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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, #Ciencia ficción

Los viajes de Tuf (35 page)

»Durante un número incontable de milenios su raza vivió en paz y tranquilidad bajo los mares de este mundo. Son una raza lenta y filosófica y su número se contaba en miles de millones, estando cada individuo unido a los demás, siendo cada uno parte del gran todo racial y, al mismo tiempo, una personalidad propia. En cierto sentido eran inmortales, pues todos compartían las experiencias de todos y la muerte de uno solo no era nada para el todo. Sin embargo, las experiencias no eran algo que abundara demasiado en el mar inmutable y, durante la mayor parte de sus vidas, los individuos de la raza se consagraban al pensamiento abstracto, a la filosofía y a extrañas meditaciones oceánicas que ni ustedes ni yo podemos realmente comprender. Se les podría calificar de músicos silenciosos ya que su raza ha tejido enormes sinfonías de sueños, canciones que nunca tendrán final.

»Antes de que la humanidad llegara a Namor, pasaron millones de años sin tener auténticos enemigos, aunque no siempre había sido así. En los inicios de este húmedo planeta, los océanos estaban llenos a rebosar de seres a los cuales el sabor de los soñadores les parecía tan placentero como a ustedes. Pero, incluso entonces, la raza ya comprendía los principios de la genética y la evolución. Con su gran red de mentes unidas entre sí, fueron capaces de manipular la textura básica de la vida, con mucha más habilidad que cualquier ingeniero genético. Y de ese modo acabaron creando a sus guardianes, formidables predadores con el imperativo biológico de proteger a los seres que ustedes llaman conchas de fango. Eran los antepasados lejanos de los actuales acorazados y, desde el momento de su creación, se encargaron de guardar los lechos de la raza, en tanto que los soñadores volvían a componer sus sinfonías de pensamientos.

»Entonces llegaron los colonos de Acuario y Viejo Poseidón. Perdidos en sus meditaciones los soñadores no se enteraron realmente de tal llegada durante muchos años. Durante este tiempo, los colonos pescaron, cosecharon el mar y descubrieron el sabor de las conchas de fango. Jefes de Guardianes, deben pensar por unos instantes en lo que representó su descubrimiento para ellos. Cada vez que un miembro de la raza era sumergido en agua hirviente todos compartían sus sensaciones. Para los soñadores fue como si de pronto hubiera evolucionado un predador tan terrible como nuevo, surgiendo de la nada, en un lugar que a ellos les interesaba muy poco. El continente. No tenían ni la menor idea de que pudieran ser inteligentes, ya que no podían concebir una inteligencia capaz de comunicarse por telepatía, del mismo modo que a ustedes les resultaba inconcebible una inteligencia ciega, sorda, inmóvil y comestible. Para ellos, las cosas que se movían y que eran capaces de manipular los objetos, alimentándose de carne, eran meros animales y no podían ser otra cosa.

»El resto ya lo saben o pueden imaginárselo. Los soñadores son una raza lenta, perdida en sus inmensas canciones y su respuesta fue igualmente lenta. Primero se limitaron a ignorarles, creyendo que el ecosistema se encargaría de poner coto a sus rapiñas. Pero no sucedió así y pronto les pareció que estos nuevos depredadores carecían de enemigos naturales. Se reproducían de un modo constante y veloz y muchos millares de mentes de la raza cayeron en el silencio. Finalmente tuvieron que volver a los saberes casi olvidados de su lejano pasado y despertaron para protegerse a sí mismos. Aceleraron la reproducción de sus guardianes, hasta que encima de sus lechos marinos hubo auténticos enjambres de sus protectores, pero esos seres, que en el pasado tan admirablemente se habían bastado para defenderles de sus enemigos, no era un rival adecuado para ustedes. Y de ese modo no les quedó más remedio que tomar nuevas medidas. Sus mentes dejaron a un lado la gran sinfonía y, formando un todo, examinaron la situación y la comprendieron. Después empezaron a crear nuevos guardianes, guardianes lo bastante temibles como para protegerles de esta nueva y terrible némesis. Así empezó todo. Cuando el Arca llegó a su planeta, Kefira Qay me obligó a desencadenar sobre su pacífico dominio una multitud de nuevas amenazas y los soñadores se vieron obligados a retroceder. Pero la lucha les había hecho más rápidos y su respuesta no tardó en llegar. En un corto lapso de tiempo empezaron a soñar nuevos guardianes y los enviaron al combate contra las criaturas que yo había dejado sueltas en Namor. Incluso ahora, cuando les estoy hablando en esta imponente torre del Consejo, una terrible multitud de nuevas especies se agita bajo los océanos y no tardarán en turbar su descanso durante los años venideros. A no ser, naturalmente, que se firme la paz. Esa decisión es totalmente suya. Yo no soy más que un humilde ingeniero ecológico y no se me ocurriría, ni en sueños, imponerles una cosa u otra. Sin embargo, ésa es mi sugerencia, y la hago con todo el fervor y la convicción de que soy capaz. Aquí tienen al embajador que yo personalmente he sacado del mar y bien podría añadir que al precio de bastantes incomodidades. Los soñadores se encuentran ahora más bien inquietos, pues cuando sintieron a Dax entre ellos, mediante su mente, entraron en contacto con la mía, su universo se hizo repentinamente un millón de veces más grande. Hoy mismo han descubierto las estrellas y, aún más, que no se encuentran solos en el cosmos.

