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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, #Ciencia ficción

Los viajes de Tuf (32 page)

—No lo sé —dijo Kefira Qay.

—Yo tampoco —dijo Tuf—. Sigamos pensando. Esos monstruos marinos procrean de modo increíble. El mar está repleto de ellos, llenan el aire y son capaces de conquistar islas de considerable población. Matan. Pero no se matan entre ellos y al parecer no tienen ningún otro enemigo natural. Los crueles frenos de todo ecosistema normal no se aplican en este caso. He estudiado con gran interés los informes de sus científicos y casi todo lo referente a esos monstruos marinos es fascinante, pero quizá lo más misterioso e intrigante sea el hecho de que no saben nada sobre ellos excepto en su forma adulta. Enormes acorazados surcan los mares hundiendo los barcos de pesca, monstruosos globos de fuego revolotean por sus cielos. Dónde, si puedo hacer tal pregunta, ¿dónde se encuentran los pequeños acorazados y las crías de los globos de fuego? Sí, ¿dónde están?

—En las profundidades del mar.

—Quizá, Guardiana, quizá. No puede asegurarlo y yo tampoco puedo hacerlo. Esos monstruos son criaturas realmente formidables y, sin embargo, he visto predadores igual de formidables en otros mundos, pero su número no llega ni a centenares ni a millares. ¿Por qué? Ah, porque los jóvenes, o los huevos, o los alevines son mucho menos formidables que sus progenitores y la mayor parte de ellos mueren antes de alcanzar su temible madurez. Aparentemente, ello no sucede en Namor, no sucede en lo más mínimo. ¿Cuál puede ser el significado de todo esto? Sí, ciertamente, ¿cuál puede ser? —Tuf se encogió de hombros—. No puedo decirlo, pero sigo trabajando en ello y pienso seguir esforzándome hasta haber resuelto el enigma de ese mar excesivamente prolífico que existe en su mundo.

Kefira Qay no parecía demasiado convencida. —Y mientras tanto, nuestra gente muere. Muere y a usted no le importa.

—Protesto ante... —empezó a decir Tuf.

—¡Silencio! —dijo ella moviendo el arma—. Hablaré con Namor y les transmitiré su pequeño discurso. Hoy hemos perdido contacto con Mano Rota. Cuarenta y tres islas, Tuf. No me atrevo ni a pensar en cuánta gente quiere decir ese número. Todas han desaparecido en un solo día. Hubo unas cuantas transmisiones de radio casi ininteligibles, histeria y luego el silencio. Y mientras tanto usted se queda sentado hablando de acertijos y enigmas. Basta ya. Queremos que actúe, ahora mismo. Insisto en ello o, si lo prefiere, se trata de una amenaza. Luego ya nos encargaremos de resolver los cómos y los porqués de todo este asunto pero, por el momento, vamos a terminar con ellos sin perder el tiempo haciéndonos tantas preguntas.

