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Authors: Kim Stanley Robinson

Marte Azul (55 page)

Nirgal regresó a la ciudad e hizo algunas averiguaciones. Según los mapas y documentos del Consejo de Areografía y Ecopoesis del Macizo de Tyrrhena, la cuenca no recibía cuidados. Su interés los complació.

—Las cuencas altas son ásperas —le explicaron—. Pocas cosas medran. Sería un proyecto a largo plazo.

—Muy bien.

—Tendrá que cultivar el alimento en invernaderos. Sin embargo, una vez que consiga suelo suficiente, las patatas...

Nirgal asintió.

Le pidieron que pasara por Dingboche, la aldea más cercana a la cuenca, y se asegurara de que nadie tenía planes para ella.

De modo que volvió a subir, en una pequeña caravana con Tariki, Rachel y Tiu y otros amigos que lo acompañaban para ayudar. Encontraron Dingboche, en un pequeño wadi en el que habían empezado a cultivar sobre todo patatas, por el momento con magros resultados.

Había caído una tormenta de nieve y los campos eran rectángulos blancos divididos por oscuros muros bajos de piedras apiladas. Por los campos se veían diseminadas algunas casas chatas y alargadas con tejados de lámina de roca y gruesas chimeneas cuadradas, y en el extremo superior de la aldea se apiñaban otras. La construcción más grande era una casa de té de dos plantas que tenía una amplia sala provista de colchones para los visitantes.

En Dingboche, como en la mayor parte de las tierras altas del sur, predominaba aún la economía de regalo, y Nirgal y sus acompañantes se vieron abrumados por el despilfarro cuando se quedaron a pasar la noche. Los lugareños se alegraron cuando él les preguntó por la cuenca alta, que llamaban indistintamente «la pequeña herradura» o «la mano de arriba».

—Necesita cuidados —dijeron, y se ofrecieron a ayudarle a instalarse. Así pues, la pequeña caravana subió al alto circo y descargó un montón de herramientas en la cresta, cerca de la roca-casa, y se quedó lo suficiente para despejar un pequeño trozo de terreno; las piedras que sacaron las utilizaron para levantar un muro alrededor. Dos hombres con experiencia en la construcción lo ayudaron a hacer las primeras incisiones en la cresta. Durante ese ruidoso taladreo algunos dingbochanos tallaron en la cara externa de la roca la inscripción
Om Mani Padme Hum
en caracteres sánscritos, como la que se veía en innumerables piedras mani en el Himalaya y ahora en las tierras altas del sur. Lo hicieron picando la roca alrededor de las gruesas letras cursivas, de manera que éstas destacaban en alto relieve sobre un fondo más basto y claro. En cuanto al diente de piedra, con el tiempo excavaría en él cuatro habitaciones; tendría ventanas de tres hojas y paneles solares que le proveerían la energía necesaria. Acumularía agua de deshielo en un tanque situado más arriba en la cresta, y construiría un cuarto de aseo con lo necesario para tratar los residuos y convertirlos en abono.

Luego se marcharon y Nirgal tuvo la cuenca para él solo.

Durante muchos días no hizo sino pasear y mirar. Sólo una pequeña parte de la cuenca sería su granja, con parcelas valladas con bajos muros de piedra y un invernadero para procurarse las verduras. Y una industria casera; no sabía aún en qué consistiría. No sería autosuficiente, pero al menos se habría asentado. Un proyecto.

Y estaría en aquella cuenca. Un pequeño canal discurría ya por la abertura occidental, como sugiriendo una línea de agua. La ahuecada mano de roca poseía un microclima, inclinada hacia el sol, bastante resguardada de los vientos. Nirgal sería un ecopoeta.

