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Authors: Gustave Flaubert

Tags: #Clásico, #Drama

Madame Bovary (9 page)

Devoraba, sin dejarse nada, todas las reseñas de los estrenos de teatro, de carreras y de fiestas, se interesaba por el debut de una cantante, por la apertura de una tienda. Estaba al tanto de las modas nuevas, conocía las señas de los buenos modistos, los días de Bois o de Ópera
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. Estudió, en Eugenio Sue, descripciones de muebles; leyó a Balzac y a George Sand buscando en ellos satisfacciones imaginarias a sus apetencias personales.

Hasta la misma mesa llevaba su libro y volvía las hojas, mientras que Carlos comía y le hablaba. El recuerdo del vizconde aparecía siempre en sus lecturas. Entre él y los personajes inventados establecía comparaciones. Pero el círculo cuyo centro era el vizconde se ampliaba a su alrededor y aquella aureola que tenía, alejándose de su cara, se extendió más lejos para iluminar otros sueños.

París, más vago que el Océano, resplandecía, pues, a los ojos de Emma entre encendidos fulgores. La vida multiforme que se agitaba en aquel tumulto estaba, sin embargo, compartimentada, clasificada en cuadros distintos. Emma no percibía más que dos o tres, que le ocultaban todos los demás y representaban por sí solos la humanidad entera. El mundo de los embajadores caminaba sobre pavimentos relucientes, en salones revestidos de espejos, alrededor de mesas ovales, cubiertas de un tapete de terciopelo con franjas doradas. Allí había trajes de cola, grandes misterios, angustias disimuladas bajo sonrisas.

Venía luego la sociedad de las duquesas, ¡estaban pálidas!; se levantaban a las cuatro; las mujeres, ¡pobres ángeles!, llevaban encaje inglés en las enaguas, y los hombres, capacidades ignoradas bajo apariencias fútiles, reventaban sus caballos en diversiones, iban a pasar el verano a Baden, y, por fin, hacia la cuarentena, se casaban con las herederas. En los reservados de restaurantes donde se cena después de medianoche veía a la luz de las velas la muchedumbre abigarrada de la gente de letras y las actrices.

Aquéllos eran pródigos como reyes llenos de ambiciones ideales y de delirios fantásticos. Era una existencia por encima de las demás, entre cielo y tierra, en las tempestades, algo sublime. El resto de la gente estaba perdido, sin lugar preciso, y como si no existiera.

Por otra parte, cuanto más cercanas estaban las cosas más se apartaba el pensamiento de ellas. Todo lo que la rodeaba inmediatamente, ambiente rural aburrido, pequeños burgueses imbéciles, mediocridad de la existencia, le parecía una excepción en el mundo, un azar particular en que se encontraba presa; mientras que más allá se extendía hasta perderse de vista el inmenso país de las felicidades y de las pasiones.

En su deseo confundía las sensualidades del lujo con las alegrías del corazón, la elegancia de las costumbres, con las delicadezas del sentimiento. ¿No necesitaba el amor como las plantas tropicales unos terrenos preparados, una temperatura particular? Los suspiros a la luz de la luna, los largos abrazos, las lágrimas que corren sobre las manos que se abandonan, todas las fiebres de la carne y las languideces de la ternura no se separaban del balcón de los grandes castillos que están llenos de distracciones, de un saloncito con cortinillas de seda con una alfombra muy gorda, con maceteros bien llenos de flores, una cama montada sobre un estrado ni del destello de las piedras preciosas y de los galones de la librea.

El mozo de la posta, que cada mañana venía a cuidar la yegua, atravesaba el corredor con sus gruesos zuecos; su blusa tenía rotos, sus pies iban descalzos dentro de las pantuflas. ¡Era el groom en calzón corto con el que había que conformarse! Terminada su tarea, no volvía en todo el día, pues Carlos, al volver a casa, metía él mismo su caballo en la cuadra, quitaba la silla y pasaba el ronzal, mientras que la muchacha traía un haz de paja y la echaba como podía en el pesebre. Para reemplazar a Anastasia, que por fin marchó de Tostes hecha un mar de lágrimas, Emma tomó a su servicio a una joven de catorce años, huérfana y de fisonomía dulce.

