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Authors: Olga Lengyel

Tags: #Bélico, #Biografía

Los hornos de Hitler (25 page)

De cuando en cuando, los alemanes desinfectaban nuestro campo. Si tal medida fuese ejecutada de manera racional, habría contribuido a mejorar nuestras condiciones higiénicas. Pero, como todas las cosas de Auschwitz-Birkenau, la desinfección era llevada a cabo en plan de broma y sólo contribuía a aumentar el índice de mortalidad. Indudablemente, aquello era parte de sus intenciones.

La desinfección empezaba aislando cuatro o cinco barracas. Teníamos que presentarnos por barracas en los lavabos. Se llevaban las prendas de vestir y el calzado que habíamos adquirido a costa de grandes privaciones, y los colocaban en una estufa fumigadora, mientras pasábamos nosotros por debajo de la ducha.

La operación duraba sólo un minuto, lo cual no era suficiente para efectuar la debida limpieza, ni mucho menos. Después, tras habernos espolvoreado con desinfectante la cabeza y las partes del cuerpo cubiertas de vello, nos llevaban hasta la salida. Las que tenían piojos volvían a ser rapadas.

Pero, después de abandonar los lavabos, teníamos que alinearnos fuera, completamente desnudas, fuera cual fuese la estación o el tiempo. Esperábamos a que la fila estuviese perfectamente formada, aunque muchas veces aquello llevaba más de una hora. Si pescábamos una pulmonía, allá nosotras.

Titiritando, volvíamos por fin a nuestras barracas. Las que estaban esperando entrar en calor se convencían una vez más de que Birkenau no era lugar para forjarse ilusiones optimistas. Porque mientras habíamos estado fuera, nos habían quitado las mantas. No teníamos más remedio que esperar a que nos las devolviesen. A la administración no le preocupaba aquello gran cosa, ni se daba mucha prisa. En consecuencia, nosotros teníamos que seguir titiritando sobre las tablas desnudas de las
koias
.

Por fin, nos devolvían la ropa. Pero aún allí nos esperaba un desengaño. Porque nunca nos devolvían todo lo que habíamos dejado. Así ocurrió, por ejemplo, cuando cierto día fueron desinfectadas mil cuatrocientas mujeres: sólo devolvieron las ropas de mil doscientas. Las doscientas desventuradas mujeres cuya vestimenta había desaparecido no tenían más remedio que dedicarse a la «organización». Y mientras esperaban, sólo disponían de unas cuantas mantas para calentarse.

Como ya he mencionado anteriormente, tocábamos a diez mujeres por manta, debido a lo cual, se producían reyertas entre las que tenían que compartirse. Además, todas se creían con derecho a llevársela durante el día.

Las mujeres que no disponían de ropa ni podían conseguirse mantas, tenían que acudir a las revistas completamente desnudas. Era imposible quedarse en las barracas y no asistir a la formación.

Los centinelas de las
SS
sabían por qué se presentaban desnudas nuestras compañeras de cautiverio, pero, no obstante, siempre molían a palos a aquellas «traidoras» que tenían tan poca vergüenza. Y, por otra parte, la administración siempre liquidaba primero a las que estaban desnudas.

Hacíamos cuanto podíamos por ayudar a aquellas pobres criaturas, pero el caso era que disponíamos de poca ropa para regalar. Una mujer se quitaba su fondo, otra daba unos pantalones, y alguna otra entregaba su sujetador. Una internada no tuvo otra cosa que ponerse durante varios días que una blusa que sólo le cubría los brazos y los hombros. En aquella tribulación «L» nos prestó servicios valiosísimos. Su amigo del almacén de ropas, «organizaba» tres o cuatro blusas cada día, y otros tantos pantalones. Pero por muy activa que fuese la «organización», no resultaba suficiente para cubrir nuestras necesidades.

Las barracas estaban visiblemente menos abarrotadas después de cada desinfección. Los cadáveres eran colocados detrás de las barracas, para regocijo de las ratas, quienes eran, indudablemente, los inquilinos más felices de Auschwitz-Birkenau. Aquellos roedores que engordaban con la carne muerta de nuestras desgraciadas compañeras, se sentían tan en su casa que, por mucho que hiciésemos, no lográbamos ahuyentarlas de las barracas. No nos tenían miedo, por el contrario, debían considerarse las verdaderas dueñas de todo aquello.