Primero tenía que conocer la tierra. Con eso como proyecto era sorprendente lo ajetreado que acababa siendo el día: había un sinfín de cosas por hacer, pero sin estructura, sin horario, sin prisas ni consultas. Y todos los días, en las últimas horas de las tardes estivales, paseaba por la cresta e inspeccionaba la cuenca en la luz menguante. Los líquenes y demás pobladores primitivos ya la habían colonizado; los fellfields llenaban las oquedades y había pequeños mosaicos de suelo ártico en las zonas soleadas, montículos de musgo verde sobre el suelo rojo, que no alcanzaba el centímetro de grosor. La nieve fundida discurría en numerosos arroyuelos, se estancaba, se precipitaba por un terreno escalonado, con diminutos oasis de diatomeas, y saltaba a la cuenca para unirse al wadi de grava en el portal que se abría a las tierras inferiores, una futura pradera llana detrás de lo que quedaba del borde. Unas nervaduras actuaban como presas naturales, y después de meditarlo, Nirgal transportó algunos ventifacts y los ensambló en la base de tal manera que la unión de las facetas destacaba la altura de las nervaduras. Las aguas de deshielo formarían estanques de riberas musgosas en las praderas. Los páramos situados al este de Sabishii tenían el aspecto que él pretendía para la cuenca, e intercambió impresiones con los ecopoetas que vivían en ellos sobre especies compatibles, tasas de crecimiento, preparación de suelos, etcétera. Empezó a perfilar su visión particular de la cuenca, pero en el segundo marzo llegó el otoño y el año avanzó hacia el afelio, y Nirgal comprendió que buena parte de la labor de formación del paisaje sería realizada por el viento y el invierno. Avanzaba por los campos arrojando semillas y esporas que sacaba de bolsas o cubetas de cultivo sujetas al cinto, como una figura de Van Gogh o del Viejo Testamento, una sensación extraña que combinaba el poder y la impotencia, la acción y el destino. Encargó mantillo para los campos y lo distribuyó en una fina cubierta, y trajo también gusanos de la granja universitaria de Sabishii. Gusanos en un bote, así llamaba Coyote a la gente de las ciudades; observando la masa de tubos desnudos y húmedos que se retorcían, Nirgal se estremeció. Liberó los gusanos en las nuevas parcelas. Ve, pequeño gusano, prospera en la tierra. Él mismo, recorriendo los sembrados en las mañanas soleadas, después de una ducha, no era más que una serie articulada de tubos desnudos y húmedos. Gusanos sensibles, en botes o en la tierra.

Después de los gusanos vendrían los topos y los campañoles. Luego, ratones, conejos de la nieve, armiños y marmotas. Tal vez entonces alguno de los felinos de las nieves que merodeaban por los páramos visitaría la cuenca, o los zorros. La altitud era considerable, pero esperaban conseguir una presión de cuatrocientos milibares, un cuarenta por ciento de los cuales serían de oxígeno. De hecho, ya casi lo habían conseguido. Las condiciones eran similares a las del Himalaya y presumiblemente toda la fauna y flora terrestres de alta montaña podrían prosperar allí, además de las nuevas variedades genéticamente diseñadas. Y con tantos ecopoetas cuidando pequeñas parcelas de las tierras altas el problema quedaría reducido a preparar el terreno introduciendo el ecosistema básico deseado, y luego mantenerlo y vigilar qué venía con el viento o llegaba por su propio pie o volando. Esas llegadas inesperadas podían suponer un problema, y se discutía mucho sobre biología de invasión y gestión integrada de microclima. Descubrir las relaciones entre un lugar determinado y la región en la que se encontraba era parte fundamental del proceso progresivo de la ecopoesis.

Nirgal se interesó todavía más en la cuestión de la dispersión la primavera siguiente, en el primer noviembre, cuando las nieves se derritieron y entre el lodo de las llanas terrazas de la cara norte de la cuenca aparecieron ramitos de
Heuchera nivalis
. Él no la había plantado, ni siquiera conocía su existencia, pues de hecho no pudo identificarla hasta que su vecino Yoshi lo visitó y se lo dijo. Yoshi opinó además que debía de haber venido en el viento, pues abundaba en el Cráter Escalante, al norte, y en la dispersión le había tocado a él.