Le prohibió los gorros de algodón, le enseñó que había que hablarle en tercera persona, traer un vaso de agua en un plato, llamar a las puertas antes de entrar, y a planchar, a almidonar, a vestirla, quiso hacer de ella su doncella. La nueva criada obedecía sin rechistar para no ser despedida; y como la señora acostumbraba a dejar la llave en el aparador, Felicidad cogía cada noche una pequeña provisión de azúcar, que comía sola, en cama, después de haber hecho sus oraciones. Por las tardes, a veces, se iba a charlar con los postillones.

La señora se quedaba arriba en sus habitaciones. Emma llevaba una bata de casa muy abierta, que dejaba ver entre las solapas del chal del corpiño una blusa plisada con tres botones dorados. Su cinturón era un cordón de grandes borlas, y sus pequeñas pantuflas de color granate tenían un manojo de cintas anchas, que se extendía hasta el empeine. Se había comprado un secante, un juego de escritorio, un portaplumas y sobres, aunque no tenía a quién escribir; quitaba el polvo a su anaquel, se miraba en el espejo, cogía un libro, luego, soñando entre líneas, lo dejaba caer sobre sus rodillas. Tenía ganas de viajar o de volver a vivir a su convento. Deseaba a la vez morirse y vivir en París. Carlos, con nieve o con lluvia, cabalgaba por los atajos.

Comía tortillas en las mesas de las granjas, metía su brazo en camas húmedas; recibía en la cara el chorro tibio de las sangrías, escuchaba estertores, examinaba palanganas, levantaba mucha ropa sucia; pero todas las noches encontraba un fuego vivo, la mesa servida, muebles cómodos, y una mujer bien arreglada, encantadora, oliendo a limpio, sin saber de dónde venía este olor a no ser que fuera su piel la que perfumaba su camisa. Ella le encantaba por un sinfín de delicadezas: ya era una nueva manera de recortar arandelas de papel para las velas, un volante que cambiaba a su vestido, o el nombre extraordinario de un plato muy sencillo, y que le había salido mal a la muchacha, pero que Carlos se comía con satisfacción hasta el final. Vio en Rouen a unas señoras que llevaban en sus relojes un manojo de colgantes; ella se compró algunos.

Quiso poner sobre su chimenea dos grandes jarrones de cristal azul, y poco tiempo después un neceser de marfil con un dedal de plata dorada. Cuanto menos comprendía Carlos estos refinamientos, más le seducían. Añadían algo al placer de sus sentidos y a la calma de su hogar. Eran como un polvo de oro esparcido a lo largo del humilde sendero de su vida. El se encontraba bien, tenía buen aspecto; su reputación estaba bien acreditada.

Los campesinos le querían porque no era orgulloso. Acariciaba a los niños, no entraba nunca en la taberna, y, además, inspiraba confianza por su moralidad. Acertaba especialmente en los catarros y en las enfermedades del pecho. Como tenía mucho miedo a matar a nadie, Carlos casi no recetaba en realidad más que bebidas calmantes, de vez en cuando algún vomitivo, un baño de pies o sanguijuelas. No es que le diese miedo la cirugía; sangraba abundantemente a la gente, como si fueran caballos, y para la extracción de muelas tenía una fuerza de hierro. En fin, para estar al corriente, se suscribió a la Ruche médicale, nuevo periódico del que había recibido un prospecto. Después de la cena leía un poco; pero el calor de la estancia, unido a la digestión, le hacía dormir al cabo de cinco minutos; y se quedaba ahí, con la barbilla apoyada en las dos manos, y el pelo caído como una melena hasta el pie de la lámpara.

