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Authors: Mark Bowden

Matar a Pablo Escobar (45 page)

En cuatro ocasiones el coronel había desafiado órdenes directas de Bogotá para entrar en acción. En los pasillos del poder, los políticos interpretaban aquella renuencia de otro modo. Martínez sabía que hablarían a sus espaldas, afirmando que se había vendido y que había aceptado el dinero de Pablo. Pero lo que el coronel buscaba era lanzar una redada con «error cero».

Así que esperó, y cuando la voz de Pablo volvió a sonar por el monitor, Martínez no pudo contener su alegría. Llamó a Hugo que se hallaba dormido profundamente en su apartamento e hizo regresar a los otros hombres a sus puestos de guardia. La mujer del coronel estaba en Medellín de visita y juntos planeaban regresar a Bogotá aquella misma tarde, pero ahora el viaje se había demorado. Pablo le había prometido a su hijo que lo volvería a llamar.

Cuando lo hizo, el coronel siguió de cerca por radio el asalto al edificio de apartamentos, y cómo Hugo por su lado había avistado al propio Pablo en la ventana. Por encima del caótico ruido de fondo del asalto, que podía oírse por la radio de la policía, el coronel logró distinguir la voz de su hijo pidiendo refuerzos. El coronel ordenó de inmediato que el grueso de la fuerza se desplazara a apoyar a su hijo, y después sudó frío durante los diez minutos que los demás hombres tardaron en llegar. Oyó el comienzo del tiroteo y posteriormente recibió la jubilosa confirmación de éxito del mayor Aguilar.

De fondo, el coronel oyó a sus hombres disparando sus armas a modo de festejo. Les comunicó la noticia a sus superiores y poco después la noticia daba la vuelta al mundo.

El ministro de Defensa, Rafael Pardo, regresaba de un almuerzo cuando al entrar a su oficina vio todas las luces de su teléfono titilando a la vez. La mayoría de ellas eran líneas directas con los generales del alto mando, así que algo importante había sucedido. Pardo cogió la llamada del comandante en jefe del Ejército, que aquel día se encontraba en Medellín dando una conferencia.

—Ministro, han matado a Escobar.

—¿Qué pasó?

—Murió en una operación [del Bloque de Búsqueda].

—¿Lo han confirmado? —quiso asegurarse Pardo, que en el pasado había recibido similares informes prematuros—. Consígame las huellas digitales.

—Pero ministro, estoy seguro. Lo tengo delante de mí.

—Consígame las huellas digitales de todos modos.

Pardo llamó al presidente Gaviria.

—Señor presidente, creo que hemos matado a Escobar.

—¿Lo han confirmado?

—Todavía no. En veinte minutos la confirmación.

Pero el ministro de Defensa sabía que era cierto. Al colgar con el presidente, llamó a su secretaria.

—Tráigame el comunicado de prensa de la muerte de Escobar.

—El de «muerte en un enfrentamiento con la policía» o el de «muerte por causa naturales».

—El de «muerte en un enfrentamiento con la policía» —anunció Pardo triunfal.

Acto seguido abrió una caja que había sobre su escritorio, sacó un puro cubano inmenso y lo encendió. Luego puso los pies encima del escritorio, se echó hacia atrás y disfrutó de unos momentos privados de victoria.

El embajador Morris D. Busby llamó a Washington y pidió hablar con Richard Canas, jefe de la lucha antidroga del Consejo Nacional de Seguridad cuya sede ocupaba un viejo edificio del poder ejecutivo en la acera opuesta de la Casa Blanca. Canas hablaba con un periodista cuando fue interrumpido:

—Es Busby —le dijo su secretaria.

—Cogimos a Escobar —le informó éste a Canas cuando acabó con el periodista.

—¿Estás seguro? —dijo Canas.

—Noventa y nueve por ciento.

—No me alcanza. ¿Lo ha visto alguno de tus hombres?

—Dame unos minutos.

Unos días antes de que mataran a Pablo, Javier Peña había partido hacia Miami, así que fue Steve Murphy quien sería enviado a Medellín. Peña había viajado para verificar las fuentes que aseveraban que Pablo se había refugiado en Haití. Los viajes al norte del país con destino al cuartel general del Bloque de Búsqueda, en la Academia de Policía Carlos Holguín, se habían convertido en un suplicio para ambos agentes de la DEA. Steve tenía que dejar a su esposa en Bogotá cada vez que viajaba, y si bien admiraba a los miembros de la Fuerza Delta y de los SEAL que rotaban alternativamente por la base, no disfrutaba la vida de privaciones que los soldados de élite norteamericanos soportaban allí: dormir en colchonetas hinchables, vivir hacinados en unos pocos cuartos comunicados en los barracones... Los comandos pasaban horas leyendo, jugando a las cartas o con la consola de videojuegos, o comiendo pizza y viendo películas en vídeo. De vez en cuando, de aburridos, los soldados de la Fuerza Delta se llevaban una caja de granadas y las hacían estallar en un campo de tiro cercano para matar el tedio. Murphy había sido policía durante casi veinte años y nunca había perdido el entusiasmo, pero en aquellos días de finales de 1993 empezó a sentirse quemado por su trabajo.