Dispersión alterna, dispersión por propagación, dispersión por las corrientes; las tres eran comunes en Marte. Los musgos y bacterias se propagaban; las plantas hidrófilas se dispersaban con las corrientes siguiendo las márgenes de los glaciares y las nuevas líneas costeras; y el liquen y otras plantas se valían de los fuertes vientos para saltar de unos lugares a otros. La dispersión humana procedía del mismo modo, observó Yoshi mientras recorrían la cuenca discutiendo el concepto: por propagación a través de Europa, Asia y África, siguiendo las corrientes en las Américas y las costas australianas, y saltando a las islas del Pacífico (o a Marte). Era propio de las especies altamente adaptables. El Macizo de Tyrrhena recibía los alisios estivales y los vientos del oeste, de manera que en los dos flancos del macizo había precipitaciones, en ningún lugar más de veinte centímetros anuales, que en la Tierra lo habría convertido en un desierto, pero que en el hemisferio meridional de Marte constituía una isla lluviosa. En cierto modo era también una cuenca de captación de dispersiones, propensa a las invasiones.

Así pues, tierra alta, árida y rocosa, espolvoreada de nieve en las zonas umbrías, sombras teñidas de blanco. Escasos signos de vida excepto en las cuencas, donde los ecopoetas ayudaban a las pequeñas poblaciones. Las nubes venían del oeste en invierno, del este en verano. Las estaciones del hemisferio sur estaban reforzadas por el ciclo afelio-perihelio, y por tanto eran verdaderas estaciones, y los inviernos en Tyrrhena eran muy crudos.

Nirgal recorría la cuenca tras una tormenta para ver qué había traído el viento. Por lo general sólo era polvo helado, pero una vez encontró unos brotes de valeriana griega de color azul pálido entre las grietas de una roca. Consultó sus libros de botánica para ver qué interacción se produciría. El diez por ciento de las especies introducidas sobrevivía, y el diez por ciento de éstas se convertían en plagas; ésa era la regla diez-diez de la invasión biológica, le dijo Yoshi, la primera regla de la disciplina.

—Por supuesto, diez significa entre cinco y veinte. —Una vez Nirgal desarraigó uno de esos visitantes primaverales, hierba común, temiendo que acabara con todo lo demás. Hizo lo mismo con el cardo de la tundra. En otra ocasión el viento otoñal dejó caer una pesada carga de polvo. Eran insignificantes comparadas con las viejas tormentas estivales del sur, pero de cuando en cuando un viento fuerte arrancaba el suelo desértico y el polvo volaba. La atmósfera se espesaba con rapidez, una media de quince milibares anuales, los vientos ganaban fuerza y aumentaba la probabilidad de que arrancaran gruesas capas de suelo. El polvo se depositaba en una fina película, a menudo con un alto contenido de nitratos, un fertilizante que las próximas lluvias infiltrarían en el suelo.

Nirgal compró su participación en la cooperativa de construcción que había elegido y bajaba a menudo a trabajar en los edificios de la ciudad. En la cuenca montaba y probaba dirigibles-planeador monoplazas. Su pequeño taller tenía paredes de piedras apiladas y un techo de tejas de arenisca. Esos trabajos, los cultivos del invernadero, el bancal de patatas y la ecopoesis de la cuenca colmaban sus días.

Volaba en los dirigibles terminados hasta Sabishii y pasaba unos días en el pequeño estudio del ático de la casa reconstruida de su antiguo profesor Tariki, en la vieja ciudad, entre ancianos issei que guardaban una gran semejanza física y mental con Hiroko. Art y Nadia también vivían allí, con su hija Nikki, además de Vijjika, Reull y Annette, viejos amigos de sus años de estudiante. Y estaba la universidad, ya no la Universidad de Marte, sino simplemente la Universidad de Sabishii, una pequeña escuela que seguía el modelo amorfo de los años del demimonde, y por eso los estudiantes más ambiciosos iban a Elysium, Sheffield o Cairo. Sólo quienes se sentían fascinados por la mística de aquellos años o se interesaban por las enseñanzas de uno de los profesores issei iban a Sabishii.