Emma lo miraba encogiéndose de hombros. ¿Por qué no tendría al menos por marido a uno de esos hombres de entusiasmos callados que trabajaban por la noche con los libros y, por fin, a los sesenta años, cuando llega la edad de los reumatismos lucen una sarta de condecoraciones sobre su traje negro mal hecho? Ella hubiera querido que este nombre de Bovary, que era el suyo, fuese ilustre, verlo exhibido en los escaparates de las librerías, repetido en los periódicos, conocido en toda Francia. ¡Pero Carlos no tenía ambición! Un médico de Yvetot, con quien había coincidido muy recientemente en una consulta, le había humillado un poco en la misma cama del enfermo, delante de los parientes reunidos.

Cuando Carlos le contó por la noche lo sucedido, Emma se deshizo en improperios contra el colega. Carlos se conmovió. La besó en la frente con una lágrima. Pero ella estaba exasperada de vergüenza, tenía ganas de pegarle, se fue a la galería a abrir la ventana y aspiró el aire fresco para calmarse. ¡Qué pobre hombre!, ¡qué pobre hombre! decía en voz baja, mordiéndose los labios.

Por lo demás, cada vez se sentía más irritada contra él. Con la edad, Carlos iba adoptando unos hábitos groseros; en el postre cortaba el corcho de las botellas vacías; al terminar de comer pasaba la lengua sobre los dientes; al tragar la sopa hacía una especie de cloqueo y, como empezaba a engordar, sus ojos, ya pequeños, parecían subírsele hacia las sienes por la hinchazón de sus pómulos. Emma a veces le ajustaba en su chaleco el ribete rojo de sus camisetas, le arreglaba la corbata o escondía los guantes desteñidos que se iba a poner; y esto no era, como él creía, por él; era por ella misma, por exceso de egoísmo, por irritación nerviosa. A veces también le hablaba de cosas que ella había leído, como de un pasaje de una novela, de una nueva obra de teatro, o de la anécdota del «gran mundo» que se contaba en el folletón; pues, después de todo, Carlos era alguien, un oído siempre abierto, una aprobación siempre dispuesta.

Ella hacía muchas confidencias a su perra galga. Se las hubiera hecho a los troncos de su chimenea y al péndulo de su reloj. En el fondo de su alma, sin embargo, esperaba un acontecimiento. Como los náufragos, paseaba sobre la soledad de su vida sus ojos desesperados, buscando a lo lejos alguna vela blanca en las brumas del horizonte. No sabía cuál sería su suerte, el viento que la llevaría hasta ella, hacia qué orilla la conduciría, si sería chalupa o buque de tres puentes, cargado de angustias o lleno de felicidades hasta los topes.

Pero cada mañana, al despertar, lo esperaba para aquel día, y escuchaba todos los ruidos, se levantaba sobresaltada, se extrañaba que no viniera; después, al ponerse el sol, más triste cada vez, deseaba estar ya en el día siguiente. Volvió la primavera. Tuvo sofocaciones en los primeros calores, cuando florecieron los perales. Desde el principio de julio contó con los dedos cuántas semanas le faltaban para llegar al mes de octubre, pensando que el marqués d'Andervilliers tal vez daría otro baile en la Vaubyessard. Pero todo septiembre pasó sin cartas ni visitas. Después del fastidio de esta decepción, su corazón volvió a quedarse vacío, y entonces empezó de nuevo la serie de las jornadas iguales. Y ahora iban a seguir una tras otra, siempre idénticas, inacabables y sin aportar nada nuevo. Las otras existencias, por monótonas que fueran, tenían al menos la oportunidad de un acontecimiento. Una aventura ocasionaba a veces peripecias hasta el infinito y cambiaba el decorado. Pero para ella nada ocurría. ¡Dios lo había querido! El porvenir era un corredor todo negro, y que tenía en el fondo su puerta bien cerrada.

