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Authors: Agatha Christie

Los cuatro grandes (5 page)

—¿Cómo? Entonces, ¿quién es?

—Creo que el asesino es un hombre más joven. Fue hasta el Chalet de Granito en un carro, que dejó fuera. Entró, cometió el crimen, salió y se marchó de nuevo. Llevaba la cabeza descubierta y sus ropas estaban ligeramente manchadas de sangre.

—¡Pero todo el pueblo le habría visto!

—No necesariamente, si se dieron ciertas circunstancias.

—Si hubiese estado oscuro, quizá; pero el crimen se cometió en pleno día.

Poirot se limitó a sonreír.

—Y el caballo y el carro, señor... ¿Cómo podría usted saber eso? Por delante de la casa pasa un gran número de vehículos con ruedas. No puede verse la huella de uno en particular.

—Quizá no con los ojos del cuerpo; pero sí con los ojos de la imaginación.

El inspector me miró sonriendo y se tocó significativamente la frente. Yo estaba completamente desconcertado, pero tenía fe en Poirot. No se discutió más mientras regresábamos a Moreton con el inspector. A Poirot y a mí nos condujeron hasta donde estaba Grant y nos indicaron que durante la entrevista tenía que estar presente un policía. Poirot fue directamente al grano.

—Grant, sé que no ha cometido este crimen. Dígame a su modo, pero exactamente, lo que sucedió.

El detenido era un hombre de mediana estatura y facciones desagradables. Si alguien ha tenido alguna vez aspecto de presidiario era él.

—Le juro que yo no lo hice —gimoteó—. Alguien puso esas figuritas de vidrio entre mis cosas. Ha sido una trampa para echarme la culpa a mí, eso es lo que ha sido. Tal como dije, fui derecho a mis habitaciones cuando entré. No supe nada hasta que Betsy se puso a gritar. Le juro que yo no lo hice.

Poirot se levantó.

—Si no puede decirme la verdad, hemos terminado.

—Pero, jefe...

—Usted entró en el cuarto de estar. Usted sabia que su patrón había muerto y estaba preparándose para huir cuando la buena de Betsy hizo su terrible descubrimiento.

El hombre se quedó mirando fijamente a Poirot con la boca abierta

—Vamos, ¿fue así o no? Le digo solemnemente, bajo mi palabra de honor, que su única oportunidad depende de que hable con sinceridad.

—Me arriesgaré —dijo el hombre de pronto—. Fue como dice. Entré, y fui directamente hacia el patrón. Y allí estaba, muerto en el suelo y rodeado de sangre. Entonces me asusté. Ellos descubrirían mis antecedentes y con toda seguridad dirían que había sido yo quien le había matado. Sólo pensé en huir... enseguida... antes de que lo encontraran...

—¿Y las figuritas de jade?

El hombre se mostró indeciso.

—Verá usted...

—¿Las cogió por una especie de regresión al instinto, por decirlo así? Había oído decir a su patrón que las figuritas eran valiosas y pensó que ya puesto era mejor liarse la manta a la cabeza Eso lo comprendo. Ahora bien, contésteme a esto. Cuando se llevó las figuritas, ¿era la segunda vez que entraba en el cuarto de estar?

—No entré una segunda vez. Con una había tenido bastante.

—¿Está seguro de eso? —Completamente seguro.

—De acuerdo. ¿Cuándo salió usted de la cárcel?

—Hace dos meses.

—¿Cómo consiguió ese empleo?

—Por medio de una de esas sociedades de ayuda a los presos. Un individuo vino a mi encuentro cuando salí de la cárcel.

—¿Cómo era?

—No era exactamente un cura, pero lo parecía. Llevaba un sombrero de fieltro negro y hablaba de un modo un tanto rebuscado. Tenía un diente roto y llevaba gafas. Su nombre era Saunders. Dijo que esperaba que yo me hubiera arrepentido y que él me podría encontrar un buen puesto de trabajo. Fui a ver al viejo Whalley con su recomendación.

Poirot se levantó una vez más.

—Gracias. Ahora ya lo sé todo. Tenga paciencia.

Se detuvo en el umbral de la puerta y añadió:

—¿Le dio Saunders un par de botas?

Grant se quedó pasmado.

—Sí, me las dio. ¿Pero cómo lo sabe usted?

—Mi oficio consiste en saber cosas —dijo Poirot muy serio.

Después de conversar brevemente con el inspector, los dos nos fuimos al parador del Ciervo Blanco, y pedimos huevos con tocino y sidra de Devonshire.

—¿Ha aclarado algo ya? —preguntó Ingles con una sonrisa.

