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Authors: Olga Lengyel

Tags: #Bélico, #Biografía

Los hornos de Hitler (22 page)

Miré de reojo a mi amiga. Las dos estábamos rojas de vergüenza.

Capítulo XV

Nacimientos malditos

E
l problema más angustioso que teníamos al atender a nuestras compañeras era el que nos planteaban los alumbramientos. En cuanto nos llevaban a la enfermería a un recién nacido, tanto la madre como la criatura eran mandadas a la cámara de gas. Así lo habían dispuesto nuestros amos. Sólo cuando el bebé no tenía probabilidades de seguir viviendo o cuando nacía muerto, se perdonaba la vida a la madre y se la permitía regresar a la barraca. La consecuencia que sacábamos de aquel hecho era muy sencilla. Los alemanes no querían que viviesen los recién nacidos; si vivían, también las madres tenían que morir.

Las cinco sobre las cuales recaía la responsabilidad de ayudar a nacer a estos niños y sacarlos al mundo —al mundo de Birkenau-Auschwitz— sentíamos el peso de aquella conclusión monstruosa, que desafiaba todas las leyes humanas y morales. El que careciese además de sentido desde el punto de vista médico no importaba de momento.

¡Cuántas noches pasamos en vela, pensando una y otra vez en este trágico dilema y dándole vueltas en la cabeza! Al llegar la mañana, las madres y sus criaturas iban a morir.

Un día, nos pareció que habíamos venido comportándonos con debilidad desde hacía bastante tiempo. Por lo menos, teníamos que salvar a las madres. Para ello, nuestro plan sería simular que los niños habían nacido muertos. Pero, aún así, había que tomar muchas precauciones, porque si los alemanes llegaban a sospecharlo, también nosotras iríamos a parar a la cámara de gas… y, probablemente, a la cámara de tortura primero.

Cuando se nos comunicaba que alguna mujer había empezado a sentir dolores de parto durante el día, no llevábamos a la paciente a la enfermería. La extendíamos sobre una manta en una de las
koias
de abajo, en presencia de sus compañeras. Cuando los dolores le comenzaban de noche, nos aventurábamos a trasladar a la mujer a la enfermería, porque al amparo de la oscuridad, podíamos proceder con relativa seguridad. En la
koia
casi nunca estábamos en condiciones de hacer a la paciente un reconocimiento regular. En la enfermería teníamos nuestra mesa de reconocimiento. Es verdad que carecíamos de antisépticos y que había un enorme peligro de infección, porque era la misma habitación en que curábamos heridas purulentas.

Pero, desgraciadamente, al recién nacido no le podía tocar otra suerte. Después de tomar todo género de precauciones, cerrábamos con pinzas la nariz del infante y cuando abría la boca para respirar, le suministrábamos una dosis de un producto mortal. Hubiese sido más rápido ponerle una inyección, pero podría dejar huellas, y no nos atrevíamos a inspirar sospechas a los alemanes.

Colocábamos al niño muerto en la misma caja en que nos lo habían traído de la barraca, si el parto había ocurrido allí. Por lo que hacía a la administración del campo, aquello pasaría como el nacimiento de un niño muerto.

Y así fue como los alemanes nos convirtieron también a nosotras en asesinas. Hasta hoy mismo, me persigue el recuerdo de aquellos niños asesinados. Nuestros hijos habían perecido en las cámaras de gas y cremados en los hornos de Birkenau, pero nosotras disponíamos de las vidas de otros antes de que pudiesen emitir su primer vagido con sus minúsculos pulmones.

Con frecuencia me pongo a reflexionar qué destino esperaría a aquellas criaturas, asfixiadas en el mismo umbral de la vida. ¿Quién sabe? A lo mejor matamos a un Pasteur, a un Mozart, a un Einstein. Pero, aunque aquellos niños hubiesen estados destinados a pasar una vida oscura, nuestros crímenes no dejaban de ser menos terribles. La única compensación y consuelo que nos quedaba era que gracias a aquellos asesinatos, salvamos la vida de las madres. Sin nuestra intervención, hubiesen sido víctimas de males peores, puesto que los hubiesen echado vivos en los hornos de los crematorios.

