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Authors: Mark Bowden

Matar a Pablo Escobar (26 page)

—¿Cuáles son las posibilidades de actuar sin que muera alguno de los nuestros? —preguntó el general Downing.

—Casi ninguna —fue la respuesta.

Así que el general no habló más del tema. Un sargento muerto de la Fuerza Delta levantaría una tormenta de mierda en Washington, dando lugar a un escrutinio exagerado sobre las actividades de su unidad. A eso el general no estaba dispuesto.

—Ninguno de esos narcos se va a rendir así como así —le, dijo el hombre de Centra Spike—. Si ustedes intervienen, tendrán que capturarlos limpiamente, o matarlos a todos.

Pero aquello no había mermado el interés del general Downing y éste pidió ser informado de las oportunidades que pudieran presentarse. En la reunión que tenía lugar en Bogotá, la respuesta de Jacoby alentó al embajador.

—No hará daño preguntar —dijo Busby.

—No les diga que quiere que ellos se encarguen de Pablo personalmente —sugirió Jacoby—. No funcionaría. Dígales que lo que usted necesita de ellos es entrenamiento y consejos.

Todos los allí reunidos estuvieron de acuerdo en que la Fuerza Delta era la solución.

7

Cuando Pablo se fugó a pie de La. Catedral, el optimista Gobierno de Gaviria inició un proceso de escisiones continuadas. Con cada salida del sol comenzaba una nueva investigación. El Ministerio de Justicia acusaba al Ejército de haberse dejado sobornar y permitir la fuga de Pablo. Una de las versiones que más circularon fue la de que los soldados que cercaban La Catedral recibieron inmensas sumas de dinero, y que Pablo salió de allí vestido de mujer. El presidente Gaviria había despedido a todos los carceleros y pasado a retiro a todos los oficiales del Ejército que habían estado involucrados en el desastre, como así también al general de la Fuerza Aérea cuyos pilotos habían hecho esperar en tierra a las fuerzas especiales durante horas en Bogotá cuando debían proceder de inmediato a asediar la prisión. Pero ahora los que exigían eran los generales, que deseaban ver rodar las cabezas de los responsables del poder ejecutivo.

¿Y de quién era la cabeza que sobresalía a la espera del hachazo?

El joven viceministro Eduardo Mendoza se quedó pasmado: todos los dedos ansiosos de culpar le apuntaban a él. ¿No debía él encarcelar a Pablo desde el principio? ¿Cómo no sospechar que había sido él quien había volado hasta La Catedral para darle el soplo al capo? ¿No había sido él quien había ordenado al general apostado allí fuera que esperase a lanzar el asalto al día siguiente, y después había entrado a consultarlo con Escobar?

La acusación nació de la prensa, y pronto se anunció diariamente una nueva investigación oficial y, en todos los casos, Mendoza era el blanco. La primera, que duraría cuatro meses, fue la investigación del Senado; cuatro meses con Mendoza apareciendo por televisión día tras día, y con los generales y los carceleros que dejaron escapar a Pablo. Más adelante, la Procuraduría Financiera anunció que investigaría todos y cada uno de los contratos a los que Mendoza había dado el visto bueno para construir la nueva cárcel para Pablo. Pero por alguna razón, la diferencia entre la «cárcel» ya existente y la que Mendoza aspiraba a construir se mezcló de una forma retorcida, y a los ojos de la prensa Mendoza se convirtió en el arquitecto del lujoso alojamiento de Pablo. Fue entonces cuando la Procuraduría decidió investigar al viceministro por su supuesta negligencia. Y finalmente llegó la acusación más estremecedora. Gustavo de Greiff, el fiscal general, anunció que

daría comienzo a una investigación criminal y que su blanco era nada más y nada menos que Eduardo Mendoza. En el país de las sospechas el viceministro de Justicia tomó de pronto el cariz del personaje más sospechoso de todos.

Pasado poco más de una semana después de haber salvado el pellejo, recibió una llamada del jefe del gabinete del presidente Gaviria.

—Eduardo, ha llegado la hora —le comunicó su amigo con pesar.

Se le pidió la renuncia no sólo a él, sino al general que se negó a lanzar el asalto y también al comandante en jefe de la Fuerza Aérea, cuyos aviones se demoraron durante horas antes de cumplir con su cometido de transportar a las fuerzas especiales hasta La Catedral. Los carceleros que apuntaron con sus armas a Mendoza e incluso el coronel Navas fueron arrestados bajo sospecha de haber aceptado sobornos.

Mendoza se vio de pronto desempleado y rechazado, un paria. Se sentía como si toda la rabia y la vergüenza de un país por la fuga de Pablo le hubiera caído encima precisamente a él. El deshonor fue todavía peor que su experiencia en La Catedral. Todos los días, durante meses, Mendoza y su abogado se presentaron ante la comisión de investigación del Senado y prestaron oído a los insultos y las acusaciones de los representantes del pueblo. Mendoza fue denostado ante su familia y sus amigos, fue humillado. Tanto, que mentalmente se fue preparando para ir a la cárcel.