—Sí, el caso está ya suficientemente claro; pero me va a costar mucho trabajo demostrar mi teoría. Whalley fue asesinado por orden de los Cuatro Grandes; pero no fue Grant quien lo hizo. Un hombre muy hábil le consiguió a Grant el empleo y planeó deliberadamente hacer de él un chivo expiatorio, lo que no resultó difícil debido a los antecedentes penales de Grant. Compró dos pares de botas. Dio uno de ellos a Grant y se quedó con el otro. Fue muy sencillo. Mientras Grant estaba fuera de la casa y Betsy charlaba en el pueblo (que es lo que probablemente hizo todos los días de su vida), el asesino llegó calzando las botas duplicadas, entró en la cocina, pasó al cuarto de estar y derribó al viejo de un golpe. Luego le cortó la garganta. Volvió a la cocina, se quitó las botas, se puso otro par y llevando en las manos el primer par salió hasta su carro y se marchó.

Ingles miró fijamente a Poirot.

—Queda todavía una pega. ¿Por qué no le vio nadie?

—¡Ah! Estoy convencido de que ahí es en donde entra la habilidad del Número Cuatro. Todo el mundo lo vio y, sin embargo, nadie lo vio. ¡Se presentó en un carro de carnicero!

Proferí una exclamación.

—¿La pierna de cordero?

—Exactamente, Hastings, la pierna de cordero. Todo el mundo juró que nadie había estado en el Chalet de Granito aquella mañana; sin embargo, en la despensa encontré una pierna de cordero todavía congelada. Era lunes, por lo que la carne debía haber sido repartida aquella mañana. Si la hubieran llevado el sábado, con este tiempo caluroso, no habría permanecido congelada durante el domingo. Por consiguiente, alguien había estado en el chalet: un hombre que no atrajera la atención por dejar aquí o allí una huella de sangre.

—¡Tremendamente ingenioso! —exclamó Ingles aprobando lo que acababa de decir Poirot.

—Sí, el Número Cuatro es muy inteligente.

—¿Tanto como Hércules Poirot?

Mi amigo me lanzó una mirada de reproche con aire solemne.

—Hay bromas que no debe permitirse, Hastings —dijo sentenciosamente—. ¿Acaso no he salvado a un inocente de ser enviado al patíbulo? Para un día de trabajo creo que es más que suficiente.

Capítulo V
-
La desaparición de un científico

En mi opinión personal, ni siquiera cuando un jurado absolvió a Robert Grant, alias Biggs, de la acusación de asesinato en la persona de Jonathan Whalley, quedó plenamente convencido el inspector Meadows de su inocencia. Las pruebas que él había acumulado contra Grant (sus antecedentes penales, el jade que había robado, las botas que encajaban tan exactamente en las huellas de las pisadas) eran demasiado completas para perturbar fácilmente su mente práctica; pero Poirot, obligado a prestar declaración muy en centra de sus deseos, convenció al jurado. Fueron presentados dos testigos que habían visto cómo el carro del carnicero llegaba hasta el chalet el lunes por la mañana, y el carnicero local declaró que su carro sólo pasaba por allí los miércoles y los viernes.

También hubo una mujer que, al ser interrogada, recordó haber visto al hombre de la carnicería abandonando el chalet; con todo, no fue capaz de proporcionar una descripción útil del sujeto. La única impresión que parecía haber dejado en la memoria de aquella mujer fue la de que iba bien afeitado, era de estatura mediana y tenía exactamente el mismo aspecto que un dependiente de carnicería. Ante esta descripción, Poirot se encogió de hombros filosóficamente.

—Es tal como se lo digo, Hastings —me señaló después del juicio—. Es un artista. No se disfraza con una barba falsa ni con gafas ahumadas. Altera sus facciones, sí; pero eso es lo menos importante. Por el momento, él es el hombre que quiere ser. Vive en su papel.

No tuve más remedio que admitir que el visitante que dijo proceder del manicomio de HanweII encajaba perfectamente con la idea que yo tenía de lo que debe parecer un empleado de un centro de esa naturaleza No hubiera dudado de él ni por un momento.

Todo era un poco desalentador, y la experiencia que tuvimos en Dartmoor no pareció ayudarnos mucho. Así se lo dije a Poirot, pero él no quiso reconocer que hubiéramos perdido el tiempo.

—Progresamos —dijo—, progresamos. Cada vez que entramos en contacto con ese hombre, conocemos un poco mejor su mentalidad y sus métodos. Por el contrario, él no sabe nada de nosotros ni de nuestros planes.

—En eso, Poirot —protesté—, él y yo nos hallamos por lo que parece en la misma situación. Para mí, es como si usted no tuviera ningún plan y estuviera sentado, aguardando a que él haga algo.

Poirot sonrió.


Mon ami
, usted no cambia. Siempre es el mismo Hastings, despierto y dispuesto a saltar sobre sus gargantas. Quizá —añadió al oír que llamaban a la puerta— tenga ahora su oportunidad; quizá sea nuestro amigo el que entra.

Y se rió al ver mi decepción cuando los que entraron en la habitación fueron el inspector Japp y otro hombre.

—Buenas noches,
monsieur
—dijo el inspector—. Permítame que le presente al capitán Kent, del Servicio Secreto de los Estados Unidos.

El capián Kent era un norteamericano alto y delgado, con una cara singularmente impasible que parecía haber sido tallada en madera.

