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Authors: Kim Stanley Robinson

Marte Azul (7 page)

—Huyan, desaparezcan. Bajen al Desfiladero Sur, rodeen Arsia por el flanco occidental, por encima de la línea de las nieves, y luego pasen a la cabecera de Aganippe Fossa, un largo cañón recto donde encontrarán un antiguo refugio rojo secreto, una morada excavada clandestinamente en la pared norte. Allí podrán esconderse y empezar una nueva campaña de resistencia contra los nuevos amos del planeta. UNOMA, UNTA, metanacs, Dorsa Brevia... todos Verdes.

Probó a llamar a Coyote y se sorprendió cuando éste contestó.

Sin duda también él estaba en Sheffield; tenía suerte de estar vivo. Una furiosa expresión de amargura le torcía el rostro quebrado.

Ann le explicó su plan; él asintió, pero dijo:

—Después de un tiempo necesitarán hacer algo más. Ann no pudo reprimirse:

—¡Fue una estupidez atacar el cable!

—Lo sé —dijo Coyote con cansancio.

—¿Intentaste disuadirlos?

—Pues claro. —Su expresión se ensombreció aún más.— ¿Kasei ha muerto?

—Sí.

El rostro del hombre se contrajo en una mueca de dolor.

—Oh, Dios. Esos bastardos.

Ann no sabía qué decir. No conocía muy bien a Kasei, ni siquiera le era simpático. Sin embargo, Coyote lo había conocido desde el día en que nació, en la colonia oculta de Hiroko, y lo había llevado consigo en sus furtivas expediciones por todo Marte desde que era un adolescente. Las lágrimas le corrían por las profundas arrugas de las mejillas, y Ann apretó los dientes.

—¿Puedes llevarlos a Aganippe? —preguntó—. Yo voy a quedarme y arreglar cuentas con la gente de Pavonis Este.

Coyote asintió.

—Los llevaré allá lo más rápido que pueda. Nos encontraremos en la Estación Oeste.

—Lo comunicaré.

—A los verdes no les va a gustar nada.

—Al diablo con los verdes.

Una parte del Kakaze entró a hurtadillas en la terminal oeste de Sheffield, a la luz mortecina de un crepúsculo humeante: pequeños grupos que vestían trajes de superficie sucios y ennegrecidos, de rostros pálidos y asustados, furiosos, desorientados, conmocionados. Devastados. Se habían reunido unos cuatrocientos, que compartieron las aciagas nuevas del día. Cuando Ann vio entrar a Coyote por la parte trasera, se puso de pie y procuró que su voz llegara a todos, más consciente que nunca de su condición de primera roja, de lo que eso significaba ahora. Aquella gente la había tomado en serio y allí estaban, exhaustos y afortunados supervivientes, con amigos muertos a lo largo y ancho de la ciudad que tenían al este.

—El asalto directo era una pésima idea —dijo, incapaz de reprimirse—. Funcionó en Burroughs, pero aquélla era una situación distinta. Aquí fracasó. Han muerto personas que podían haber vivido cientos de años. El cable no valía ese precio. Vamos a pasar a la clandestinidad y a esperar nuestra próxima oportunidad, nuestra verdadera oportunidad.

Se levantaron ásperas objeciones, gritos coléricos:

—¡No! ¡Nunca! ¡Derribemos el cable!

Ann esperó a que se desfogaran. Al fin alzó una mano y poco a poco se restableció el silencio.

—Si luchásemos ahora con los verdes, lo más probable es que nos saliera el tiro por la culata. Daría una excusa a las metanacs para intervenir. Eso sería mucho peor que lidiar con un gobierno nativo. Con los marcianos al menos podemos hablar. La parte medioambiental del compromiso de Dorsa Brevia nos da un cierto margen. Sólo tenemos que trabajar lo mejor que podamos. Empezar en algún otro sitio.

¿Comprenden?

Esa misma mañana no lo hubieran reconocido. Y ahora seguían sin querer hacerlo. Ann esperó que se acallaran las voces de protesta, que silenció con la mirada, la intensa mirada de fuego de Ann Clayborne... Muchos de ellos se habían unido a la lucha por su causa, en los días en que el enemigo era el enemigo, y la resistencia, una alianza activa de verdad, imprecisa y fragmentaria pero con todos sus elementos más o menos del mismo lado...

Inclinaron las cabezas, aceptando de mala gana que si Clayborne estaba contra ellos, su liderazgo moral desaparecía. Y sin eso... sin Kasei, sin Dao, y con la mayoría verde que apoyaba a Nirgal y Jackie, y a Peter, el traidor...

—Coyote los sacará de Tharsis —dijo Ann, sintiéndose enferma. Abandonó la sala, atravesó la terminal, salió por la antecámara y regresó a su coche. La consola de muñeca de Kasei seguía en el salpicadero y ella la arrojó al otro lado del compartimiento y empezó a sollozar. Después se sentó y se serenó, y luego puso en marcha el coche y fue en busca de Nadia, Sax y los demás.

