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Authors: Mark Bowden

Matar a Pablo Escobar (30 page)

Pese a la determinación de Estados Unidos y de Colombia, los seis meses de búsqueda no habían causado más que frustraciones, la pérdida de cientos de vidas, un gasto de cientos de millones de dólares y el despliegue de unidades de élite y de espionaje. La eficiencia que le imprimiera Martínez a las operaciones y el entrenamiento suministrado por la Fuerza Delta mejoraron la velocidad y la eficacia del Bloque de Búsqueda, cuyo cuartel general se había establecido en la Escuela Carlos Holguín en Medellín. De algún modo, la academia se había convertido en el hogar del «coronel» Santos, el sargento al mando, y los hombres de la Fuerza Delta que por allí pasaban en sus rotaciones. Y habían logrado algunos triunfos; el más notable, el 28 de octubre de 1992, cuando Brance
Tyson
Muñoz, uno de los sicarios más conocidos de Pablo, murió en un proverbial «enfrentamiento con la policía». La verdad es que había poco más que celebrar.

El Bloque de Búsqueda había averiguado el paradero de Tyson gracias al programa de recompensa de la embajada norteamericana. El embajador Busby había intentado conseguir que el Gobierno colombiano ofreciera dinero por «soplos», pero los colombianos lo rechazaron, aduciendo que cualquier cantidad que ellos ofrecieran sería superada por Escobar. «Si ofrecemos un millón de dólares por su cabeza, él ofrecerá diez por la nuestra», esclareció un miembro del Gobierno. Así pues, la embajada siguió adelante por su cuenta, y por cualquier información útil ofreció una recompensa de doscientos mil dólares y la posibilidad de comenzar una nueva vida en Estados Unidos. Por la televisión se emitían anuncios con las caras de Pablo y de sus lugartenientes más importantes. El soplo que llevó a la captura de Tyson había sido la primera respuesta a aquella táctica.

Tyson era un famoso asesino, apodado así por su parecido con el boxeador norteamericano Mike Tyson. Se le atribuía una ferocidad y una lealtad total al patrón, a quien conocía desde la adolescencia. El sicario había aumentado de peso y se había dejado el cabello largo para despistar. Aun así, fue delatado por el amigo de un mañoso que trabajaba para Tyson. El informante vivía en un edificio al otro lado de la calle donde el célebre sicario habitaba, y dijo a la policía que podía verle ir y venir.

Diez días después de conocerse el domicilio de Tyson, la operación comenzó a la una de la mañana con la clave «La fiesta comenzó» susurrada por las radios. El Bloque de Búsqueda se encontró con un apartamento infranqueable debido a una gruesa puerta de acero, pero la hicieron volar arrancándola de sus goznes. La carga utilizada fue un poco exagerada y la puerta salió despedida con gran fuerza, cruzó todo el apartamento e hizo un agujero en la pared exterior, cayó nueve pisos y finalmente aterrizó con un gran estruendo. Tras la explosión entraron en la vivienda veintiséis agentes. Tyson intentó salir por una ventana trasera para huir por la escalera de incendios, pero la ventana tenía rejas y quedó atrapado. Murió de un balazo entre los ojos.

A fines de 1992, doce de los peces gordos de la organización de Pablo, incluyendo a Tyson, habían muerto en sendos «enfrentamientos con la policía», o sea, el Bloque de Búsqueda. Pero aquellas victorias tenían un precio. El mismo día que murió Tyson, cuatro policías fueron cosidos a balazos como represalia, y en los dos días siguientes morirían cinco más. Durante los primeros seis meses de la cacería cayeron en Medellín más de sesenta y cinco agentes, muchos de ellos miembros del Bloque de Búsqueda, cuyas identidades, se suponía, eran «secreto de Estado». Aquellos hombres murieron a menudo en sus propias casas o de camino al cuartel general del Bloque de Búsqueda, lo que demostraba que Pablo no sólo conocía sus identidades, sino sus horarios de trabajo y sus domicilios. Pablo ofrecía una gratificación de dos mil dólares por cada policía muerto, y su método funcionaba de maravilla.