Sin embargo, procuro en vano aquietar mi conciencia. Sigo viendo a aquellos infantes salir del vientre de su madre. Todavía siento el calor de sus cuerpecitos en mis manos. No salgo de mi asombro al ver lo bajo que aquellos alemanes nos hicieron caer.

Nuestros amos no esperaban a que los nacimientos se impusiesen en Auschwitz. De cuando en cuando —porque todas las medidas que se adoptaban eran intermitentes sin excepción y estaban sujetas a cambios caprichosos— mandaban a todas las mujeres en estado a la cámara de gas.

Generalmente, las embarazadas que llegaban en transportes judíos eran colocadas inmediatamente a la izquierda cuando se las seleccionaba en la estación. Las mujeres solían llevar varios vestidos, uno encima del otro, con la esperanza de poder conservarlos. Por eso, aun los casos bien definidos de embarazo eran difíciles de descubrir antes de que las deportadas fuesen obligadas a desnudarse. Además, no podían fiarse totalmente del control preliminar para determinar los embarazos recientes. Aun dentro del campo, no era fácil definir quiénes eran las mujeres que estaban esperando familia. Porque corrió el rumor de que era extraordinariamente peligroso estar embarazada. Las que llegaban en tal estado se ocultaban, consecuentemente, donde podían, y para eso contaban con la cooperación activa de sus compañeras.

Por increíble que parezca, algunas lograban ocultar su condición hasta el último momento, y los partos se efectuaban en secreto en las barracas. Jamás olvidaré mientras viva aquella mañana en que, durante la revista, en medio del silencio mortal que reinaba entre millares de deportadas, surgió un grito penetrante. Una mujer sintió inesperadamente en aquellos momentos los primeros dolores del parto. No hace falta describir lo que ocurrió a aquella pobre desventurada.

No tardaron mucho los alemanes en advertir que en los trenes sucesivos, era extraordinariamente bajo el número de embarazos que consignaban los informes. Decidieron tomar medidas más enérgicas, de tal manera que no les quedase ninguna duda en cuanto a ese punto.

Los médicos de barraca, quienes tenían la obligación de dar cuenta de las embarazadas, recibieron órdenes rigurosas. Sin embargo, más de una vez vi yo a los médicos desafiar todos los peligros y certificar que una determinada mujer no estaba en estado, cuando sabían positivamente que era falso. El doctor «O» asistía al infame doctor Mengele, director médico del campo, y negó todos los casos de embarazo que podían ser discutidos. Más tarde, la enfermería del campo se consiguió no sé cómo un productor farmacéutico que, por medio de una inyección, provocaba partos prematuros. ¿Qué podíamos hacer nosotras?

Siempre que era posible, los médicos apelaban a este procedimiento, que, indudablemente, constituía un horror menos torturante para la madre.

Sin embargo, el número de embarazos siguió increíblemente bajo, y los alemanes emplearon para salir de dudas sus añagazas habituales. Anunciaron que las mujeres en estado, aun las judías que todavía seguían con vida, iban a ser tratadas con especial consideración. Se les permitiría no asistir a las revistas, recibirían una ración mayor de pan y de sopa, y podrían dormir en una barraca especial. Por último, se les hizo promesa de que serían trasladadas a un hospital en cuanto les llegase la hora.

—El campo no es una maternidad —proclamaba el doctor Mengele.

Esta declaración, trágicamente verdadera, parecía ofrecer grandes esperanzas a muchas de aquellas desgraciadas mujeres.

—¿Por qué había nadie de creer lo que los alemanes afirmaban? ¿Cómo es que se fiaban de sus declaraciones? En primer lugar, porque muchas no conocieron nunca los horrores finales, hasta que era demasiado tarde para podérselo comunicar a sus compañeras. En segundo lugar, porque no había ser humano capaz de sospechar hasta dónde podían llegar aquellos hombres, cuáles eran los planes que diariamente elaboraban, y cuál de ellos formaba parte de su proyecto de conquista universal.

El doctor Mengele no perdió una sola ocasión de hacer a las mujeres preguntas indiscretas e indebidas. No ocultaba la diversión que le producía enterarse de que alguna de las embarazadas no había visto a su marido soldado durante muchos meses.

