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Authors: Kim Stanley Robinson

Marte Azul (61 page)

—Con los cerebros alterados —dijo ella, aprovechando el filón.

—Sí.

—Y después de la lesión cerebral que sufriste, alterado por partida doble.

—Cierto. —Resultaba deprimente si se miraba desde ese punto de vista. Aquellas ratas estaban lejos de su hogar.— Aumento de la plasticidad. ¿Lo probaste...?

—No, no lo probé.

De modo que seguía siendo la Ann de siempre. Se le había ocurrido que tal vez probara las drogas por iniciativa propia, que habría visto la luz. Pero no. Sin embargo, la mujer que tenía delante no era del todo Ann. Algo en la mirada... Se había acostumbrado a recibir de ella una mirada de odio desde sus célebres discusiones en el
Ares
, quizá desde antes. Había tenido tiempo de acostumbrarse, o al menos de aprender a distinguirla.

Sin embargo, en ese momento, con la máscara y una expresión nueva en la mirada, casi parecía una cara distinta. Ann lo observaba con atención, pero la piel alrededor de los ojos no estaba fruncida. Sí arrugada, ambos estaban profusamente arrugados, pero las arrugas eran las de unos músculos relajados. Incluso parecía que la máscara ocultaba una leve sonrisa. No sabía qué pensar.

—Me administraste el tratamiento gerontológico —dijo ella.

—Sí.

¿Debía decir que lo sentía, aunque no fuera así? Mudo, la mandíbula tensa, la miraba como un pájaro paralizado por una serpiente, esperando una señal que le dijera que todo iba bien, que había hecho lo correcto.

Ella señaló con gesto brusco el paisaje que los rodeaba.

—¿En qué andas metido ahora?

Intentó comprender el sentido de la pregunta, tan enigmático para él como un koan.

—Sólo he salido a mirar —dijo. No se le ocurría nada más. Todas esas hermosas palabras del lenguaje de pronto se habían dispersado como una bandada de pájaros asustados, fuera de su alcance, y los significados con ellas. Sólo eran dos animales de pie, bajo el sol. ¡Mira, mira, mira!

Ann ya no sonreía, si es que lo había hecho. Ni tampoco lo atravesaba con la mirada. Lo observaba con ojo evaluador, como sí él fuera una roca. Una roca; con Ann eso indicaba con toda seguridad algún progreso.

Entonces ella se volvió y empezó a bajar por el acantilado hacia el pequeño puerto de Zed.

Sax regresó a Da Vinci aturdido. Estaba celebrándose la fiesta anual de la Ruleta Rusa, durante la cual se elegía a los representantes de ese año para el cuerpo ejecutivo global, además de asignar los cargos de la comunidad. Tras el ritual de sacar los nombres de un sombrero, se les dieron las gracias a los que habían desempeñado esos cargos el año anterior y se consoló a quienes había señalado la suerte; los que se habían librado lo celebraron. En Da Vinci se había adoptado la asignación por sorteo de los puestos administrativos porque era la única manera de que la gente los ocupara. Irónicamente, después de esforzarse tanto para dar a todos los ciudadanos la mayor autonomía posible en la autogestión, los técnicos de Da Vinci habían resultado ser alérgicos a las obligaciones que eso comportaba. Lo único que deseaban era dedicarse a sus investigaciones. «Podríamos dejar la administración en manos de las IA», decía Kouta Arai, como cada año, entre sorbo y sorbo de espumosa cerveza. Aonia, representante en la duma el año anterior, aconsejaba al que le sucedería: «Sólo tienes que ir a Mángala y discutir, y los auxiliares se encargan de hacer el trabajo. La mayor parte de las cuestiones a debate ya han pasado por el consejo o los tribunales, o por los partidos. Son los aparatchiks de Marte Libre quienes rigen el planeta en realidad. Pero la ciudad es muy hermosa y es muy agradable navegar en la bahía y deslizarse en trineo de vela en invierno».

Sax se alejó. Alguien se quejaba de las ciudades costeras que brotaban como hongos en el golfo meridional, demasiado próximas unas de otras. La política en su forma más común: la queja. Nadie quería desempeñar los cargos, pero todos estaban dispuestos a quejarse. Esa charla les ocuparía media hora más, y luego retomarían las discusiones de trabajo. Algunos ya lo habían hecho, a juzgar por el tono de sus voces. Sax se detuvo al oír que hablaban sobre la fusión, entusiasmados por los recientes avances en el desarrollo de un pulsorreactor. La fusión continua se había conseguido algunas décadas antes, pero requería enormes tokamaks, ingenios demasiado grandes, pesados y caros. Ese laboratorio estaba intentando implosionar repetidas veces, en una rápida secuencia, pequeñas bolas de combustible para proporcionar energía.

—¿Fue Bao quién les habló de eso? —preguntó Sax.