Condujo sin ver alrededor de la caldera, esta vez en el sentido de las agujas del reloj. Finalmente se encontró en Pavonis Este, y allí estaban, todavía en el complejo de almacenes; cuando entró la miraron como si la idea de la ofensiva contra el cable hubiese sido suya, como si ella fuese personalmente responsable de todo lo malo que había sucedido, tanto ese día como durante toda la revolución; la miraron como lo habían hecho después de lo de Burroughs. Peter el traidor estaba allí, y ella lo evitó y no hizo el menor caso de los demás, o lo intentó. Irishka parecía asustada, y Jackie tenía los ojos enrojecidos y estaba furiosa; después de todo, su padre había muerto ese día, y aunque ella estaba en el bando de Peter y por tanto era en parte responsable de la respuesta aplastante a la ofensiva de los rojos, bastaba una mirada para comprender que alguien pagaría por ello; pero Ann no se detuvo a considerar nada de eso y fue directamente hacia Sax, como siempre en un rincón, en la esquina más lejana de la gran sala central, sentado frente a una pantalla, leyendo largas columnas de cifras, murmurándole cosas a su IA. Ann agitó una mano entre su cara y la pantalla y él levantó la vista, sobresaltado.

Curiosamente, Sax era el único que no parecía culparla. De hecho, la miró con la cabeza inclinada a un lado, con una curiosidad de pájaro que casi parecía simpatía.

—Malas noticias sobre Kasei —dijo—. Kasei y los demás. Me alegro de que Desmond y tú sobrevivieran.

Ella pasó por alto el comentario y le explicó con un rápido cuchicheo adonde iban los rojos y lo que les había dicho que hicieran.

—Creo que puedo disuadirlos de emprender otros ataques directos al cable. Y otras acciones violentas, al menos a corto plazo.

—Bien —dijo Sax.

—Pero quiero algo a cambio —dijo ella—. Lo quiero, y si no lo consigo los echaré contra ti hasta el fin del mundo.

—¿La soletta? —preguntó Sax.

Ann le clavó la mirada. Debía de haberla escuchado más de lo que ella había supuesto.

—Sí.

Las cejas del hombre se unieron mientras meditaba.

—Eso provocará una especie de era glacial —dijo.

—Bien.

Él la miró, meditabundo. Ann sabía lo que estaba pensando, qué pensamientos pasaban por su cabeza en rápidas ráfagas o relámpagos: era glacial, atmósfera más tenue, terraformación más lenta, nuevos ecosistemas destruidos, posible compensación, gases de invernadero. Y así sucesivamente. Era casi divertido comprobar cómo ella podía leer en el rostro de aquel extraño, ese hermano odiado, que trataba de encontrar una salida. Por más que buscaba, el calor no dejaba de ser el principal motor de la terraformación, y sin los grandes espejos orbitales de la soletta se verían restringidos al nivel normal de luz solar de Marte, y por tanto a un ritmo más «natural». Incluso era posible que la inherente estabilidad de ese enfoque interesara al conservadurismo de Sax.

—De acuerdo —contestó él al fin.

—¿Puedes hablar por estos? —inquirió ella, señalando desdeñosamente al gentío que tenían detrás, como si sus viejos compañeros no estuvieran entre ellos, como si fueran tecnócratas de la UNTA o funcionarios de metanacs...

—No —dijo él—. Sólo hablo por mí. Pero puedo librarme de la soletta.

—¿Lo harías en contra de la voluntad de todos? Él frunció el entrecejo.

—Creo que puedo convencerlos. Si no lo consigo, sé que puedo convencer al equipo de Da Vinci para que lo haga. Les gustan los desafíos.

—Muy bien.

Era lo máximo que podía conseguir de él, después de todo. Se enderezó, todavía perpleja. No se le había ocurrido pensar que él aceptaría. Y ahora que lo había hecho, descubrió que todavía estaba furiosa, desesperada. Esa concesión... ahora que la tenía, no significaba nada. Ya maquinarían nuevas maneras de calentar el planeta. Sax defendería su acción empleando ese argumento, sin duda. Démosle la soletta a Ann, diría, para librarnos de los rojos. Y luego sigamos con lo nuestro.

Ann abandonó la sala sin dedicar una mirada a nadie. Salió de los almacenes y subió al rover.

Durante un rato condujo sin tener conciencia de adonde se dirigía. Tenía que salir de allí, tenía que escapar. Y casi por accidente avanzó hacia el oeste, y pronto tuvo que decidir entre detenerse o despeñarse por el borde.

Frenó bruscamente.

Aturdida miró por el parabrisas. Tenía un sabor amargo en la boca, las entrañas encogidas, los músculos agarrotados y doloridos. El gran borde circular de la caldera humeaba en una docena de puntos diferentes, principalmente en Sheffield y Lastflow. No se distinguía el cable sobre Sheffield, pero continuaba allí, señalado por una concentración de humo alrededor de la base, arrastrado hacia el este por el viento tenue y persistente. Otra bandera en la cima de la montaña, movida por la ininterrumpida corriente de chorro. El tiempo era un viento que los barría a todos. Los penachos de humo manchaban el cielo tenebroso y oscurecían las estrellas que brillaban en la hora que precedía a la puesta de sol. Casi parecía que el viejo volcán estaba despertando, que salía de su prolongado letargo y se preparaba para entrar en erupción. A través del humo tenue, el sol era una bola resplandeciente de un rojo intenso, y su aspecto sugería el de un antiguo planeta abrasado que teñía de carmesí y herrumbre los jirones de humo.