—En tiempos —dijo Haviland Tuf—, existió un mundo absolutamente idílico con la excepción de un pequeño defecto, un insecto que tenía el tamaño de una mota de polvo. Era una criatura decididamente inofensiva, pero se la encontraba por doquier ya que se alimentaba con las esporas microscópicas de un hongo que flotaba en el aire. La gente de ese mundo odiaba al minúsculo insecto que, a veces, volaba en nubes tan espesas que llegaban a tapar el sol. Cada vez que los ciudadanos de ese planeta salían al exterior los insectos aterrizaban sobre ellos a miles, cubriendo sus cuerpos con un sudario viviente. Por lo tanto, alguien que proclamaba ser ingeniero ecológico se ofreció a resolver su problema. Introdujo en el planeta un insecto procedente de otro mundo muy lejano, más grande, capaz de alimentarse con esas motas de polvo viviente. El plan funcionó de modo admirable. Los nuevos insectos se multiplicaron y se multiplicaron, careciendo de enemigos naturales dentro del ecosistema, hasta barrer completamente de él a la especie nativa. Fue un gran triunfo. Por desgracia, hubo efectos colaterales imprevistos. El invasor, habiendo destruido una forma de vida, se dirigió hacia otros objetivos más beneficiosos para el planeta. Muchos insectos nativos del planeta se extinguieron. Los equivalentes locales de los pájaros, privados de sus presas habituales e incapaces de digerir al insecto alienígena, también sufrieron enormes pérdidas. Las plantas fueron incapaces de realizar la polinización como antes. Bosques y selvas enteras se marchitaron y empobrecieron y las esporas del hongo que había sido el alimento del molesto insecto original proliferaron libres de todo control natural. El hongo empezó a crecer en todas partes, sobre los edificios, sobre las cosechas, incluso sobre los animales vivos. Para decirlo brevemente, todo el ecosistema fue puesto patas arriba de modo irremisible. Si hoy decidiera visitar ese mundo no encontraría más que un páramo de muerte, con la única excepción de ese terrible hongo. Tales son los frutos de la acción precipitada y del estudio insuficiente. Si se obra sin comprender adecuadamente las cosas, pueden correrse graves riesgos.

—Y se corre el peligro de ser destruido irremisiblemente caso de no hacer nada —dijo Kefira Qay con expresión obstinada—. No, Tuf. Sabe contar historias realmente aterradoras, pero estamos desesperados. Los Guardianes aceptarán los riesgos, sean cuales sean. Tengo mis órdenes y a menos que decida actuar, usaré esto. —Movió la cabeza señalando a su láser.

Haviland Tuf se cruzó de brazos. —Si utiliza el arma —dijo—, estará obrando como una estúpida. Sin duda podrían llegar a comprender el funcionamiento del Arca, con tiempo. La tarea les llevaría años y usted misma acaba de admitir que no disponen de esos años. Trabajaré para ustedes, pero actuaré solamente cuando me considere preparado para hacerlo. Soy ingeniero ecológico y como tal tengo una integridad profesional, aparte de la personal. Y debo indicarle que sin mis servicios no tienen ustedes la más mínima esperanza. Ni la más mínima. Por lo tanto, dado que usted lo sabe y que yo lo sé también, prescindamos de más dramas. No va a usar el arma.

Durante unos segundos Kefyra Qay pareció a punto de echarse a llorar.

—Usted... —dijo, aturdida. Su láser vaciló unos milímetros y luego su expresión volvió a endurecerse—. Se equivoca, Tuf —dijo—. Lo usaré.

Haviland Tuf permaneció en silencio. No lo usaré con usted —añadió Kefyra Qay—. Lo usaré con sus gatos. Mataré a uno de ellos cada día, hasta que se decida a obrar. —Movió ligeramente la muñeca y el arma dejó de apuntar a Tuf. Ahora apuntaba a la pequeña silueta de Ingratitud, que iba y venía de un lado a otro de la estancia, husmeando entre las sombras—. Empezaré con ése —dijo la Guardiana—. Cuando cuente tres, dispararé.

El rostro de Tuf seguía perfectamente impasible.

—Uno —dijo Kefyra Qay.

Tuf siguió sentado sin hacer el menor movimiento.

—Dos —dijo ella.

Tuf frunció el ceño y en su frente blanca como la tiza aparecieron unas diminutas arrugas.

—Tres —balbuceó Kefyra Qay.

—No —se apresuró a decir Tuf—. No dispare. Haré lo que me ha pedido. Puedo empezar el proceso de clonación dentro de una hora.

La Guardiana guardó nuevamente el láser en su funda.

De ese modo, a regañadientes, Haviland Tuf emprendió su guerra particular.