—Caramba, pues sí, antes de marcharse nos habló de las pautas de los plasmas, nada inmediatamente útil pues el tema es realmente macro comparado con lo que la ocupa; pero ella es condenadamente inteligente y algo que dijo puso a Yananda sobre la pista de cómo podíamos sellar la implosión y al mismo tiempo dejar espacio para la posterior emisión.

Era necesario que los láseres alcanzaran las bolitas por todos los lados a la vez, pero también necesitaban una válvula que permitiera a las partículas cargadas escapar, y el reto había interesado a Bao. Los científicos se enzarzaron en una animada discusión del problema, que creían haber resuelto al fin, y cuando alguien se acercó y mencionó los resultados del sorteo, lo despidieron con cajas destempladas.

—Ka, política no, gracias.

Mientras deambulaba por la sala, escuchando a medias las distintas conversaciones, a Sax volvió a sorprenderle la naturaleza apolítica de los científicos y técnicos. Algo en la política parecía repelerlos, y tenía que admitir que a él le ocurría lo mismo. Era irremediablemente subjetiva y comprometedora, rasgos que la oponían frontalmente a la esencia del método científico. ¿Era eso cierto? Esos sentimientos y prejuicios eran también subjetivos. Se podía intentar contemplar la política como una especie de ciencia, una larga serie de experimentos sobre la vida en comunidad, por ejemplo, cuyos datos habían sido adulterados. Por esa razón se proponía un sistema de gobierno, se ponía en práctica, se examinaban los resultados, se descartaba el sistema y vuelta a empezar. Si se estudiaban los experimentos y paradigmas se advertía que con el paso de los siglos habían aparecido ciertas constantes y principios que habían intentado sucesivas aproximaciones a los sistemas que promovían cualidades como el bienestar físico, la libertad individual, la igualdad, el cuidado de la tierra, mercados tutelados, el imperio de la ley, la compasión. Repetidos experimentos habían hecho patente —en Marte al menos— que todos esos objetivos, a veces contradictorios, podían alcanzarse a través de la poliarquía, un sistema complejo en el que el poder se repartía entre un gran número de instituciones. En teoría esa difusa red de poder a la vez centralizado y descentralizado, originaba el mayor grado de libertad individual y bienestar común maximizando el dominio de cada individuo sobre su propia vida.

De ahí la ciencia política, en teoría adecuada. Pero, consecuentemente, si se tomaba en serio la teoría, la gente tenia que dedicar mucho tiempo al ejercicio del poder. Eso era la definición tautológica de autogobierno, el yo gobernado. Y precisaba tiempo.

«Quienes valoran la libertad tienen que hacer el esfuerzo necesario para defenderla», había dicho Tom Paine. Bela había tomado la mala costumbre de colgar en las paredes carteles con sentencias de ese estilo.

«La ciencia es política de otra clase» era el críptico mensaje de uno de ellos.

Pero la mayoría de los habitantes de Da Vinci no querían emplear su tiempo de esa manera. «El socialismo nunca triunfará, ocupa demasiadas tardes», rezaba otro cartel manuscrito, palabras de Oscar Wilde. Y era cierto; la solución era conseguir que tus amigos ocuparan sus tardes en beneficio tuyo. De ahí el método de la elección por sorteo, un riesgo calculado, porque uno mismo podía verse atrapado cualquier día. Pero por lo general el riesgo merecía la pena, lo que justificaba la alegría de la fiesta anual; la gente entraba y salia a raudales por los ventanales de las salas comunes y ocupaba las terrazas que miraban sobre el lago del cráter, hablando con gran animación. Incluso los elegidos empezaban a recuperar la alegría con el kavajava y el alcohol, y tal vez con el pensamiento de que, al fin y al cabo, el poder era el poder; era una imposición, sí, pero les daría la oportunidad de hacer pequeñas cosas que sin duda ya tenían en mente: crear problemas a sus rivales, hacer favores a gente que querían impresionar, etcétera. Y así, una vez más el sistema había funcionado. Unos cuerpos cálidos ocupaban la red poliárquica, las juntas vecinales, la junta agrícola, la hidrológica, la de análisis arquitectónico, el consejo de análisis de proyectos, el grupo de coordinación económica, el consejo de la ciudad para coordinar todos esos cuerpos menores, la junta asesora de delegados globales... la entera red de pequeños cuerpos de gestión que los teóricos políticos habían ido sugiriendo en sus diferentes variantes durante siglos, incorporando aspectos del casi olvidado socialismo corporativo de Gran Bretaña, la gestión obrera yugoslava, el sistema de propiedad de Mondragón, la tenencia de tierras en Kerala y muchos otros. Por lo visto un experimento de síntesis con buenos resultados, pues los técnicos de Da Vinci parecían tan autodeterminados y felices como durante los años de la clandestinidad, cuando todo se había hecho aparentemente por instinto o, para ser más precisos, por consenso de la población (mucho más reducida entonces) de la ciudad.