Creo que se mostrarán razonables, dado que la tierra no les sirve de nada y el pescado no les parece un alimento digno de tal nombre, con Dax y conmigo aquí presentes, ¿Podemos empezar la conferencia?

Pero cuando Haviland Tuf se calló hubo un largo intervalo de silencio. Los jefes de Guardianes permanecían inmóviles, con el rostro lívido y aturdido. Uno a uno fueron desviando la mirada de los impasibles rasgos de Tuf y acabaron posándola en el caparazón fangoso, en el ser que reposaba sobre la mesa.

Y, finalmente, Kefira Qay logró hablar. —¿Qué quieren? —preguntó con voz temblorosa.

—Principalmente —dijo Haviland Tuf—, quieren dejar de ser considerados como alimento, lo cual me parece una proposición francamente muy comprensible. ¿Qué contestan a ello?

—Dos millones no es suficiente —dijo Haviland Tuf cierto tiempo después, sentado en la sala de comunicaciones del Arca. Dax estaba tranquilamente instalado en su regazo, aunque le faltaba la acostumbrada y frenética energía de los demás gatitos. En un rincón de la estancia, Sospecha y Hostilidad se perseguían velozmente entre ellos.

En la pantalla los rasgos de Kefira Qay se torcieron en una mueca de suspicacia.

—¿A qué se refiere? Tuf, ése fue el precio que acordamos. Si está intentando engañarnos...

—¿Engañarles? —Tuf suspiró—. ¿La has oído, Dax? Después de todo lo que hemos hecho, se nos sigue agrediendo despreocupadamente con ese tipo de acusaciones desagradables. Sí, desagradables e infundadas, por extraña que parezca esa palabra aplicada a mis acciones. —Miró nuevamente hacia la pantalla. Guardiana Qay, recuerdo perfectamente cuál fue el precio acordado. Por dos millones de unidades base, me encargué de resolver sus dificultades. Analicé, medité y acabé dando con la teoría capaz de proporcionarles el traductor que tan urgentemente necesitaban. He llegado al extremo de entregarles veinticinco gatos telépatas, cada uno conectado a uno de sus jefes de Guardianes, para facilitar las comunicaciones que deban tener lugar después de mi marcha. También ello se encuentra incluido en los términos de nuestro acuerdo inicial, ya que resultaba necesario para resolver el problema. Y, dado que en el fondo de mi corazón soy más bien un filántropo que un negociante, por no mencionar mi profunda comprensión de los sentimientos humanos, incluso le he permitido que se quedara con Estupidez, dado que éste llegó a encariñarse de modo claramente exagerado con usted por razones que me resultan totalmente incomprensibles. Tampoco pienso exigir precio alguno por ello.

—Entonces, ¿por qué pide tres millones más? —le preguntó Kefira Qay.

—Por un trabajo innecesario que me vi cruelmente obligado a realizar —replicó Tuf—. ¿Desea que le haga una descripción más detallada de dicho trabajo?

—Sí, me gustaría mucho que me la hiciera —dijo ella.

—Muy bien. Por los tiburones, las barracudas y los pulpos gigantes. Por las orcas, los kraken grises y los kraken azules; por el encaje sangriento y las medusas. Veinte mil unidades por cada uno. Por los peces fortaleza, cuarenta mil. Por la hierba-que-llora-y—susurra, ochenta... —y así continuó durante un tiempo muy, muy largo.

Una vez hubo terminado Kefira Qay apretó los labios con firmeza y dijo:

—Someteré su factura al Consejo de los Guardianes. Pero puedo decirle ahora mismo que sus peticiones me parecen injustas y desorbitadas y que nuestra balanza comercial no es lo suficientemente buena como para permitir semejante salida de divisas fuertes. Puede esperar en órbita durante un centenar de años, Tuf, pero no conseguirá cinco millones.

Haviland Tuf alzó las manos en un ademán de rendición.

—Ah... —dijo—. De modo que una vez más, por culpa de mi natural confianza en los otros, debo sufrir una pérdida... entonces, ¿no recibiré mi paga?

—Dos millones —dijo la Guardiana—. Tal y como fue acordado.

