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Authors: Mark Bowden

Matar a Pablo Escobar (22 page)

Así que tomo una decisión. Pablo sería trasladado a una prisión de verdad. El Ejército iba a entrar al recinto, utilizando la fuerza si fuera necesario, y a llevarse a Pablo. Sin duda esto violaba el acuerdo que se había firmado con Escobar, y, por tanto, el ejército de abogados de Pablo y sus aliados defensores de las libertades civiles caerían sobre Gaviria como una plaga. Pero también era cierto que el capo había incumplido su parte del trato al cometer crímenes horrendos desde la «cárcel». Con todo se esperaba que hubiera complicaciones legales, y por ello enviarían a Mendoza.

El viceministro tenía orden de volar a Medellín con el coronel Hernando Navas, director del servicio penitenciario, para representar al Gobierno en el terreno.

—¿Qué significa exactamente
formalizar
? —preguntó Mendoza una vez más antes de partir.

—Mire, todo está bajo control —replicó Pardo—.Pídale instrucciones al general una vez que haya llegado, él sabrá lo que hacer.

—¿Tengo que traer a Pablo a Bogotá?

—Sí. Lo trasladaremos a una base militar en Bogotá —respondió el ministro de Defensa—. Ahora dese prisa.

Pardo informó a Mendoza de que un avión de despegue rápido lo estaba esperando en el aeropuerto. Así que salió hacia allí a toda velocidad en su coche, deteniéndose nada más que para recoger al coronel Navas de camino. Cuando le explicó al militar lo que ocurría, el director del servicio penitenciario sacudió la cabeza:

—No se le puede hacer esto a Escobar y salirse uno con la suya.

Navas se quejó afirmando que sólo estaban metiéndose en problemas aún mayores. Ellos tenían un trato con Pablo y hasta entonces él había cumplido su parte. Romperlo significaría, como poco, volver a la guerra.

—Va a morir mucha gente —dijo Navas.

—Coronel, no ha sido una decisión mía —sostuvo Mendoza—. Se nos ha ordenado ir, y lo que vamos a hacer es subirlo a un avión y traerlo de vuelta a Bogotá.

En cuanto a Mendoza, su convicción frente a Navas era tan férrea como su desconocimiento de lo que habría de hacer exactamente. Al llegar al aeropuerto, los dos hombres descubrieron que el avión de «despegue rápido» carecía de combustible. Así pues, mientras aguardaban, Mendoza llamó al despacho del presidente para pedir, una vez más, aclaraciones. Quería hablar con su jefe directo, el nuevo ministro de Justicia.

—Andrés, no sé lo que está pasando. Dime una vez más qué es exactamente lo que tengo que hacer.

—Mira, si los prisioneros te ocasionan problemas, les dices que se debe a la obra. Diles que hemos tenido problemas porque se han estado metiendo con los obreros. Así que, temporalmente, los tenemos que trasladar.

A medida que la espera por el combustible se alargaba absurdamente hasta la tarde, Mendoza llamó al ministro de Defensa, Pardo. Y una vez más se le informó de que se presentara al general al mando de la IV Brigada.

—Haz lo que él te diga —puntualizó Pardo.

El viaje a Medellín en la pequeña avioneta Cessna tardó unos cuarenta minutos. Todavía había algo de luz cuando despegaron. Mendoza vio cómo se alejaban de la Cordillera Central cuando enfilaron hacia el noroeste. Las montañas verdes fueron disminuyendo en tamaño hasta alcanzar el nivel del mar, donde el río Magdalena fluía por el valle entre las cadenas montañosas. El río ya se había sumido en la oscuridad. Mendoza observó el sol arrastrarse lentamente hacia los picos nevados de la Cordillera Central. Lejos, al sur, el pico de Nevado del Ruiz apuntaba al cielo.