El cuartel general de la Academia de Policía Carlos Holguín era lo suficientemente pequeño como para que todo el mundo se enterara cuándo sucedía algo fuera de lo normal. El agente Murphy y un miembro de los SEAL se encontraban sentados fuera de sus habitaciones aquel jueves cuando percibieron un tráfico más intenso que entraba y salía del despacho del coronel. Murphy se acercó y asomó la cabeza dentro. El coronel tenía un teléfono en una mano y el auricular de la radio en la otra.

—¿Qué pasa? —le preguntó Murphy a uno de los oficiales colombianos del despacho.

—Es el hijo del coronel. Cree que ha encontrado a Pablo.

Luego vino el grito del coronel:

—¡Dime exactamente dónde estás!

Y tan pronto se oyó la voz del mayor Aguilar gritando: «¡Viva Colombia!» por la radio, Murphy salió disparado hacia las dependencias de los norteamericanos para informar a su jefe, Joe Toft.

Pero Toft ya lo sabía y simplemente dijo:

—Será mejor que muevas el culo, vayas hasta allí y vuelvas con las fotografías.

El vehículo del coronel estaba a punto de salir de la base. El norteamericano le hizo señas. El coche se detuvo y Murphy partió en él.

Cuando llegaron a Los Olivos, los hombres del coronel estaban colocando barricadas en las calles, pues apenas se rumoreó que Pablo había muerto habían comenzado a congregarse los curiosos. Murphy entró en la casa y subió a la primera planta, allí le indicaron que mirase por la ventana hacia el tejado. Vio el cuerpo de Pablo tumbado sobre las tejas. Alrededor de él los miembros de la unidad que llevó a cabo el asalto echaban tragos de una botella de Johnnie Walker. El Bloque de Búsqueda lo celebraba por todo lo alto desde hacía un buen rato. Habían disparado tantos tiros al aire después de que Pablo hubiera sido abatido que los vecinos se pusieron a agitar pañuelos blancos por las ventanas. Hugo creyó que era una manera de festejar el éxito del Bloque de Búsqueda, pero más tarde cayó en la cuenta de que los pañuelos significaban que ellos también se rendían.

Murphy gritó a los hombres que rodeaban el cuerpo y éstos levantaron sus ametralladoras como lo hacen los cazadores alrededor del ciervo macho que acaban de abatir. El agente de la DEA inmortalizó el momento. Luego bajó al tejado y sacó más fotografías del cuerpo hinchado de Pablo, de su cara ensangrentada y más fotografías de policías junto al trofeo.

Luego le pasó la cámara a uno de los francotiradores y posó junto al cuerpo también.

Pero antes de que pudiera irse, un oficial colombiano le confiscó el carrete. Cuando se lo devolvieron, ya había sido revelado, pero faltaban varios de los negativos. La imagen de Murphy con su camisa roja posando junto al cadáver causaría un escándalo en Colombia, pues sugería que habían sido los norteamericanos quienes habían seguido el rastro y finalmente matado a Pablo. Aquella instantánea como tantas otras de aquel carrete acabarían adornando las paredes de los despachos de muchos militares y funcionarios de Washington que habían contribuido al éxito de la misión.

Momentos antes de que Murphy lo llamara, Joe Toft había recibido la noticia de su amigo Octavio Vargas, general de la PNC.

—¡Joesito! —exclamó Vargas al teléfono, evidentemente jubiloso—. ¡Lo hemos cogido!

Toft inmediatamente salió al pasillo de la cuarta planta de la embajada y gritó para que todos lo oyesen:

—¡Han matado a Escobar!

Después subió corriendo a la quinta planta para confirmárselo personalmente al embajador. Busby estaba eufórico, así que llamó a Canas, el funcionario del CNS.

—Confirmado —le dijo—. Escobar ha muerto. Ya podemos olvidarnos de él.

Canas salió de su despacho botando como un niño. Abandonó el edificio y cruzó la calle en dirección a la Casa Blanca para compartir las buenas noticias, pero todos estaban demasiado ocupados como para prestarle atención. Por fin pudo reunirse con el segundo jefe del Consejo Nacional de Seguridad, Dick Clark, y juntos le enviaron un mensaje escrito al jefe de ambos, Anthony Lake.