—Encantado de conocerles, caballeros —murmuró mientras estrechaba nuestras manos con gran energía.

Poirot echó otro leño más al fuego, y acercó más sillones. Yo saqué unos vasos, el whisky y el agua de seltz. El capitán bebió un buen trago y manifestó su agradecimiento.

—Afortunadamente, en su país todavía no se ha aprobado ninguna ley seca —observó.

—Y ahora vamos al grano —dijo Japp—.
Monsieur
Poirot me ha hecho cierta petición. Estaba interesado por cierto asunto que llamaremos de «Los Cuatro Grandes», y me pidió que le informara si alguna vez oía mencionar ese término en el curso de mis actividades oficiales. Aunque apenas intervine en el asunto, recordé su petición y cuando el capián se presentó con una historia bastante curiosa me dije enseguida: «Vamos a pasarnos por casa de
monsieur
Poirot».

Poirot miró al capitán Kent, y el norteamericano dio principio a su relato.

—Quizá recuerde haber leído, señor Poirot, que cierto número de torpederos y destructores se hundieron por haberse estrellado contra las rocas en la costa estadounidense. Como quiera que esto ocurrió después del terremoto japonés, la explicación oficial señaló que el desastre había sido consecuencia de una marejada originada por dicho terremoto. Sin embargo, hace poco se realizó una redada de maleantes y pistoleros y con ellos fueron aprehendidos ciertos documentos que cambiaron completamente el cariz del asunto. Parecían referirse a una organización denominada los «Cuatro Grandes» y daban una descripción incompleta de una potente instalación de radio: una concentración de energía inalámbrica mucho más potente que cualquier cosa hasta ahora conocida, y capaz de concentrar un haz de gran intensidad sobre un punto determinado. Aunque las afirmaciones que sobre este invento se hacían parecían manifiestamente absurdas, las envié al cuartel general por si allí pudieran interesarles, y uno de nuestros doctos profesores se enfrascó en su estudio. Por lo que parece, un científico británico presentó hace poco en la Asociación Británica una comunicación sobre esta cuestión. Según dicen todos, sus colegas no le concedieron gran importancia y pensaron que todo ello era un poco inverosímil y fantástico; pero el científico siguió en sus trece y declaró que él mismo estaba a punto de obtener éxito en sus experimentos.


Eh bien
?—preguntó Poirot, con interés.

—Se sugirió que yo debería venir aquí y entrevistarme con ese caballero. Se trata de un hombre joven que se apellida Halliday. Por lo visto, es la principal autoridad en la materia, y yo tenía que obtener de él información encaminada a saber si la invención propuesta era viable a pesar de todo.

—¿Y lo era? —pregunté con impaciencia.

—Eso es precisamente lo que no sé. No he visto al señor Halliday y, por lo que me dicen, no es probable que lo vea.

—La verdad es —dijo Japp bruscamente— que Halliday ha desaparecido.

—¿Cuándo?

—Hace dos meses.

—¿Se denunció su desaparición?

—Naturalmente. Su esposa vino a vernos en un estado de gran agitación. Hicimos cuanto pudimos, pero desde el principio sabía que no obtendríamos resultado alguno.

—¿Por qué no?

—Nada podemos hacer... cuando un hombre desaparece en esa dirección. —Y Japp guiñó un ojo.

—¿En qué dirección?

—En la de París.

—¿De modo que Halliday desapareció en París?

—Sí, fue allí con motivo de una investigación científica, o por lo menos eso dijo. Pero ya sabe usted lo que quiere decir que un hombre desaparezca allí. O es obra de delincuentes comunes, lo cual pone punto final a la cuestión, o bien es una desaparición voluntaria, y puedo asegurarles que eso es lo más probable. El alegre París y todo eso, ya saben ustedes. La vida hogareña les pone enfermos. Halliday y su esposa no estaban en buenos términos antes de que él emprendiera el viaje, todo lo cual hace que el caso resulte particularmente claro.

—Me extraña —dijo pensativamente Poirot.

El norteamericano le miraba con curiosidad.

—Dígame, señor —parecía con si arrastrara las palabras—, ¿qué es eso de los Cuatro Grandes? —Los Cuatro Grandes —respondió Poirot— constituyen una organización internacional dirigida por un chino, al que se le denomina el Número Uno. El Número Dos es un norteamericano. El Número Tres es una francesa. El Número Cuatro, «el destructor», es un inglés.

—¿Conque una francesa, eh? —el americano dio un silbido—. Y Halliday desapareció en Francia. Quizá tenga alguna relación. ¿Cómo se llama ella?

—Lo ignoro. No sé nada sobre ella.

—Pero es una buena idea, ¿no? —sugirió el otro.

Poirot asintió mientras ponía en fila los vasos de la bandeja. Su pasión por el orden parecía más fuerte que nunca.

—¿Qué pretendieron al hundir esos barcos? ¿Son los Cuatro Grandes un truco publicitario alemán?

—Los Cuatro Grandes no actúan por cuenta ajena,
monsieur le capitaine
. Su objetivo es dominar el mundo.

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