Las muertes convulsionaron a todos los involucrados en la búsqueda de Escobar. Toft, el jefe de la DEA en Colombia, se sentía tan deprimido por la cantidad de funerales, que dejó de acudir hasta que el rango del agente muerto hiciera imposible eludirlo. Eran truculentos. Además, allí no se embalsamaba a los fallecidos, como en Estados Unidos, así que la capilla especial que la policía había construido en Bogotá para dar abasto a tan oscura oleada a menudo apestaba a descomposición. Los colombianos, hombres y mujeres, tendían a demostrar el dolor más que los norteamericanos, por lo que los funerales producían desgarradores testimonios de congoja y de rabia. Las mujeres aullaban y los hombres respiraban hondo, lloraban y más tarde se retiraban a emborracharse hasta caer desmayados. Después de acudir a un funeral en el que una viuda embarazada, con su otro niño en brazos, se echó sobre el ataúd y se negó a soltarlo, el habitualmente estoico Toft regresó a su apartamento blindado y se puso a llorar.

Pablo mantuvo una presión atroz e incesante sobre sus agresores. El 2 de diciembre, un coche bomba poderosísimo explotó en las cercanías del estadio de fútbol de Medellín y mató a diez policías y a tres civiles. Diez días después, un oficial de alto rango del servicio de inteligencia fue asesinado. Tocando el fin de aquel nefasto mes, la policía descubrió un coche que contenía ciento cincuenta kilos de dinamita, aparcado fuera del cuartel general de la PNC en Antioquia.

Mientras tanto, en Washington reinaba la impaciencia. Unos meses antes, en septiembre, el Departamento de Justicia norteamericano había acusado al hermano de Tyson, Dandeny Muñoz, por el atentado del vuelo de Avianca en 1989 (destinado a asesinar al entonces candidato a la presidencia César Gavina). Con la guerra contra el narcotráfico en su punto más cruento, no cabe ninguna duda de que al presidente Bush le hubiera gustado ver el titular que anunciaba la muerte del capo en los días previos a las elecciones, dispuestas para el 3 de noviembre de 1992. Sería un signo tangible de que se estaba haciendo algún progreso. Pero la fecha de la elección llegó y pasó, Bush perdió ante Clinton, y Pablo continuaba prófugo. Clinton llegó al poder en enero, rodeado por un déficit incontrolable, y pronto comenzó a recortar presupuestos. El nuevo presidente estaba menos dispuesto a encarar la guerra contra el narcotráfico desde una perspectiva militar, y eso significaba que, muy probablemente, los días del embajador Busby estuvieran contados. Pocos en Bogotá creían que el nuevo Gobierno estadounidense compartiría por mucho tiempo la vehemencia de los que apoyaban el inútil —y aparentemente interminable— cerco creado para dar con Pablo Escobar.

La preocupación también crecía en la propia Colombia. La respuesta inmediata del pueblo a la nueva campaña terrorista de Pablo había sido la rabia; querían que fuera apresado y castigado. Pero a medida que los meses iban pasando, la sangre seguía corriendo y el número de muertos aumentaba sin cesar, por lo que la ira se fue transformando gradualmente en resignación, y después en impaciencia. Si el Gobierno no podía atrapar a Pablo y el coste de la búsqueda era tan elevado, entonces ¿para qué continuar?

En la quinta planta de la embajada, todos aquellos factores combinados colaboraron a crear la sensación de que se les acababa el tiempo. El Bloque de Búsqueda del coronel Martínez no lograba controlar aquellos últimos cien metros.