Era casi de noche cuando los enviados aterrizaron en Medellín. En el Aeropuerto Olaya Hererra los aguardaba un jeep que los llevó hacia el este cruzando los barrios residenciales y trepó luego por las colinas, en dirección a los exclusivos barrios de Envigado. A partir de allí acababa el asfalto, y el vehículo avanzó por un camino de tierra, sinuoso y empinado aún más arriba, hacia la cumbre de las montañas. «Este es el territorio de Escobar», reflexionó Mendoza, y cayó en la cuenta de que había comenzado a hacer mucho frío. Mendoza, que llevaba traje, se subió el cuello de la chaqueta y aguzó el oído, esperando oír los disparos. No oyó nada. «Ya habrá acabado», pensó. El jeep se detuvo en un camino de tierra, a corta distancia de la cancela exterior de la prisión. El general Gustavo Pardo (que no tenía ningún parentesco con el ministro de Defensa) se acercó andando hasta el jeep mientras que Mendoza y el coronel Navas descendían. El general llevaba puesto su uniforme de faena impecablemente planchado y una gorra verde. Su aspecto irradiaba determinación y diligencia. Mendoza había coincidido con él en varias ocasiones y lo había encontrado un hombre serio y aséptico en su profesionalidad. A Mendoza le gustaba el general, y su presencia allí lo tranquilizó. El general saludó al joven amistosamente, pero su comportamiento no era el de siempre:

—Eduardo, cuáles son sus órdenes.

—General, me han ordenado que me lleve a Escobar a Bogotá.

—Mis órdenes son diferentes —respondió el general y le explicó que las suyas eran rodear la prisión y asegurarse de que nadie entrara o saliera.

Mendoza se quedó pasmado: ¡no había sucedido nada! Por lo poco que se podía ver en medio de la oscuridad, por allí pululaban soldados a la espera de algo. ¿Así atacaba el Gobierno?, se preguntó Mendoza.

—Necesitamos confirmación de Bogotá —dijo Mendoza.

Cuando las órdenes se confirmaron por radio, éstas eran totalmente diferentes de las que Mendoza había recibido aquella mañana. Y esto le repugnó. Era la peor característica del Gobierno al que servía (lo mismo que enfurecía a los norteamericanos) y que fomentaba la imagen corrupta e inepta de Colombia. Quizá una orden fuese dada con la mejor intención y el mayor entusiasmo, pero cuando llegaba al final de la cadena de mando —incluyendo el paulatino rechazo de responsabilidades en las que se podría incurrir y pasándolas al siguiente eslabón—, la gran maquinaria acababa confundida, impotente, enlodada. En Bogotá, el despacho de Gaviria ya había emitido un comunicado a la prensa en el que se informaba del traslado de Escobar a otra prisión. Pero en La Catedral aún no había sucedido nada.

—Si quieren a Escobar, iré yo personalmente y lo sacaré de ahí dentro —alardeó el general—. Pero hasta que mis órdenes sean ésas...

Mendoza explicó la escena que había tenido lugar en el despacho del presidente por la mañana, cuando la plana mayor del Gobierno creyó que el asalto a la prisión ya era un hecho consumado. Mendoza insistió en que los políticos se enfadarían mucho cuando supiesen que todo había quedado en agua de borrajas.

—Todo esto es muy confuso —dijo el general, y luego acabó de asustar a Mendoza al preguntarle—: Le parece que hagamos esto hoy o que esperemos hasta mañana por la mañana.

—Mire, general, yo no tengo la menor idea. Se me envió a que hiciera esto inmediatamente. Creí que ya todo había concluido. Yo no tengo la autoridad para ordenarle que demore la operación hasta mañana. Quizá sería más fácil hacerlo a la luz del día, quizá debiéramos esperar. Pero no soy militar, no lo sé. Llamemos a Bogotá.

El general se puso al teléfono de nuevo, y Mendoza se enfadó al oírle decir: «Estoy aquí con el viceministro y él quiere que la operación se realice mañana». El general colgó e invitó a Mendoza a una agradable cena en un restaurante de Medellín.

