar y apartaron las manos del cuerpo de Saphira. Sin esperar más, Eragon corrió a su lado y le acarició el cuello. Deseaba tranquilizarla, decirle lo asustado que se había sentido, unir su mente con la de la dragona. En lugar de eso, se conformó con clavar la mirada en uno de sus ojos azules y brillantes y le preguntó:

—¿Estás bien?

Le sonó trivial en comparación con la profundidad de la emoción que sentía. Saphira respondió con un guiño de ojo; luego bajó la cabeza y le acarició el rostro con un suave soplido de aire caliente.

Eragon sonrió. Luego, dirigiéndose a los elfos, les dio las gracias en el idioma antiguo.


Eka elrun ono, älfya, wiol förn thornessa
.

Los elfos que habían colaborado en la sanación, incluida Arya, asintieron con la cabeza e hicieron rotar las muñecas derechas frente al pecho, en el gesto de respeto propio de los de su raza. Entonces Eragon se dio cuenta de que la mitad de los elfos que cuidaban de él y de Saphira estaban pálidos, débiles y que casi no podían tenerse en pie.

—Retiraos y descansad —les dijo—. Si os quedáis, solo conseguiréis que os maten. ¡Marchaos, es una orden!

Eragon notó que los siete elfos detestaban tener que irse, pero al final respondieron:

—Como desees,
Asesino de Sombra
.

Se alejaron del patio pasando por encima de los cuerpos y de los escombros. Se los veía nobles y dignos, a pesar de que se encontraban al límite de sus fuerzas.

Luego Eragon fue a reunirse con Arya y con Blödhgarm, que estaban examinando la lanza. Ambos tenían una expresión extraña en el rostro, como si no estuvieran seguros de qué hacer. Eragon se agachó a su lado, con cuidado de no rozar el arma con ninguna parte del cuerpo. Observó las delicadas líneas talladas en la base de la hoja, que le resultaron familiares, aunque no sabía exactamente por qué; el asta de tono verdoso, que estaba hecha de un material que no era ni madera ni metal, y ese suave destello, que le recordaba las linternas sin llama que los elfos y los enanos utilizaban para alumbrar sus casas.

—¿Creéis que puede ser obra de Galbatorix? —preguntó—. Quizás haya decidido que prefiere matarnos a Saphira y a mí en lugar de capturarnos. A lo mejor cree que nos hemos convertido en una amenaza para él.

Blödhgarm sonrió sin ganas.

—Yo no me engañaría con ese tipo de fantasías,
Asesino de Sombra
. Nosotros no somos más que una pequeña molestia para Galbatorix. Si alguna vez quiere matarnos, a ti o a nosotros, solo tiene que volar en línea recta desde Urû’baen y presentar batalla. Caeríamos como hojas secas bajo un viento de invierno. La fuerza de los dragones lo acompaña, y nadie puede resistirse a su poder. Además, Galbatorix no cambia tan fácilmente de objetivo. Quizás esté loco, pero también es astuto y, por encima de todo, es decidido. Si desea hacerte su esclavo, perseguirá ese objetivo como una obsesión, y nada lo podrá detener, excepto el instinto de supervivencia.

—En cualquier caso —intervino Arya—, esto no es obra de Galbatorix. Es obra nuestra.

Eragon frunció el ceño.

—¿Obra nuestra? Esto no lo han hecho los vardenos.

—No lo han hecho los vardenos, sino un elfo.

—Pero… —Eragon dudó un momento, intentando encontrar una explicación—. Pero ningún elfo accedería a trabajar para Galbatorix.

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