Al menos ésa fue la evaluación que hizo el «coronel» Santos, que había pasado los últimos seis meses encerrado dentro de la Academia de Policía Carlos Holguín. La academia disponía de grandes edificios con aulas, barracones, un campo de entrenamiento, uno de fútbol y una pista de atletismo. Los hombres de la Fuerza Delta destinados allí ocupaban una serie de habitaciones pequeñas donde dormían en catres o colchonetas hinchables. En un cuarto contiguo establecieron su despacho: un escritorio, algunas sillas y un ventilador. Cubrieron las paredes con fotografías gigantes de la ciudad de Medellín y de las zonas circundantes. Cuando Centra Spike les daba las latitudes y longitudes de un objetivo, Santos y sus hombres marcaban el lugar exacto en sus mapas. El coronel Martínez recibía de buen grado la información y siempre se mostraba dispuesto a actuar basándose en ella, pero era demasiado orgulloso para permitir a los norteamericanos planear junto con él las operaciones.

Para Santos y los demás hombres (normalmente un escuadrón de seis que rotaba cada mes) evitar el tedio se había convertido en un reto. Pasaban la mayor parte del tiempo haciendo ejercicios dentro de los terrenos del cuartel general, impartiendo clases a los agentes de Martínez o condenados a la soledad y aislamiento de aquellas pequeñas habitaciones, jugando a los naipes o a los videojuegos, pero siempre contando los días para salir de allí y regresar a casa. Los que compartían el pequeño espacio eran, por lo común, dos agentes de la CÍA y un técnico de Centra Spike, y cuando los agentes Murphy o Peña cumplían con sus guardias vivían allí también. Los terrenos de la academia estaban protegidos por dos cercas concéntricas de alambre y sobre ellas un espiral de alambre de espino. Fuera de la cerca exterior a pocas manzanas, se alzaba un puesto de control que únicamente permitía el paso a vehículos autorizados. A los norteamericanos se les permitía salir del perímetro vallado para hacer compras en las tiendas y frecuentar ciertos restaurantes. Pero siempre dentro de los límites del puesto de vigilancia, pues tenían terminantemente prohibido salir de las instalaciones del cuartel general.

Pero los norteamericanos se escapaban de todos modos, y no solamente para los asaltos del Bloque de Búsqueda. Los funcionarios de la embajada recibieron evidencia innegable de ello cuando una mujer joven llegó a la puerta de la embajada con un bebé y el nombre de un sargento pelirrojo de la Fuerza Delta: ella decía que el padre era él, y el cabello pelirrojo del niño añadió bastante credibilidad a la historia. El soldado fue enviado de regreso a Estados Unidos y expulsado de la unidad. El que aquellos hombres se estuviesen escapando a pesar de las alambradas no debió de haber sorprendido a nadie: los miembros de la Fuerza Delta eran escogidos entre cientos de candidatos por su independencia y sus habilidades en el combate. Eran hombres arriesgados, concienzudamente entrenados para lograr lo que se propusieran. Y, la verdad, había muy pocas posibilidades de que se quedaran allí tranquilamente jugando a las cartas durante semanas y semanas mientras a un par de millas ocurría todo lo que estaba ocurriendo. Fue entonces cuando se les asignó una nueva tarea: se los convirtió en observadores adelantados. Se les suministraban las coordenadas recientes de un objetivo importante y los norteamericanos se dirigían hacia un sitio en la ciudad o en la sierra desde el que podían ocultarse y observar con seguridad la supuesta guarida. Aquellas operaciones adelantadas a veces duraban varios días. A menudo acompañaban al Bloque de Búsqueda en sus operaciones, manejando aparatos GPS (un sistema de posicionamiento por satélite) con los que estaban más familiarizados que los colombianos. Acompañar en sus asaltos al Bloque de Búsqueda les granjeó el respeto de Martínez y sus hombres, pues las operaciones eran realmente peligrosas. ¿Pero cómo podían los norteamericanos pedirles a los colombianos que corrieran riesgos que ellos mismos no corrían?