Desde el despacho del presidente hubo una llamada. Pidieron hablar con Mendoza. Era un asesor militar del presidente. Se le dijo que el presidente estaba furioso, que se le había enviado a observar y que ¿por qué estaba interfiriendo con una operación militar? Mendoza no tuvo tiempo ni de defenderse ni de explicarse y respondió que se encargaría. Era evidente que nadie quería asumir la responsabilidad, así que Mendoza decidió asumir el mando él mismo.

—Hágalo esta misma noche —le dijo al general—. Y hágalo de inmediato.

Pero el general volvió a retrasar el asalto, parecía decidido a no actuar. Telefoneó nuevamente a sus superiores, y juntos concibieron la idea de enviar al compañero de viaje de Mendoza, el coronel Navas, al interior de la cárcel a ver cómo estaban las cosas. A esa hora, como era de esperar, debido a los reportajes de la radio y la televisión, Escobar y el resto del país ya sabían que las fuerzas del Ejército se habían desplegado en gran número por el perímetro de la prisión. Habían arruinado toda posibilidad de sorpresa y, por primera vez, Mendoza temió que Pablo pudiera escapar. Darle caza había costado miles de vidas, millones de dólares del Gobierno norteamericano, y muchos millones de pesos colombianos. Escobar era el presidiario más famoso del mundo y su encarcelamiento era vital para el prestigio de Colombia como un país moderno y un Estado de derecho. Mendoza intuyó la vergüenza que le sobrevendría si por algún resquicio Pablo llegase a escapar. Su fe en el general Pardo y su brigada de cuatrocientos hombres se iba socavando con celeridad.

Mendoza discutió con Navas unos momentos antes de entrar en La Catedral.

—Debería ser yo quien entrara, no usted —dijo Mendoza puesto que era nominalmente el superior del coronel.

—No, no, no, doctor [letrado]. No se preocupe. Tenemos la situación controlada.

Cuando el coronel inició su descenso colina abajo en la oscuridad, hacia la cancela principal, Mendoza sintió un gran alivio. La voz de Navas tronó: «¡Que abran las puertas!», y se oyó rechinar los goznes.

Pasaron cuarenta y cinco minutos antes de que Navas regresara:

—La situación está bajo control, pero esa gente está muy asustada —informó el coronel— Me dijeron que si el Ejército entraba a por Escobar, volarían el lugar en pedazos, y eso es lo que la radio afirma que va a suceder —y dirigiéndose a Mendoza añadió—: Doctor, si usted entra, les explica lo que está sucediendo y los tranquiliza, tal vez podamos salvar muchas vidas.

Mendoza resolvió entrar. Se encontraba cansado, con frío y frustrado. Quizá lograse cumplir con su misión sin que corriese la sangre. Así que bajó la colina acompañado de Navas hacia la cancela. Cuando las puertas se abrieron para que pasaran, los guardias, en teoría todos ellos empleados del Ministerio de Justicia, se pusieron en fila y firmes.

—Bienvenido a La Catedral, señor ministro —dijo el capitán, recitando de un tirón y con practicada formalidad, el número de internos, el número de guardias, y el tipo de armamento del que disponían, concluyendo la perorata con un «Todo está en calma».

Mendoza percibió un temblor en el cuerpo que no era consecuencia del frío. Estaba a punto de conocer al notorio forajido Pablo Escobar cara a cara, y sabía que Pablo estaría disgustado. El delgado y joven abogado razonó firmemente consigo mismo. Él era el viceministro de Justicia de la República de Colombia. Con él se encontraba Hernando Navas, el director de Servicio Penitenciario y los protegían quince guardias de prisiones armados. ¿Y quién era Pablo? Un interno, un criminal. El trabajo de Mendoza era informar al recluso de que sería trasladado a otra prisión. Un asunto sencillo. Y, desde el punto de vista de Mendoza, era él quien tenía todo el poder, con lo cual metió las manos en los bolsillos para que le dejaran de temblar.