Mi cautiverio, como el de otras muchas internas, estuvo caracterizado por diversos «cambios de residencia». Tuve que trasladarme a tres diferentes campos, y mi trabajo fue cambiado innumerables veces. La mayor parte de las veces estuve trabajando en los servicios de sanidad, en la enfermería o en el hospital; pero también me encargaban otras tareas de servicio, como la limpieza de las letrinas y las faenas de los campos de labor. Un simple capricho de la
Blocova
, o una evacuación imprevista era suficiente para cambiar mi situación de cabo a rabo. A fines del otoño de 1944, estaba en el equipo de letrinas, y sólo por pura suerte puede regresar poco después al hospital.

A principios de diciembre de 1944, sólo quedaban dos campos de mujeres. Los demás habían sido evacuados, o sus ocupantes exterminadas. Tales fueron el B-2, que era un campo de trabajo y el E, anteriormente ocupado por los gitanos, y que actualmente comprendía los bloques del hospital.

Las internas del B-2 trabajaban en los telares donde se manufacturaban las mechas de los detonadores. Las condiciones que allí imperaban eran miserables. Las trabajadoras pasaban el día en bloques atestados de montones de lana sucia, de uno a dos metros de alto. Al menor movimiento, se levantaban torbellinos de polvo que se pegaban a las ventanillas de la nariz y ahogaban los pulmones. Sin agua, no había ni que soñar siquiera en lavarse. No tenía, por tanto, nada de extraño que el hospital estuviese lleno de internas procedentes del B-2.

Dos veces a la semana, eran llevadas al Campo E las enfermas de los telares. Las que ya no podían andar siquiera eran conducidas en camiones o carretillas, el resto caminaban a gatas o se iban apoyando unas a otras. No pude menos de pensar en los cojos que ayudan a los ciegos.

Por no sé qué estúpido motivo, había una regla que disponía que los enfermos, por graves que estuviesen, tenían que pasar primero por la ducha para poder ser hospitalizados. Muchas veces se desmayaban. En algunas ocasiones, nos atrevíamos a saltarnos a la torera aquella regla inhumana y nos llevábamos a las pacientes directamente al hospital.

Como siempre estaba lleno, las condiciones que en él reinaban eran poco menos que intolerables. La alimentación defectuosa y las epidemias producían el 30 por ciento del número total de internas que se nos presentaban. Muchas veces, dos, tres y hasta cuatro pacientes tenían que compartir el mismo lecho. Apretadas las unas contra las otras, padecían no sólo los sufrimientos propios, sino los de sus vecinas. En lugar de curarse, una paciente podía contraer cualquier nueva enfermedad en el hospital. Como el espacio era sumamente reducido, resultaba imposible evitar los contagios.

Aquel horrendo lugar brindaba, eso sí, un terreno abundante para observar la patología de la nutrición defectuosa. Los fenómenos más comunes eran los edemas, los flemones, los panadizos, esa variedad de diarrea persistente que los alemanes llamaban
durchfall
, la furunculosis, las manifestaciones extremas de avitaminosis y, finalmente, las pulmonías. También teníamos casos contagiosos de difteria, escarlatina y tifus, que era propagado por millones de piojos extendidos por todo el campo.

Se libraba una guerra a muerte entre los piojos y las presas, pero generalmente vencían los parásitos. Aquellas desinfecciones ridículas no asustaban a nuestros adversarios, ni disponíamos del tiempo y de la fuerza necesaria para luchar contra un enemigo que se multiplicaba en tan terribles proporciones. Todas estábamos infectadas: las que trabajaban en los comandos, las que se quedaban en las barracas, y las que prestábamos servicios en el hospital. Los piojos pululaban por todas partes: en la ropa, en las
koias
, en nuestras cabezas, en las barbas y en las cejas. Hasta en los vendajes de los enfermos, que cubrían su piel, se metían. A veces pensaba que si seguíamos mucho más tiempo en el campo, todas acabaríamos por perecer, víctimas de las ratas y de los piojos, que serían los únicos supervivientes.