Pablo, para qué negarlo, se había fugado con toda tranquilidad. Él y su hermano Roberto habían partido con un grupo de sus hombres colina arriba, pasando el emplazamiento de las cabañas camufladas. Habían cortado un agujero en la alambrada y cruzado al otro lado; todo aquello en presencia de un buen número de soldados demasiado amigos o demasiado intimidados para detenerlos. El «túnel» al que los internos se referían en las conversaciones interceptadas era, naturalmente, un término sarcástico para referirse al camión cubierto que había sido utilizado para el contrabando de mujeres, armas, dinero, cadáveres y alcohol, que pasó delante de las narices —unas narices eficientemente desinteresadas— de los carceleros y las patrullas del Ejército.

En una cinta magnetofónica que hizo enviar a un grupo selecto de periodistas de radio y televisión, Pablo dio su propia versión de la noche de su fuga y explícito las razones que lo llevaron a ello. Se quejó de que él y sus hombres (los internos) habían cedido generosamente «la mitad del control de la prisión y, por tanto, de sus derechos» cuando el Gobierno decidió construir la nueva muralla en torno a La Catedral. Pero lo que más le sorprendió y entristeció fue que una numerosa fuerza militar se hiciera presente en la cárcel el día 22 de julio. Pablo negó haber cogido a Navas y a Mendoza de rehenes, y que hubieran sido amenazados (lo que equivalía a llamar «mentiroso» a Mendoza). Su comunicado concluía del siguiente modo: «En lo que respecta a la agresión de la que fuimos objeto, no tomaremos represalias de ningún tipo, al menos por ahora, y nos mostramos dispuestos a continuar con el proceso de paz y entregarnos a la justicia, con la condición de que se nos garantice la permanencia en la cárcel de Envigado, como también el que a partir de ahora el control de la prisión pase a manos de los cascos azules de las Naciones Unidas». El comunicado acababa con la siguiente rúbrica: «Selva Colombiana, jueves 24 de julio de 1992. Pablo Escobar y sus camaradas».

El día siguiente a la fuga, los abogados de Pablo le hicieron entrega al Gobierno de una oferta de rendición que, fundamentalmente, pedía que se le permitiera volver a La Catedral ateniéndose a las mismas condiciones, y sin nuevas acusaciones en su contra. Para satisfacción de la embajada de Estados Unidos, Gaviria se había negado de plano, pero entonces De Greiff, el fiscal general, enmarañó las cosas al anunciar que él sí estaba dispuesto a negociar.

Al día siguiente un extraño comunicado fue transmitido por Radio Caracol, la cadena nacional de radio, por alguien que se hizo llamar
Dakota
y que afirmaba estar hablando en nombre de Los Extraditables. Entre otras cosas, Dakota afirmó que el Ejército había recibido mil millones de pesos para que la institución permitiera la huida de Pablo; que las amenazas proferidas por Popeye (tales como: «Siempre he querido matar a un viceministro», divulgadas por Mendoza tras su liberación) habían sido el resultado de «los nervios»; y, mientras que se tomarían represalias en contra de los altos cargos, no habría tales represalias contra la población. El comunicado afirmaba asimismo que no existían túneles debajo de La Catedral, y que setenta hombres armados se habían unido a Pablo después de que éste abandonara la cárcel temprano aquella mañana. Dakota dijo además que las muertes que llevaron a Gaviria a tomar la decisión de trasladar a Pablo a una prisión distinta (las de los hermanos Moneada y Galeano) no eran más que parte de una guerra interna del cártel de Medellín y que Pablo no llegaba a comprender por qué el Gobierno «se involucraba en ello».

Como si eso no fuera suficiente, la embajada de Estados Unidos recibió un fax el día de la fuga. El mensaje dejaba traslucir el inconfundible estilo de Escobar, una horrible amenaza hecha con la mayor educación:

Los Extraditables manifestamos que: si algo llegara a sucederle al señor Pablo Escobar, haremos de ello responsable al presidente Gaviria y, una vez más, realizaremos atentados en todo el país. Nuestro blanco será la embajada de Estados Unidos en Colombia, y lo haremos con la mayor cantidad de explosivos que jamás se haya visto. Por lo que manifestamos que: la culpa de todo este incidente corresponde al presidente Gaviria. Si Pablo Escobar o cualquiera de los otros apareciera muerto, realizaremos atenta dos de forma inmediata en todo el país. Muchas gracias.

Para saber qué era cierto y qué no, y sacar algo en claro de aquel embrollo, la embajada tuvo la suerte de contar con el apoyo de Centra Spike que ya sobrevolaba las alturas de Medellín. Cualquier duda que quedase sobre la existencia del supuesto túnel se esfumó cuando los operadores de la unidad de vigilancia electrónica interceptaron a Pablo hablando a lengua suelta por un teléfono móvil. Centra Spike estableció con exactitud su paradero dentro de un área de seis kilómetros de la prisión, en un barrio residencial llamado Tres Esquinas. Asumiendo, evidentemente, que el Gobierno aún no hubiera puesto en marcha*unidades de vigilancia electrónica que lo rastrearan, Pablo se despachaba a gusto utilizando hasta ocho móviles distintos.