El camino de tierra serpenteaba colina abajo en la oscuridad. Un poco más allá divisó una luz, provenía de una bombilla solitaria, suspendida a su vez de un alambre que cruzaba por lo alto el camino y proyectaba un círculo de luz en el suelo. A la izquierda de éste, al borde del círculo, se había plantado un hombre bajo y regordete, y detrás de él, desplegados como el coro de una obra griega, una docena de hombres más. El hombre regordete, que aparentaba unos cuarenta años, tenía que ser Pablo, pero su aspecto era demasiado bajo y nada imponente para lo que Mendoza esperaba. Llevaba vaqueros y unas zapatillas blancas con ajustes de velero y una chaqueta gruesa y oscura. Cabello negro y mojado hacia atrás, como si acabara de tomar un baño. Estaba recién afeitado, aunque en la mayoría de las fotografías, incluso en las que correspondían a los primeros arrestos en Medellín, siempre había tenido bigote. El tipo con el que Mendoza debía hablar era un hombrecito redondo, mofletudo y con papada. «Por lo visto la comida de la prisión le ha sentado bien», pensó Mendoza. Y casi todos los que lo respaldaban estaban gordos, como si no tuvieran otra cosa que hacer que comer. Ninguno de ellos parecía estar armado. Mendoza se relajó y sintió que dominaba enteramente la situación.

—Buenas noches, doctor —dijo Pablo en voz baja, con toda calma, pero sin sonreír.

Mendoza se presentó y estrechó la mano del prisionero. Había ensayado muchas veces el discurso que recitaría a Pablo al conocerlo, pero al intentar hablar su voz se convirtió en un chillido. Tragó saliva y propaló las palabras con toda la autoridad que logró reunir:

—Como habrá oído, sin duda, lo vamos a trasladar a...

—Usted me ha traicionado, señor viceministro —lo interrumpió Pablo, sin levantar la voz pero enojado—. El presidente Gaviria me ha traicionado. Ustedes van a pagar por lo que han hecho y el país va a pagar por lo que han hecho, porque yo firmé un trato y ustedes lo están rompiendo.

A aquello, Mendoza no supo qué responder; así pues, reanudó el discurso que tanto había ensayado:

—No debe usted temer por su vida —le aseguró.

—Me van a entregar a los norteamericanos —le respondió Pablo.

—No. Lo vamos a...

—¡Mátenlos! —gritó uno de los hombres de Pablo.

—¡Hijos de puta! —gritó otro.

Mendoza echó un vistazo a sus propios guardias; éstos miraron hacia otro lado.

—Ustedes me van a entregar a Bush, para que me pasee antes de la elección, como hizo con Manuel Antonio Noriega —masculló Pablo—. Y no pienso permitir que eso suceda.

—¡Debimos matar a éste durante la campaña! —gritó otro de los hombres de Pablo—. ¡Hubiera sido muy fácil!

—Mire usted —dijo Mendoza—. Sería inconstitucional que lo enviásemos a Estados Unidos —lo cual era cierto puesto que la Constitución recientemente sancionada prohibía la extradición.

Entonces me van a matar —dijo Pablo—. Me van a sacar de aquí y me van a hacer matar. Pero antes de que permita que eso suceda, va a morir mucha gente.

—Deje que los matemos, patrón —suplicó otro de sus hombres.

—¿De veras cree que si lo quisieran matar enviarían a alguien como yo para hacerlo? —dijo Mendoza—. Allí fuera hay cientos de soldados y de oficiales. ¿Realmente cree que querrían tener tantos testigos si de veras quisieran matarlo? No sería lógico. Me quedaré con usted, y si así lo prefiere, toda la noche. Dondequiera que vaya, seguirá siendo un preso y estamos obligados a garantizar su seguridad. Así que no tiene de qué preocuparse.

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