Hasta los agentes de la DEA, Peña y Murphy, sentían la obligación de unirse a las incursiones. Solían montar en los helicópteros con Martínez o con el oficial suyo que liderara el asalto. Algunas veces el Bloque de Búsqueda pedía a los agentes que los acompañaran con una cámara de vídeo para que grabasen la entrega del dinero a los informantes. Tales eran las sospechas de corrupción que se les pedía a los norteamericanos que mantuviesen la cámara filmando y apuntando a la bolsa de dinero desde el momento que dejaban la base hasta que se le entregaba al informante. En una ocasión, cuando se corrió la voz de que Murphy se había escapado de la academia se le envió un mensaje muy claro desde la embajada: «Si vuelve a suceder, regresará a Estados Unidos antes que su equipaje».

La competencia entre las distintas unidades y servicios secretos en Medellín era feroz. Cada «agencia» estaba dispuesta a probar que sus hombres, sus equipos y sus métodos eran los más valiosos. La cacería de Pablo se había convertido en un concurso y su ganador se convertiría en el prototipo de unidad y obtendría la financiación correspondiente para tales despliegues en el futuro. Los dos oponentes más encarnizados eran la CÍA y Centra Spike. El servicio secreto dirigía dos tipos de vigilancia aérea: la del silencioso Schweizer (el planeador de alas anchas especializado en captar imágenes fotográficas de alta definición), y su propia versión de lo que Centra Spike denominaba en clave Majestic Eagle, o sea, el rastreo de las señales electrónicas que emite un objetivo y su localización. Y aunque las avionetas Beechcraft de Centra Spike realizaban exactamente la misma tarea, en el Pentágono y la Casa Blanca los que se llevaban los laureles eran aquellos que en-1 regaban antes la información recién recogida.

Peña recuerda haber visto a los hombres de la CÍA y de Centra Spike corriendo a los teléfonos para informar cuanto antes. Sin embargo en Washington a veces se confundía la fuente de la nueva información. En una ocasión el mayor Jacoby de Centra Spike se ofuscó cuando ciertos datos recabados por su unidad aparecieron en un informe de la CÍA como si los hubiesen conseguido ellos mismos. Esto provocó una enérgica queja de Jacoby al embajador. En cuanto a Centra Spike, la eficacia de la radiotelemetría era muy superior al de sus rivales. I os equipos de la CÍA habían costado mucho más y su despliegue era también mucho más costoso. Habían sido diseñados para localizar aeródromos clandestinos de narcos y de guerrilleros en la selva, mientras que los de Centra Spike habían sido perfeccionados sobre la marcha, precisando las posiciones de objetivos puntuales y muy reales. En 1990, cuando Pablo comenzó a utilizar teléfonos móviles digitales con sistema de cifrado, Centra Spike necesitó únicamente quince días para adaptarse a ellos. Ahora con Pablo fugitivo una vez más, los dos grupos competían cabeza a cabeza, y puesto que los dólares del presupuesto se tornarían más escasos en 1993 y en los años siguientes, era bastante duro ver a la CÍA hacerse con los méritos de Centra Spike, ya que la disolución de la unidad era una amenaza para la supervivencia del Ejército.

Así que Busby autorizó una competición. Las dos unidades medirían sus fuerzas para ver quién hacía mejor el trabajo de localizar con la mayor precisión varios objetivos. Varios objetivos falsos fueron colocados por todo Medellín y ambas volaron una serie de misiones de prueba a finales de 1992. Las capacidades de las dos unidades no tenían comparación. Centra Spike fijó el origen de la señal en un radio de menos de doscientos metros; el mejor resultado de la CÍA no bajó de un radio de siete kilómetros, aun utilizando tres métodos de telemetría distintos. Eso resolvió el conflicto y apaciguó los ánimos: la CÍA decidió no competir con Majestic Eagle, el sistema de radiotelemetría de (‘entra Spike. Estos, a su vez, consiguieron otra victoria al obtener un presupuesto aún mayor del Congreso, y confiaban tener nuevos equipos al año siguiente, equipos que duplicarían su precisión.

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