—Supongo que podía resignarme a esta decisión, tan cruel como falta de ética, y aceptarla como una de las duras lecciones de la vida. Muy bien, así sea. —Acarició lentamente a Dax—. Se ha dicho una y otra vez que quienes no saben aprender de la historia están condenados a repetirla y el único culpable de este desdichado giro de los acontecimientos soy yo mismo. Vaya, pero si hace tan sólo unos cuantos meses estuve contemplando un drama histórico sobre una situación análoga a la actual. En el drama se veía a una sembradora como la mía que libraba a un pequeño planeta de una molestísima plaga, sólo para computar que el ingrato gobierno de dicho planeta se negaba a pagar. Si hubiera sido más inteligente, eso me habría enseñado a exigir mi pago por adelantado. —Suspiró—. Pero no fui inteligente y por ello ahora debo sufrir las consecuencias —acarició nuevamente a Dax y guardó silencio durante unos instantes—. Puede que a su Consejo de Guardianes le interese contemplar dicha cinta por razones de pura y simple distracción. Se trata de un holograma totalmente dramatizado. La interpretación es buena y además proporciona fascinantes perspectivas sobre el poder y las capacidades de una nave como ésta. Me pareció altamente educativo. Su título es La sembradora de Hamelin.

Naturalmente, le pagaron.

4 – Una segunda ración

Era más una costumbre que una afición y, desde luego, no se trataba de algo adquirido deliberadamente o por pura malicia. Sin embargo, lo indudable era que Haviland Tuf no podía librarse ya de ese rasgo de su carácter. Coleccionaba naves espaciales.

Quizás hubiera resultado más preciso decir que acumulaba naves espaciales. Lo innegable era que el sitio para ello no le faltaba. Cuando Tuf puso por primera vez el pie en el Arca encontró en su interior cinco lanzaderas negras con alas triangulares; el casco medio destrozado de un mercante de Rhiannon, con su típico vientre protuberante, y tres naves alienígenas: un caza Hruun, fuertemente armado y otras dos naves mucho más extrañas, cuyas historias y constructores seguían siendo un enigma para él. A esa abigarrada flota se había añadido el estropeado navío mercante del propio Tuf, la Cornucopia de Mercancías Excelentes a Bajos Precios.

Eso fue solamente el principio. En sus viajes, Tuf no tardó en descubrir que las naves se iban acumulando en su cubierta de aterrizaje, al igual que el polvo se acumula bajo la consola de un ordenador y los papeles parecen reproducirse sobre el escritorio de un burócrata.

En Puerto Libre el monoplaza del negociador había resultado tan estropeado por el fuego del enemigo, al forzar el bloqueo impuesto, que Tuf no tuvo otro remedio que transportarlo, durante el regreso, en su lanzadera Mantícora. Naturalmente, lo hizo una vez hubo concluido el contrato. De ese modo adquirió otra nave.

En Gonesh los sacerdotes del dios elefante jamás habían visto un elefante. Tuf se encargó de clonar para ellos unos cuantos rebaños y, para luchar contra la monotonía, incluyó en su entrega unos cuantos mastodontes, un mamut lanudo y un colmillos de trompeta de Trigya. Los goneshi, que deseaban no tener ningún contacto comercial con el resto de la humanidad, habían pagado su factura con la flota de viejas espacionaves, en las que sus antepasados habían llegado para colonizar el planeta. Tuf había logrado vender dos de las naves a los museos y el resto de la flota había ido a parar al desguace pero, siguiendo un capricho momentáneo, se quedó con una.

En Karaleo había logrado vencer al Señor del Orgullo Dorado Calcinado por la Llama en una apuesta consistente en beber más que el contrario y había ganado una lujosa nave-león como premio a sus esfuerzos, aunque el perdedor había tenido el poco generoso detalle de quitar casi todos los adornos de oro sólido que había en el casco antes de entregársela.

Los Artífices de Mhure, que se enorgullecían desusadamente de sus obras, habían quedado complacidos con las astutas dragoneras, que Tuf les había entregado para poner freno a su plaga de ratas aladas, y le entregaron una lanzadera de hierro y plata en forma de dragón con enormes alas de murciélago.

Los Caballeros de San Cristóbal, cuyo mundo sede había perdido gran parte de sus encantos, debido a las depredaciones infligidas en él por enormes saurios volantes a los que llamaba dragones (en parte por lo solemne de tal nombre y en parte debido a una auténtica falta de imaginación), habían acabado igualmente complacidos cuando Tuf les proporcionó a los jorges, unos diminutos simios sin vello a quienes nada les gustaba más que atracarse con huevos de dragón. Por lo tanto, los caballeros le habían entregado una nave que se parecía a un huevo hecho de piedra y madera. Dentro de la yema había unos cómodos asientos recubiertos con cuero de dragón pulido al aceite, cien fantásticas palancas de latón y un mosaico de cristales esmerilados allí donde habría debido encontrarse la telepantalla. Los muros de madera estaban adornados con ricos tapices hechos a mano, representando grandes hazañas de los caballeros. Naturalmente, la nave jamás podría funcionar. En la pantalla no podía verse nada, las palancas no producían el menor efecto si se las movía y los sistemas de apoyo vital eran incapaces de cumplir dicha misión. Sin embargo, Tuf la aceptó.

Y, de este modo, había ido recogiendo una nave aquí y otra allá hasta que su cubierta de aterrizaje empezó a parecer un basurero estelar. Por ello, cuando Haviland Tuf decidió volver a S'uthlam, pudo escoger entre una amplia gama de naves.

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