Durante el primer día estuvo sentado en su sala de guerra, con los labios apretados y sin decir palabra, accionando los mandos de su gran consola, pulsando botones resplandecientes y teclas que hacían brotar de la nada fantasmagóricos hologramas. En el interior del Arca líquidos espesos de casi todos los colores imaginables gorgoteaban y hervían dentro de las cubas, hasta ahora vacías, que colmaban la penumbra el eje principal, en tanto que muchos especímenes de la enorme biblioteca celular eran sacados de su sitio, rociados y manipulados por minúsculos servomecanismos, tan sensibles como las manos del mejor cirujano concebible. Tuf no estuvo presente en ninguno de esos procesos. Sentado ante sus mandos, iba dando las órdenes que hacían nacer un clon tras otro.

Durante el segundo día actuó exactamente igual. Al tercer día se puso en pie y recorrió lentamente los kilómetros del eje principal a lo largo de los cuales empezaban a crecer sus hijos, ahora ya bajo la forma de confusas siluetas que se removían débilmente o permanecían inmóviles en los tanques de líquido traslúcido. Algunos de los tanques eran tan grandes como la cubierta de aterrizaje del Arca, en tanto que otros eran tan pequeños como la uña de su meñique. Haviland Tuf se detuvo ante cada uno de ellos, estudiando los diales, los medidores y las mirillas relucientes con tranquila concentración, haciendo pequeños ajustes de vez en cuando. El día estaba ya terminado para cuando llegó a la parte central de la hilera de tanques.

Durante el cuarto día completó su inspección. Al quinto día puso en funcionamiento el cronobucle. —El tiempo es su esclavo —le dijo a Kefyra Qay cuando ésta la interrogó sobre dicho aparato—. Puede hacer que vaya muy despacio o puede obligarle a que corra como el rayo. Vamos a hacer que corra y de ese modo los guerreros que estoy creando podrán alcanzar su madurez mucho más rápidamente de lo que sería posible siguiendo el curso natural de las cosas.

Durante el sexto día estuvo muy ocupado en la cubierta de aterrizaje, modificando dos lanzaderas para que fueran capaces de transportar a las criaturas que estaba fabricando, instalando en su interior tanques de varios tamaños y llenándolos luego de agua.

A la mañana del séptimo día se reunió con Kefyra Qay cuando ésta desayunaba y le dijo:

—Guardiana, estamos listos para empezar. Ella pareció algo sorprendida.

—¿Tan pronto?

—No todas mis criaturas han llegado ya a su plena madurez, pero no importa. Algunas son monstruosamente grandes y deben ser trasladadas antes de que lleguen a su tamaño adulto. El proceso de clonación continuará, por supuesto. Debemos poseer un número suficiente de criaturas que asegure su viabilidad, pero en estos momentos ya hemos llegado a un estadio en el cual resulta posible empezar la siembra de los océanos de Namor.

—¿Cuál es su estrategia? —le preguntó Kefyra Qay. Haviland Tuf apartó su plato a un lado y frunció los labios.

—Guardiana, mi estrategia actual es tan tosca como prematura y se basa en unos conocimientos más bien insuficientes. No aceptaré ninguna responsabilidad en lo tocante a su éxito o fracaso. Sus crueles amenazas me han impulsado a obrar con una premura muy poco conveniente.

—De todos modos —le replicó ella secamente—, ¿qué está haciendo?

Tuf cruzó las manos sobre el vientre. —El armamento biológico, como todos los demás tipos de armamento, presenta muchas formas y tamaños. El modo más adecuado de acabar con un enemigo humanoide es darle con un láser en el centro de la cabeza. En términos biológicos, el equivalente podría ser un enemigo natural o un predador adecuado, o una plaga que atacara solamente a dicha especie. Dado que me faltaba el tiempo necesario, no he tenido la oportunidad de preparar una solución tan económica.