Ciertamente se los veía felices: en las terrazas hacían cola ante grandes cacerolas de kavajava y café irlandés o ante barriles de cerveza, charlando con animación, una algarabía que semejaba el rumor de las olas, como en cualquier cóctel, el sonido extraordinario de muchas voces reunidas al que nadie excepto Sax parecía prestar atención; y tuvo la sospecha de que ese sonido, escuchado de manera inconsciente, era una de las razones por las que los asistentes a una fiesta se sentían tan alegres y gregarios.

Así pues, el procedimiento de Da Vinci era un experimento con éxito a pesar de que sus habitantes no mostraran ningún interés en ello. De haberlo hecho, tal vez se hubieran sentido menos felices. Probablemente la despreocupación en materia de política era una estrategia acertada, y un buen gobierno era aquel que se podía olvidar sin peligro, «¡para volver a mi trabajo al fin!», como un entusiasmado ex jefe de la junta hidrológica decía en ese momento. ¡No consideraban el autogobierno parte del trabajo propio!

Aunque desde luego había gente que disfrutaba de las tareas políticas, de la interacción de teoría y práctica, del debate, la solución de problemas, la colaboración con otras personas, el servicio prestado a los demás como una forma de regalo, la chachara incesante, el poder. Y esa gente permanecía en los puestos dos períodos, o tres si se les permitía, y después se hacía cargo de alguna tarea que nadie quería; por lo general esas personas solían desempeñar varios cometidos al mismo tiempo. Bela, por ejemplo, había proclamado que no quería ser presidente del laboratorio de laboratorios, pero se había metido en el grupo voluntario de asesores, cuyos puestos corrían el riesgo permanente de quedar vacantes. Sax lo abordó:

—¿Estás de acuerdo con Aonia en que Marte Libre domina la política global?

—Oh, sin duda alguna. Son muchos, han copado los tribunales y amañado las cosas. Creo que pretenden manejar las nuevas colonias en los asteroides, y llegado el caso, conquistar la Tierra. Todos los nativos con ambiciones políticas acuden al partido, como las abejas a la flor.

—Intentan dirigir otros asentamientos, ¿no?

—Eso traerá problemas.

—Sin duda.

—¿Has oído hablar del ingenio ligero de fusión que están desarrollando?

—Algo he oído, si.

—No estaría mal que respaldáramos ese proyecto con más decisión.

Si pudiésemos aplicar esos ingenios a las naves espaciales...

—¿Qué...?

—Un transporte tan rápido podría resquebrajar la supremacía de cualquier partido.

—¿Tú crees?

—Bueno, podría entorpecer cualquier intento de hegemonía.

—Sí, supongo que sí. Humm... en fin, tengo que meditarlo.

—Pues claro. Recuerda que la ciencia es política de otra clase.

—¡Por supuesto que lo es! Por supuesto. —Y Bela se alejó en dirección a los barriles de cerveza, murmurando para sí.

Con esa espontaneidad surgía allí la clase burocrática que había sido el terror de tantos teóricos políticos, los expertos que se hacían con el control del gobierno y nunca renunciaban a él. Pero ¿en manos de quién iban a delegarlo? ¿Quién más lo quería? Nadie, por lo que Sax sabía. Bela podía quedarse en el consejo asesor para siempre si lo deseaba. Experto, del latín
experiri
, «intentar». Como en un experimento. Por tanto era el gobierno de los experimentadores, los probadores probaban. A todos los efectos, el gobierno de los interesados, y por tanto una clase distinta de oligarquía. Pero ¿qué otra alternativa les quedaba? Cuando se tenía que elegir por sorteo a los miembros de un cuerpo gobernante, la idea del autogobierno como una faceta de la libertad individual resultaba un tanto paradójica.

Héctor y Sylvia, del seminario de Bao, interrumpieron las lucubraciones de Sax y lo invitaron a escuchar al conjunto musical del que formaban parte interpretando una selección de canciones de Maria dos Buenos Aires. Sax aceptó gustoso.

En el exterior del pequeño anfiteatro, Sax se sirvió otra tacita de kavajava. El espíritu festivo se palpaba. Héctor y Sylvia lo dejaron para ir a prepararse, expectantes y excitados. Mirándolos, Sax recordo su reciente encuentro con Ann. ¡Si al menos hubiera podido pensar!

¡Caramba, sólo había soltado incoherencias! Convertirse en Stephen Lindholm tal vez le hubiera facilitado las cosas. ¿Dónde estaría Ann en ese momento, qué pensaría? ¿Qué había estado haciendo? ¿Se limitaba a vagar por Marte como un fantasma, yendo de una estación roja a otra?

¿Qué hacían los rojos ahora, cómo vivían? ¿Pretendían volar Da Vinci y su encuentro casual con Ann lo había evitado? No, no. Aún quedaban ecosaboteadores estúpidos que andaban desarbolando proyectos, pero gracias a los límites legales impuestos a la terraformación muchos rojos se habían reintegrado en la sociedad; eran una importante corriente política, vigilantes, prestos a litigar, y por cierto mucho más interesados en ocuparse de las tareas políticas que otros ciudadanos menos ideológicos. Pero justamente por eso se habían normalizado. ¿Dónde encajaba Ann?

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