Marte rojo. Pero el Marte rojo ya no existía, había desaparecido para siempre. Con soletta o sin ella, con era glacial o sin ella, la biosfera crecería y se extendería hasta cubrirlo todo; habría un océano en el norte y lagos en el sur, y arroyos, bosques, praderas, ciudades y carreteras; sí, ella veía todo eso; las nubes blancas vomitarían barro sobre las antiquísimas tierras altas, mientras las masas insensibles construirían sus ciudades tan deprisa como pudieran, y el deslizamiento largo de la civilización sepultaría su mundo.

 Segunda Parte
Areofanía

Para Sax la guerra civil era el más irracional de los conflictos. Dos partes de un grupo compartían muchos más intereses que discrepancias, pero de todas formas se enfrentaban. Desgraciadamente no era posible obligar a la gente a hacer un análisis de la relación coste-beneficio. No había nada que hacer. O... se podía intentar identificar aquello que compelía a una o a las dos partes a recurrir a la violencia, y después tratar de neutralizarlo.

Sin duda, en este caso el busilis era la terraformación, un tema con el que Sax estaba estrechamente vinculado. Esto podía considerarse una desventaja, ya que lo ideal era que un mediador fuera neutral. Por otra parte, sus acciones podían hablar simbólicamente en favor del esfuerzo terraformador. Él podía conseguir más que nadie con un gesto simbólico. Era necesario hacer una concesión a los rojos, una concesión real cuya realidad incrementaría su valor simbólico debido a algún oculto factor exponencial. Valor simbólico: era un concepto que Sax se esforzaba por comprender. Las palabras, de todo tipo, le planteaban dificultades; tanto era así que había recurrido a la etimología para intentar penetrarlas mejor. Una ojeada a su muñeca: símbolo, «algo que representa a otra cosa», del latín symbolum, que procedía de una palabra griega que significaba «reunir». Exactamente. Este concepto de reunión era ajeno a su comprensión, algo emocional, casi irreal, y sin embargo de importancia vital.

La tarde de la batalla por Sheffield, contactó brevemente con Ann y trató de hablarle, pero fracasó. Entonces condujo hasta las ruinas de la ciudad, sin saber qué hacer, en busca de la mujer. Era turbador ver cuánto daño podían hacer unas pocas horas de lucha. Muchos años de trabajo yacían ahora convertidos en ruinas humeantes, un humo que no estaba constituido por partículas de ceniza producida por el fuego, sino por viejas cenizas volcánicas levantadas por el viento y luego arrastradas hacia el este por la corriente de chorro. El cable asomaba entre las minas como una negra cuerda de fibras de nanotubo de carbono.

No se advertía ningún signo de resistencia roja. Por tanto no había manera de localizar a Ann. No contestaba a las llamadas. Frustrado, Sax regresó al complejo de almacenes de Pavonis Este y entró.

Y allí estaba Ann, en el vasto almacén, avanzando entre los demás hacia él como si fuera a clavarle un puñal en el pecho. Sax se hundió en el asiento con cierto malestar, recordando una serie demasiado larga de encuentros desagradables entre ellos. El más reciente, durante el viaje en tren desde la Estación Libia. Ella había dicho algo sobre retirar la soletta y el espejo anular, lo cual constituiría sin duda una poderosa declaración simbólica. Y además, él nunca se había sentido cómodo sabiendo que uno de los principales elementos de aporte de calor terraformador era tan frágil.

De modo que cuando Ann dijo «Quiero algo a cambio», él creyó saber a qué se refería y sugirió la retirada de los espejos. Eso la retuvo, debilitó su terrible cólera, dejando algo mucho más profundo, sin embargo, tristeza, desesperación, no estaba seguro. Ciertamente ese día habían muerto muchos rojos, y muchas esperanzas rojas también.

—Siento lo de Kasei —dijo.

Ella hizo caso omiso de la observación y le obligó a prometer que retiraría los espejos espaciales. Sax lo hizo, calculando al mismo tiempo la perdida de luz resultante, y tratando de reprimir una mueca. La insolación disminuiría un veinte por ciento, una cantidad significativa.

—Eso iniciará una era glacial —murmuró.

—Bien —dijo ella.

Pero Ann no estaba satisfecha. Y cuando abandonó la sala, advirtió por la caída de sus hombros que la concesión le proporcionaba un flaco consuelo. Sólo podía esperarse que sus cohortes fueran más fáciles de contentar. En cualquier caso, habría que hacerlo. Eso tal vez evitara una guerra civil. Naturalmente, un gran número de plantas moriría, sobre todo en las zonas más elevadas, aunque afectaría a todos los ecosistemas en mayor o menor grado. Una era glacial, no cabía la menor duda. A menos que reaccionaran con prontitud. Pero valdría la pena si ponía fin a la lucha.

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