»Existen otros métodos menos satisfactorios. Podría introducir en su mundo una enfermedad capaz de liquidar a los acorazados, los globos de fuego y los caminantes, por ejemplo. Existen varios candidatos posibles para tal papel pero sus monstruos marinos tienen parientes próximos en muchas especies de vida marina, con lo cual dichos tíos y primos también sufrirían tal enfermedad. Mis proyecciones indican que prácticamente tres cuartas partes de la vida marina de Namor serían vulnerables a un ataque de ese tipo. Como otra alternativa, tengo a mi disposición hongos de crecimiento muy veloz y animales microscópicos que serían capaces de colmar literalmente sus océanos eliminando de ellos todo tipo de vida. Claro que dicha elección me ha parecido igualmente insatisfactoria ya que su resultado final sería imposibilitar la vida de los seres humanos en Namor. Continuando con mi analogía de hace unos instantes, esos métodos son el equivalente biológico de matar a un individuo de la especie humana, haciendo explotar un ingenio termonuclear de baja potencia sobre la ciudad en la cual reside habitualmente, y por dicha razón he terminado descartándolos.

»En vez de ello he acabado optando por lo que podría denominarse como una estrategia de fuego a discreción, introduciendo muchas especies nuevas en la ecología namoriana con la esperanza de que algunas de ellas puedan acabar resultando enemigos naturales efectivos y capaces de ir diezmando las filas de sus monstruos marinos. Algunos de mis guerreros son animales tan grandes como letales y son lo bastante formidables como para encontrar presa fácil incluso a sus temibles acorazados. Otros son pequeños pero veloces, cazadores semiocasionales que forman jaurías y se reproducen a gran velocidad. Hay otros que son casi invisibles y tengo la esperanza de que encuentren a esos monstruos de pesadilla en sus etapas más jóvenes y menos potentes, reduciendo de tal modo su número. Por lo tanto y como ya habrá comprendido, mi estrategia es múltiple y variada. Estoy usando toda la baraja y no limitándome a una sola carta. Dado su tajante ultimátum, era mi única opción posible —Tuf le dirigió una seca inclinación de cabeza—. Tengo la esperanza de que se encuentre satisfecha, Guardiana Qay.

Ella frunció el ceño, pero no le respondió.

—Bien, caso de que haya terminado con esas deliciosas gachas de hongos —dijo Tuf—, podemos empezar. No deseo que saque la impresión de que estoy perdiendo el tiempo deliberadamente. Doy por sentado que posee usted un perfecto entrenamiento como piloto, ¿no?

—Sí —le replicó ella con brusquedad.

—¡Excelente! —dijo Tuf—. Entonces, le daré instrucciones en cuanto a la peculiar idiosincrasia de mi lanzadera. Dentro de una hora ya habrá sido cargada hasta los topes y podrá empezar su primer viaje. Seguiremos largas trayectorias rectilíneas sobre sus mares e iremos descargado nuestra carga en sus revueltas aguas. Yo me encargaré de pilotar el Basilisco en el hemisferio norte y usted se encargará de la Mantícora en el sur. Si este plan le parece aceptable, dirijámonos hacia las rutas que he planeado —y Haviland Tuf se levantó con envarada dignidad.

Durante los veinte días siguientes Haviland Tuf y Kefyra Qay cruzaron de un extremo a otro los peligrosos cielos de Namor, trazando con sus viajes una lenta rejilla sobre el océano y sembrándolo con su carga. La Guardiana sentía una extraña alegría durante esos viajes. Era agradable estar de nuevo en acción y, además, lo que hacía le daba cierta esperanza. Ahora los acorazados, los globos de fuego y los caminantes tendrían que vérselas con sus propias pesadillas, recogidas al azar de una cincuentena de planetas.

De Viejo Poseidón llegaron las anguilas vampiro, las nessies y las enmarañadas masas de las telarañas de hierba, afiladas como navajas e igualmente mortíferas.

De Acuario, Tuf había clonado los cuervos negros, los aún más veloces cuervos escarlata, las bolas de algodón venenoso y la tan fragante como carnívora hierba de la dama.

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