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Authors: Agatha Christie

Los cuatro grandes (9 page)

—¿No va a denunciar a
madame
Olivier a la policía?

—No me creerían. Piense que es uno de los ídolos de Francia. Y nosotros no podemos demostrar nada Podremos considerarnos afortunados si ella no nos denuncia a nosotros.

—¿Cómo?

—Piense en ello. Nos encuentran de noche en el laboratorio con unas llaves que ella jurará que jamás nos entregó. Nos sorprenden en la caja fuerte; la amordazamos y la atamos y a continuación huimos. No se haga ilusiones, Hastings. La bota no está en la pierna que corresponde... ¿no lo dicen así ustedes los ingleses?

Capítulo VIII
-
En la boca del lobo

Después de nuestra aventura en el chalet de Passy. volvimos apresuradamente a Londres. Allí le aguardaban a Poirot varias cartas. Leyó una de ellas con una curiosa sonrisa y luego me la entregó.

—Lea esto,
mon ami
.

Miré primero la firma «Abe Ryland», y recordé las palabras de Poirot: «el hombre más rico del mundo». La carta era breve e incisiva. En ella manifestaba su profunda insatisfacción por la razón aducida por Poirot para retirarse en el último momento del asunto que se le había ofrecido en América del Sur.

—Esto da mucho que pensar, ¿no le parece? —dijo Poirot.

—Supongo que es muy natural que se haya molestado un poco.

—No, no, no me ha entendido. Recuerde las palabras de Mayerling, el hombre que se refugió aquí para acabar muriendo en manos de sus enemigos. El Número Dos está representado «por una 'S' con dos líneas que la atraviesan, es decir, el signo del dólar; también por dos barras y una estrella. Cabe suponer, por tanto, que se trata de un súbdito estadounidense y que representa el poder de la riqueza». Añada a esas palabras el hecho de que Ryland me ofreció una enorme suma para que cayera en la tentación de salir de Inglaterra... y... ¿y qué me dice de ello, Hastings?

—Eso significa —dije mirándole— que sospecha usted que Abe Ryland, el multimillonario, es el Número Dos de los Cuatro Grandes.

—Su brillante intelecto ha captado la idea, Hastings. Sí, eso es lo que sospecho. El tono en que ha dicho multimillonario ha sido elocuente, pero permítame que subraye un hecho. Este asunto lo dirigen hombres situados en las altas esferas, y el señor Ryland tiene fama de no ser muy honrado en sus tratos comerciales. Es un hombre hábil, falto de escrúpulos, que dispone de toda la riqueza que necesita y cuyo deseo de poder no tiene límites.

Indudablemente había que decir algo en relación con lo afirmado por Poirot. Le pregunté cuándo se había formado una opinión definitiva sobre esta cuestión.

—A decir verdad, no puedo afirmar nada con seguridad. No puedo estar seguro,
mon ami
Permítame asignarle definitivamente el Número Dos a Abe Ryland y nos habremos acercado más a nuestro objetivo.

—Ryland acaba de llegar a Londres, según veo —dije yo señalando la carta—. ¿Irá a verlo para presentarle sus excusas personalmente?

—Podría hacerlo.

Dos días después, Poirot volvió a nuestras habitaciones en un estado de inconcebible agitación.

—Amigo mío, ¡se ha presentado una ocasión asombrosa, sin precedentes, una ocasión que no se repetirá nunca! Pero existe un peligro, un grave peligro. No debería ni siquiera pedirle que lo intentara

Si Poirot trataba de asustarme no lo iba a conseguir de ese modo, y así se lo hice saber. Expuso entonces, con menos incoherencia, su plan.

Al parecer Ryland buscaba un secretario inglés, alguien que supiera comportarse en sociedad y tuviese buena presencia. Poirot sugirió que solicitara yo el puesto.

—Lo haría yo mismo,
mon ami
—explicó excusándose—. Pero, como comprenderá, para mí es casi imposible disfrazarme del modo adecuado. Hablo muy bien el inglés, salvo cuando estoy emocionado; pero mi pronunciación me traicionaría. Y aunque tuviera que sacrificar mi bigote, no me cabe duda de que seguiría siendo reconocido como Hércules Poirot.

Como sus argumentos me parecieron lógicos, le dije que estaba dispuesto a representar el papel e introducirme entre la gente de Ryland.

—Pero le apuesto diez contra uno a que no me va a contratar —observé.

—Sí, sí lo hará. Prepararé para usted tales recomendaciones que no tendrá más remedio que aceptarle. El propio ministro del interior le recomendará.

A mí me pareció que esto era llevar las cosas un poco lejos, pero Poirot rechazó mis protestas.

—Sí, le recomendará con gusto. Investigué para él un pequeño asunto que podría haber causado un grave escándalo. Todo se resolvió con discreción y delicadeza y ahora, como dicen ustedes los ingleses, se posa en mi mano como un pajarito y come las miguitas.