En cierta ocasión asedió a preguntas a una muchacha de quince años, cuyo estado se relacionaba sin duda con su llegada al campamento, con la cual coincidía cronológicamente. La interrogó detenidamente e insistió en enterarse de los detalles más íntimos. Cuando, por fin, quedó satisfecha su curiosidad, la mandó con el primer rebaño de seleccionadas.

El campo no era una maternidad. Sólo era la antecámara del Infierno.

Capítulo XVI

Algunos detalles de la vida detrás de las alambradas

H
acia fines de noviembre de 1944, disminuyó un poco la vigilancia alemana. Especialmente nos satisfizo la desaparición de los centinelas alemanes, que previamente montaban guardia a lo largo de las alambradas. Ahora, los hombres y las mujeres de los campos contiguos tenían libertad relativa para intercambiar unas cuantas palabras a través de los vallados.

El espectáculo era para no olvidarlo jamás. Las parejas estaban separadas por una alambrada cargada de electricidad, cuyo contacto era mortal, por ligero que fuese. Se quedaban con las rodillas clavadas en la nieve a la sombra de los crematorios, y hacían «planes» para el futuro, comunicándose los últimos rumores.

Si, por lo menos, aquellas reuniones estuviesen autorizadas y, por tanto, careciesen de peligro… Pero tales citas estaban prohibidas todavía. El respiro fue temporal y nada más. Lo único que hacía falta, como ocurrió hasta el fin, era que un guardián de las
SS
rompiese el fuego contra el grupo. A veces había algún centinela perverso o sádico, que esperaba media hora, y hasta una, adrede, a que las parejas aumentasen en número. Entonces, un tiro sobre el grupo no sería munición derrochada en balde.

Pero los internados no prestaban atención a tal amenaza. La naturaleza humana puede acostumbrarse a todo, aun a la presencia constante de la muerte. Por un momento de gusto eran capaces de arrostrar cualquier peligro. ¡Eran tan raros los gustos y valía tan poco la vida en Auschwitz-Birkenau!

Cierta tarde de domingo, fue conducida a la enfermería una bonita muchacha húngara, de veinte años aproximadamente. Estaba herida de un tiro en los ojos. Me enteré de que había trabado relaciones con un prisionero francés estudiante, que había sido arrestado como miembro de la resistencia. Se habían visto de un lado y otro de la valla de púas y se habían enamorado. Aquel día, le dio a un centinela por divertirse, disparando su arma sobre el grupo. La bala se le había alojado a la chica en el ojo derecho.

Tenía la cara cubierta de sangre, y la desventurada nos rogaba que le dijésemos si recuperaría la vista.

—Si no voy a poder volver a ver a Georges, ¿para qué quiero vivir? ¡No quiero quedarme ciega!

La llevamos al Campo F, donde fue operada. Había que sacarle el ojo derecho, y el izquierdo corría también peligro. No podíamos decirle tal cosa. Por el contrario, le aseguramos que todo estaría bien otra vez dentro de unos cuatro meses.

Una hora más tarde, otro grupo se reunía frente a las alambradas. Todo el mundo había olvidado el incidente.

Aquellos alambres de púas eran el auténtico símbolo de nuestra cautividad. Pero también tenían poder para darnos la libertad. Todas las mañanas encontraban los trabajadores cadáveres contorsionados, que se habían quedado adheridos a los cables de alta tensión. De aquella manera lograron muchos poner fin a sus torturas. Había un equipo especial dedicado a arrancar los cadáveres de las alambradas con pértigas provistas de ganchos. El espectáculo de aquellos cuerpos contrahechos nos producía sentimientos encontrados. Nos daba lástima, porque aquellas muertes eran verdaderamente horribles; pero, por otra parte, no dejábamos de envidiarlos. Habían tenido valor suficiente para quitarse una vida, que ya no merecía siquiera el nombre de tal.

Corrían en los campos de Auschwitz-Birkenau, y más tarde, en todas partes, numerosas historias sobre el tatuaje de los prisioneros. Algunos creían que todos los cautivos eran tatuados en cuanto llegaban. Otros suponían que el tatuaje significaba que no iban a ser enviados a la cámara de gas, o que, cuando menos, era necesaria una autorización especial de Berlín para ejecutar a un internado o internada que hubiese sido marcado con el tatuaje. En nuestro mismo campo, había muchas que estaban seguras de ello.

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