No sorprendió a nadie que se viera a sí mismo como la víctima en aquel revuelo. Había quedado muy conforme con el trato al que había llegado con el Gobierno, y lo último que deseaba era estar fuera de nuevo y llevar una vida de prófugo. Sus llamadas no dejaban dudas de que estaba desesperado por regresar. Lo cual fue confirmado por la larga disertación (interceptada por Centra Spike) a la que sometió a sus abogados, dos días después de la fuga.

Pablo no creía que el Gobierno tuviese la intención de transferirlo a Itagüí, una cárcel de máxima seguridad de Medellín, de la misma manera que había dudado de las promesas del viceministro Mendoza, la noche de la fuga. Pablo creía que la razón esgrimida por Gaviria para el traslado era una estratagema, principalmente porque para un mafioso como él las muertes de Galeano y de Moneada no eran más que un asunto de negocios, un asunto privado. En lo que sí creía e insistía, era que, detrás de la nueva muralla de La Catedral, lo que en verdad había era un plan para asesinarlo instigado por los norteamericanos.

—Dejemos algo en claro —explicó Pablo—. La situación surgió porque dispararon y todo eso, y nosotros defendíamos nuestras propias vidas; pero nuestra intención siempre fue la de cumplir con el Gobierno hasta el final. Es posible que hayamos hecho entrar una o dos personas a escondidas a la cárcel, no lo voy a negar. Lo mismo ocurre en todas las cárceles del país y del mundo, pero eso no es culpa mía. Es culpa del que los deja entrar. Así que si esa gente entró [en La Catedral] y hubo tiros y eso, y nosotros teníamos información de que los gringos estaban tomando parte en la operación, pensamos primero en nuestras vidas, ¡tenemos familias!

Aceptar cumplir la condena en cualquier otro sitio que no fuera La Catedral ponía en riesgo su seguridad, y eso fue lo que Pablo explicó.

—Ya, ya —respondió uno de los abogados—. Eso fue lo primero que le dejé bien claro al presidente.

Pablo se opuso a los intentos de Mendoza de construir una nueva cárcel alrededor de la ya existente:

—Nosotros delineamos los planos de la cárcel —dijo Pablo—. Ya había sido acordado. La diseñamos, adaptamos el mapa... Lo único que no negociamos en su momento fue una cárcel distinta de la que tenemos. Y necesitamos que el presidente prometa públicamente que no nos sacará del país.

—Eso ya lo ha dicho. Dijo que se los protegería, y que la promesa de protegerlos se mantenía en pie —respondió uno de los abogados—. Eso ya lo ha reiterado.

—El problema radica en que yo tengo cierta información. Acerca de que había metidos unos gringos —prosiguió Pablo—. Así que lo que tenemos es una fuerza combinada. El Ejército y los gringos buscan la reelección de Bush, así que necesitamos su garantía [la del Gobierno de Gaviria] al respecto. Hágame un favor, dígale al señor presidente que yo sé que no ha sido debidamente informado. Ahora andan diciendo que cometo crímenes desde la cárcel.

Pablo pasó a explicar que si se lo condenaba por otro crimen mientras estuviese preso, «pueden [el Gobierno] tenerme encerrado aquí para el resto de mi vida, pero no me podrán sacar de aquí, porque ése es el trato que hice con el Gobierno».

—De acuerdo —dijo el abogado.

—De todos modos acepte mis disculpas —concluyó Pablo, suavizando la frase con una típica deferencia.

—No señor, estoy encantado de poder ayudar a resolver esto. Y haremos todo lo posible. Estamos muy interesados en que esto llegue a buen término.

—Todos estamos dispuestos a regresar —agregó Pablo—. No habrá más actos de violencia de ninguna naturaleza, aunque ciertas personas rencorosas han estado haciendo algunas llamadas telefónicas. Alguna gente quiere sembrar el caos. De cualquier manera, estamos más que dispuestos a regresar y resolver todo este asunto. Dígale al presidente que nos inquietó que los gringos tomaran parte en el asalto.

—Vimos las cintas en las que podían verse los uniformes grises y demás —dijo otro de los abogados.

Pablo y sus secuaces creían que la CÍA utilizaba agentes que vestían uniformes grises.

—¿De los gringos? ¿Cuántos? —preguntó Pablo.

—Pues pudimos ver algunos en la televisión. Esta misma tarde pedimos las cintas de un telediario de la noche.

Pablo sabía que la acusación de que soldados norteamericanos hubieran participado en el asalto a la prisión le habría creado a Gaviria tremendos problemas políticos.

—Hay dos cosas que son muy importantes —dijo, dirigiéndose a Santiago Uribe (sin ningún parentesco con Roberto Uribe)—. Cuando usted tenga la oportunidad de opinar, afirme que lo que más nos preocupó era la presencia de los gringos, que el Ejército y los gringos se hubieran unido ¿Cómo van a explicar algo así?

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