Lo primero que hicimos fue contratar los servicios de un artista del maquillaje. El hombrecillo tenía una curiosa manera de volver la cabeza, de un modo parecido a como lo hacen las aves. Los movimientos del propio Poirot no eran muy diferentes. Me estuvo estudiando durante algún tiempo en silencio y luego se puso a trabajar. Cuando media hora después me miré en el espejo, me quedé asombrado. Unos zapatos especiales hicieron que mi estatura aumentara por lo menos en cinco centímetros. Mi chaqueta fue reformada con objeto de darme un aspecto larguirucho, flaco y débil. La habilidosa alteración de mis cejas confirió un aspecto totalmente distinto a mi cara. Me puse almohadillas entre los dientes y los carrillos, y el intenso bronceado de mi cara desapareció, así como el bigote. A un lado de la boca destacaba un diente de oro.

—Su nombre —dijo Poirot— es Arthur Neville. Que Dios le guarde, amigo mío: mucho me temo que va usted a moverse por lugares peligrosos.

A la hora indicada por el señor Ryland, me presenté en el Hotel Savoy con el corazón latiéndome fuertemente, y pedí ver al gran magnate.

Tras aguardar unos minutos, me hicieron subir a su suite.

Ryland estaba sentado ante una mesa. Frente a él tenía abierta una carta que con el rabillo del ojo pude ver estaba escrita de puño y letra por el mismísimo ministro del interior. Era la primera vez que veía al millonario norteamericano y, sin poderlo remediar, me causó una excelente impresión. Era un hombre alto y delgado, con la barbilla prominente y la nariz ligeramente aguileña. Sus ojos brillaban fríos y grises detrás de unas cejas salientes. Tenía el pelo espeso y gris, y en la comisura de la boca llevaba, con una inclinación un tanto chulesca, un largo puro (sin el cual, como supe después, nunca se le veía).

—Siéntese —gruñó.

Me senté. Golpeó con los dedos la carta que tenía frente a él.

—Según me dicen aquí, es usted el hombre adecuado y no es necesario que yo busque más. Dígame, ¿está al tanto de las cuestiones relacionadas con la alta sociedad?

Le dije que creía poderle satisfacer en ese aspecto.

—Quiero decir que, si invito a duques, condes y vizcondes, etc. a la finca que he adquirido en el campo, ¿será usted capaz de clasificarlos correctamente y ponerlos en donde corresponda alrededor de una mesa?

—Naturalmente —repliqué, sonriendo.

Siguió examinándome durante algunos minutos y por último me contrató. Lo que deseaba el señor Ryland era un secretario que estuviera familiarizado con la sociedad inglesa. Ya tenía un secretario y una taquígrafa norteamericanos.

Dos días después fui a Hatton Chase, la residencia del duque de Loamshire, que el norteamericano millonario había alquilado por un período de seis meses.

Mis obligaciones no representaron para mí dificultad alguna. En cierta época de mi vida había sido secretario particular de un antiguo diputado del parlamento, por lo que el papel que tenía que desempeñar me resultaba bastante familiar. Aunque el señor Ryland solía tener muchos invitados durante el fin de semana, los restantes días eran relativamente tranquilos. Veía poco al señor Appleby, el secretario norteamericano, pero me pareció un joven normal y agradable, muy eficiente en su trabajo. Aún veía menos a la señorita Martin, la taquígrafa. Se trataba de una bonita muchacha de unos veintitrés o veinticuatro años, con pelo castaño rojizo y ojos pardos que en algunas ocasiones podían parecer traviesos: bien es verdad que la mayor parte de las veces la joven bajaba formalmente la mirada. Me pareció que su jefe no era santo de su devoción, aunque, por supuesto, tenía un buen cuidado de no dejar traslucir sus sentimientos. Sin embargo, llegó un momento en que inesperadamente me hizo depositario de su confianza.

Yo, claro está, había estudiado cuidadosamente a todos los miembros de la casa. Algunos de los sirvientes habían sido contratados recientemente: uno de los criados, al parecer, y algunas de las doncellas. El mayordomo, el ama de llaves y el cocinero pertenecían al personal del duque, y habían accedido a seguir en la casa. Descarté a las doncellas por parecerme poco importantes. Examiné muy cuidadosamente a James, el segundo lacayo; pero estaba claro que no era más que un lacayo de segunda clase y solamente eso. Había sido contratado, por supuesto, por el mayordomo. Una de las personas que menos confianza me inspiró fue Deaves, el ayuda de cámara de Ryland, a quien éste se había traído de Nueva York. Aunque inglés de nacimiento y de modales irreprochables, yo abrigaba sin embargo vagas sospechas en relación con su persona.

Llevaba ya tres semanas en Hatton Chase y no se había producido ninguna clase de incidente con el que yo pudiera fundamentar nuestra teoría. No existía ningún indicio de las actividades de los Cuatro Grandes. Aunque el señor Ryland era un hombre de una fuerza y personalidad arrolladoras llegué a creer que Poirot había cometido una equivocación al relacionarlo con aquella terrible organización. De un modo casual oí incluso cómo hablaban de Poirot una noche durante la cena.