Abandonó la música. ¿Para qué tocar?, ¿quién la escucharía? Como nunca podría, con un traje de terciopelo de manga corta, en un piano de Erard, en un concierto, tocando con sus dedos ligeros las teclas de marfil, sentir como una brisa circular a su alrededor como un murmullo de éxtasis, no valía la pena aburrirse estudiando. Dejó en el armario las carpetas de dibujo y el bordado. ¿Para qué? ¿Para qué? La costura le irritaba. Lo he leído todo se decía. Y se quedaba poniendo las tenazas al rojo en la chimenea o viendo caer la lluvia. ¡Qué triste se ponía los domingos cuando tocaban a vísperas!

Escuchaba, en un atento alelamiento, sonar uno a uno los golpes de la campana cascada. Algún gato sobre los tejados, caminando lentamente, arqueaba su lomo a los pálidos rayos del sol. El viento en la carretera, arrastraba nubes de polvo. A lo lejos, de vez en cuando, aullaba un perro, y la campana, a intervalos iguales, continuaba su sonido monótono que se perdía en el campo. Entretanto salían de la iglesia. Las mujeres en zuecos lustrados, los campesinos con blusa nueva, los niños saltando con la cabeza descubierta delante de ellos, todo el mundo volvía a su casa. Y hasta la noche, cinco o seis hombres, siempre los mismos, se quedaban jugando al chito delante de la puerta principal de la posada.

El invierno fue frío. Todas las mañanas los cristales estaban llenos de escarcha, y la luz, blanquecina a través de ellos, como a través de cristales esmerilados, a veces no variaba en todo el día. Desde las cuatro de la tarde había que encender la lámpara. Los días que hacía bueno bajaba a la huerta. El rocío había dejado sobre las coles encajes de plata con largos hilos claros que se extendían de una a otra. No se oían los pájaros, todo parecía dormir, la espaldera cubierta de paja y la parra como una gran serpiente enferma bajo la albardilla de la pared, donde acercándose se veían arrastrarse cochinillas de numerosas patas. En las piceas cerca del seto, el cura en tricornio que leía su breviario había perdido el pie derecho a incluso el yeso, desconchándose con la helada, y ésta le había dejado la cara cubierta de manchas blancas.

Después volvía a subir, cerraba la puerta, esparcía las brasas y, desfalleciendo al calor del fuego, sentía venírsele encima un aburrimiento mayor. De buena gana hubiera bajado a charlar con la muchacha, pero un cierto pudor se lo impedía. Todos los días a la misma hora el maestro de escuela, con su gorro de seda negro, abría los postigos de su casa y pasaba el guarda rural con su sable sobre la blusa. Por la noche y por la mañana, los caballos de la posta, de tres en tres, atravesaban la calle para ir a beber a la charca.

De vez en cuando, la puerta de una taberna hacía sonar su campanilla, y cuando hacía viento se oían tintinear sobre sus dos vástagos las pequeñas bacías de cobre del peluquero, que servían de insignia de su tienda. Tenía como decoración un viejo grabado de modas pegado contra un cristal y un busto de mujer de cera con el pelo amarillo. También el peluquero se lamentaba de su vocación frustrada, de su porvenir perdido, y soñando con alguna peluquería en una gran ciudad, como Rouen por ejemplo, en el puerto, cerca del teatro, se pasaba todo el día paseándose a lo largo, desde el ayuntamiento hasta la iglesia, taciturno y esperando la clientela.

Cuando Madame Bovary levantaba los ojos lo veía siempre allí, como un centinela, de guardia, con su gorro griego sobre la oreja y su chaqueta de tela ligera de lana. Por la tarde, a veces aparecía detrás de los cristales de la sala una cabeza de hombre, de cara bronceada, patillas negras y que sonreía lentamente con una ancha y suave sonrisa de dientes blancos. Enseguida empezaba un vals, y al son del organillo, en un pequeño salón, unos bailarines de un dedo de alto, mujeres con turbantes rosa, tiroleses con chaqué, monos con frac negro, caballeros de calzón corto daban vueltas entre los sillones, los sofás, las consolas, repitiéndose en los pedazos de espejo enlazados en sus esquinas por un hilito de papel dorado.

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