En los últimos meses de nuestra estancia en el Campo E, se notó alguna mejora. La
Lageralteste
, la pequeña Orli, declaró guerra sin cuartel a los piojos. Quitaba la ropa a las internas y prefería que se muriesen de frío antes de dejar multiplicarse a los parásitos. Las que trabajábamos en el hospital nos considerábamos relativamente privilegiadas en nuestra lucha contra aquellos insectos. Había menos en nuestro dormitorio, y además contábamos con nuestra preciosa palangana agujerada. Por otra parte, no nos atrevíamos a abandonar el campo a los parásitos, porque estábamos constantemente expuestas a su invasión, y a cada reconocimiento que hacíamos, las enfermas nos los pasaban en abundancia. Teníamos sesiones diarias de despiojamiento, y constantemente estábamos aconsejando a las enfermas que hiciesen otro tanto. Si hubiésemos sido más y nuestro equipo reuniese mejores condiciones y fuese más abundante, los piojos no nos habrían plagado. Pero nos considerábamos vencidas, y aquello nos producía una profunda pena. No había espectáculo más consolador que el que ofrecían las mujeres que se afanaban por la noche en limpiarse a fondo. Se pasaban de una a otra el único cepillo de que podían disponer, con la firme determinación de acabar con la suciedad y los piojos. Aquélla era la única manera que teníamos de luchar contra los parásitos, contra nuestros carceleros y contra cualquier fuerza que tratase de hacernos sus víctimas.

Todas las internas de Auschwitz-Birkenau alimentaban un único sueño: huir. Las deportadas entraban a centenares de millares en los campos, pero el número de las que lograban salir de allí por propia voluntad era minúsculo. Durante todo el tiempo que estuve presa, no supe más que de tres o cuatro fugas que saliesen bien. Pero aun en aquellos casos, los resultados no eran completamente seguros.

El sistema alemán era aterradoramente eficaz. A los centinelas se les gratificaba por cazar a prisioneros fugitivos. En primer lugar, estaba la alambrada provista de púas y cargada de alta tensión. Luego venían los «Miradores», o sea, los perros de fuera, que estaban especialmente enseñados a perseguir y abatir a los fugitivos. Además, en el momento en que se echaba de menos a alguien, se adoptaban una serie de medidas estrictas. La sirena empezaba a sonar. Cuando oíamos su temeroso vibrar atravesando el aire, sabíamos lo que quería decir: alguien había intentado escaparse. Temblábamos y rezábamos por el éxito de la atrevida mujer.

Nuestros sentimientos iban mezclados de egoísmo, porque abrigábamos la esperanza de que quien lograra escapar de aquel infierno dijera al mundo lo que estaba ocurriendo en Birkenau, y acaso viniese alguien en auxilio nuestro, por fin. ¡Si los Aliados lograsen volar el crematorio!… Quizás se hubiese disminuido la rapidez del exterminio.

Pero la persecución empezaba sin perder un solo instante. Por la noche, poderosos reflectores registraban las áreas circunvecinas, y patrullas acompañadas de perros policías recorrían los contornos. Desgraciadamente, el fugitivo o la fugitiva no podían contar siquiera con la ayuda de los nativos. Tres o cuatro días de hambre y de sed bastaban generalmente para acabar con los que, por algún milagro, lograban evadirse de la persecución. Naturalmente, no les convenía a los huidos penetrar en ningún poblado para buscar alimento hasta que habían cambiado sus andrajos por un vestido menos notorio. No había, virtualmente, posibilidad de escapar sin la cooperación de los guardianes. Algunas deportadas que llevaban allí mucho tiempo y se habían conseguido oro o piedras preciosas en el «Canadá», lograron sobornar a algún centinela. Hubo quien se consiguió un uniforme de
SS
Pero ni aquellas mismas precauciones podían garantizar su éxito. En el verano de 1944, un polaco ario que trabajaba en la sección B-3 consiguió hacerse con dos equipos de las
SS
, uno para él y el otro para una judía de Polonia, de quien estaba enamorado. Ambos llevaban allí mucho tiempo. Se fugaron de Birkenau atravesando Auschwitz, y llegaron al pueblo de este nombre. Allí pasaron dos semanas felices, que fueron para ellos una verdadera luna de miel después de tantos años de cautiverio. Se consideraban tan seguros con sus uniformes de las
SS
que se confiaron y empezaron a vagar por las calles de la aldea. Un oficial de las
SS
observó algo raro en el aspecto de la mujer, e inmediatamente les pidió su documentación. Naturalmente, ambos fueron detenidos.

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