Tanta gente y actividades le hacían sentirse como un extraño, casi incómodo en su propio hogar. Trabajaba largos días como yesero y obrero no especializado en las distintas obras de su cooperativa en la ciudad, comía en quioscos de arroz y pubs, dormía en el desván del garaje de Tariki y esperaba con anhelo el regreso a la cuenca.

Cierta noche volvía a casa ya tarde, adormecido, cuando pasó junto a un hombre dormido en un banco del parque: era Coyote.

Se detuvo y lo observó largamente. Algunas noches oía el aullido de los coyotes en la cuenca. Aquél era su padre. Recordó los días en que buscaba a Hiroko sin saber dónde buscarla. En cambio, allí estaba su padre, dormido en un banco del parque. Nirgal podía llamarlo en cualquier momento, y siempre le respondía aquella sonrisa quebrada y radiante, la encarnación de Trinidad. Los ojos se le llenaron de lágrimas, pero sacudió la cabeza y se dominó. Un viejo tendido en un banco; se veían con cierta frecuencia. Muchos issei que se habían radicado en las tierras del interior cuando venían a la ciudad dormían en los parques.

Nirgal se sentó en el banco, junto a la cabeza de trenzas rasta canosas y desaseadas de su padre; parecía un borracho. Se quedó allí sentado, contemplando los tilos del parque. Era una noche serena y las estrellas titilaban entre las hojas.

Coyote se movió, torció la cabeza y levantó la vista.

—¿Quién anda ahí?

—¡Eh! —dijo Nirgal.

—¡Eh! —exclamó Coyote, y se incorporó restregándose los ojos—. Hombre, Nirgal, me has asustado.

—Lo siento. Pasaba por aquí y te vi. ¿Qué haces?

—Dormir.

—Ja, ja.

—Bueno, por lo que sé, estaba durmiendo.

—Coyote, ¿tienes un hogar?

—Caramba, pues no.

—¿Y eso te inquieta?

—No. —Coyote le dedicó una vaga sonrisa.— Soy como decía ese espantoso programa de vídeo: «El mundo es mi hogar».

Nirgal meneó la cabeza y no dijo nada. Coyote se extrañó de que no riera y lo miró largamente con los párpados entornados, respirando acompasadamente.

—Mi buen muchacho —dijo al fin, soñoliento. La ciudad estaba silenciosa y Coyote murmuraba como si estuviese a punto de quedarse dormido—. ¿Qué hace el héroe cuando el cuento ha terminado? Saltar a la cascada, dejarse arrastrar por la corriente.

—¿Qué...?

Coyote abrió los ojos y se inclinó hacia Nirgal.

—¿Recuerdas cuando llevamos a Sax a Tharsis Tholus y no te moviste de su lado, y después dijeron que lo habías devuelto a la vida? Esa clase de cosas... —Sacudió la cabeza.— Bueno, sólo es un cuento. ¿Por qué preocuparse por un cuento cuando de todas maneras no te pertenece? Lo que haces ahora es mejor. Puedes dejar atrás los mitos y sentarte en un parque por la noche como una persona corriente. Ir adonde te apetezca.

Nirgal asintió, inseguro.

—Lo que me gusta —dijo Coyote con voz soñolienta— es ir a las terrazas y beber kava y observar las caras. Pasear por las calles y mirar las caras. Me gustan los rostros femeninos, son tan hermosos. Y algunos son tan... tan... no sé. Me encanta mirarlos. —Se estaba quedando dormido.— Encontrarás una manera de vivir propia.

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