—Dicen que es un tipo extraordinario; pero a mí me parece más bien una persona que desiste fácilmente de lo que ha comenzado. ¿Que cómo lo sé? Hice un trato con él y me dejó plantado en el último minuto. No quiero saber nada más de ese
monsieur
Hércules Poirot de ustedes.

En momentos como aquéllos era cuando me parecían más fastidiosas las almohadillas que llevaba entre los dientes y los carrillos.

Por entonces, la señorita Martin me contó una historia bastante curiosa. Ryland había ido a pasar el día a Londres, y se había llevado consigo a Appleby. La señorita Martin y yo paseábamos por el jardín después del té. La joven me gustaba mucho por su modo de ser, natural y poco afectado. Comprendí que había algo que le preocupaba y ese algo salió por fin a la luz en la conversación.

—¿Sabe, comandante Neville —me dijo—, que estoy pensando en abandonar este empleo?

Me mostré algo asombrado y ella continuó atropelladamente.

—¡Ya sé que en cierto modo es estupendo conseguir un empleo así! Supongo que la mayoría de las personas me considerarían tonta por abandonarlo. Pero no soporto los malos tratos, comandante Neville. Escuchar palabrotas como si estuviéramos entre carreteros es más de lo que puedo aguantar. Ningún caballero haría tal cosa.

—¿Le habla Ryland en esa forma?

Ella afirmó.

—Por supuesto, tiene mal carácter y está siempre irritado. Eso es algo que no puede sorprenderle a nadie durante la jornada de trabajo. Pero dejarse arrebatar por esos accesos de violencia... por nimiedades. ¡Realmente me miró como si se dispusiera a matarme! Y, como ya le digo, por una cosa sin la menor importancia.

—Cuénteme qué pasó —le dije muy interesado.

—Como sabe, abro todas las cartas dirigidas al señor Ryland. Algunas se las paso al señor Appleby, de otras me ocupo yo personalmente; pero soy yo siempre quien hace la clasificación preliminar. Ahora bien, hay ciertas cartas que están escritas en papel azul y con un diminuto cuatro marcado en la esquina... perdón, ¿decía usted?

Yo no pude reprimir una exclamación ahogada, pero me apresuré a negar con la cabeza y le rogué que continuara.

—Bien, pues, como iba diciendo, llegan estas cartas y hay órdenes estrictas de no abrirlas nunca. Debo entregárselas directamente y sin abrir al señor Ryland. Por supuesto, siempre lo he hecho así. Pero ayer por la mañana hubo un volumen inusitadamente grande de correo y yo estaba abriendo las cartas con mucha prisa. Por equivocación abrí una de las cartas azules. Tan pronto como vi lo que había hecho, se la llevé al señor Ryland y le expliqué lo que me había pasado. Con gran sorpresa por mi parte, se puso extraordinariamente furioso. Como le decía me asusté muchísimo.

—¿Qué cree que podía contener la carta para que se alterara de ese modo?

Absolutamente nada, y eso es lo más curioso del caso. Yo la había leído antes de descubrir mi equivocación. Era muy breve y todavía la recuerdo palabra por palabra; en ella no había nada que pudiera contrariar a nadie.

—¿Dice que puede recordarla? —dije animándola a que la repitiera.

—Sí—. Hizo una pausa durante unos momentos y a continuación repitió lentamente el contenido de la carta mientras yo anotaba las palabras con discreción. La carta decía así:

Distinguido señor Lo esencial ahora es que vea la propiedad. Si usted quiere incluir la cantera, entonces parece razonable diecisiete mil. Excesivo el once por ciento. El cuatro es suficiente. Le saluda atentamente

Arthur Leversham

La señorita Martin siguió diciéndome:

—Se refiere evidentemente a alguna propiedad que el señor Ryland pensaba comprar. Pero, francamente, considero que es peligroso un hombre que por una nimiedad es capaz de montar en cólera de ese modo. ¿Qué cree que debo hacer, señor Neville? Usted tiene más mundo que yo.

Tranquilicé a la joven y le indiqué que el señor Ryland sufría probablemente de la enfermedad propia de los miembros de su clase: la dispepsia. Al final la dejé bastante confortada. Con todo, yo no estaba tan satisfecho de mí mismo. Una vez que la muchacha se hubo ido y pude quedarme solo, saqué mi cuaderno de notas y escribí la carta de la que había tomado nota. ¿Qué significado tendría aquella aparentemente inocente misiva? ¿Se referiría a algún negocio que Ryland había emprendido y del que tenía gran interés en que no se escapara ningún detalle hasta que la operación se hubiera realizado? Esa era una posible explicación. Pero recordé el pequeño cuatro con el que se marcaban los sobres y pensé que, por fin, me hallaba sobre la pista de lo que estábamos buscando.

Toda aquella noche y la mayor parte del día siguiente lo pasé estudiando la carta... y de pronto hallé la solución. Era muy sencillo. La cifra cuatro era la guía. Leyendo una palabra de cada cuatro en la carta, aparecía un mensaje' completamente distinto:

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