Mientras tanto, en Colombia, Busby disfrutaba de una sensación de satisfacción profunda. Después de veinte años de dedicarse a su original actividad, sintió que aquélla había sido la hazaña más impresionante en la que nunca hubo participado. Se había mantenido firme en la persecución de Pablo durante dieciséis largos, frustrantes y sangrientos meses. Nunca cesó el esfuerzo militar, diplomático y de las fuerzas de seguridad a lo largo de dos gobiernos, y en dos países distintos. Habían dedicado a aquella cacería tales cantidades de dinero y tantos hombres que quizá nunca llegaría a saberse el total a ciencia cierta. Había sido horrible. Habían muerto cientos de personas, policías, miembros del cártel y las víctimas inocentes de los atentados de Pablo. Busby reflexionó sobre todos los servicios de inteligencia y unidades militares que habían unido sus fuerzas con una osadía sin precedentes, tantos cadáveres, y ahora... ¡aquel hijo de puta ya no molestaría más!

Por la tarde, Busby se trasladó al Palacio Presidencial para felicitar a Gaviria en persona. El presidente no podía dejar de sonreír. Los periódicos habían sacado ediciones extraordinarias. El titular de
El Espectador
ponía: «finalmente sí cayó», y Gaviria le firmó una copia al embajador norteamericano.

La página, amarillenta ya, está guardada con otros recuerdos dentro de una funda de almohada en casa de Busby en el estado de Virginia. Se ha retirado del Departamento de Estado, pero aún colabora como asesor para varios servicios y administraciones del Gobierno.

«Sé que es impropio celebrar la muerte de un ser humano, pero el despliegue que se llevó a cabo para cazar a Pablo Escobar fue un logro increíble —comentó Busby—. Cuando pienso en todo el personal y las fuerzas que participaron, todo aquel poderío dirigido a encontrar a un solo hombre... lo único que puedo decirle es que no hubiera querido estar en el lugar de Escobar por nada del mundo.»

El ex embajador afirmó desconocer cualquier vínculo entre Los Pepes y el Bloque de Búsqueda tal y como lo señalara el cable de la DEA de entonces, e insiste que la afirmación a lo sumo podría traducirse en una sospecha. «Si yo hubiese tenido la certeza de que tal conexión existía —recalcó—, hubiera cancelado toda la operación sin más.»

Las cadenas de televisión colombianas filmaron cómo los efectivos policiales bajaban el cadáver de Pablo del tejado amarrado a la camilla y cómo fue cargado en una ambulancia de la policía. Grabaron su cara hinchada y cubierta de sangre, y su bigote «hitleriano». El cuerpo fue llevado al instituto forense, y también allí se les permitió a las cámaras grabar y fotografiar el cuerpo desnudo estirado en la mesa de autopsias. Para el regocijo de quienes lo mataron, se habló muchísimo del curioso bigote.

Entre los militares especializados en «operaciones especiales encubiertas» la muerte de Pablo fue considerada un éxito. Según reza la leyenda, los miembros de la Fuerza Delta estuvieron directamente involucrados. Si así fue, quizá tomaran parte en la planificación, pero no hay pruebas de ello. Algunos de los miembros del Bloque de Búsqueda que entrevisté dijeron que sí había norteamericanos entre los efectivos de la unidad de asalto, otros sostienen que no. Es posible que sí estuviesen allí y hasta que hayan matado al capo sin ser vistos. El Bloque de Búsqueda y la embajada norteamericana sabían desde hacía días en qué barrio se escondía Pablo. Quizá supieran hasta la casa, y si lo sabían la Fuerza Delta pudo haber colocado francotiradores para eliminar al fugitivo cuando saliese. Los francotiradores de la misteriosa unidad están entre los mejores del mundo; aquello explicaría la precisión de los disparos fatales.

Al repasar las fotos de la autopsia que mostraban la entrada del disparo mortal en la cabeza del capo, un miembro de la Fuerza Delta comentó: «Buena puntería, ¿a que sí?».

El «coronel» Santos de la misma unidad asegura que se encontraba en Estados Unidos cuando Pablo cayó, pero durante la cacería humana docenas de efectivos de la unidad y soldados de los SEAL habían estado destinados en Medellín. Un miembro del «Equipó Seis» de los SEAL relató que había pasado toda la jornada en el cuartel general «leyendo, estudiando español y jugando con su consola. Era como estar en el camarote de un barco». Cuando hubo llegado la noticia de que Pablo había sido abatido, dijo: «No nos dejaron salir ni a respirar durante un par de días. Estaban paranoicos por la posibilidad de que se descubriera que estábamos allí. Después volamos a Bogotá y de allí a casa».

Analizando la operación, los operadores de Centra Spike se convencieron finalmente de que el teniente Hugo Martínez había encontrado a Pablo no por su maestría en el manejo del detector portátil, sino por un golpe de suerte. La unidad espía ya había informado al coronel en qué barrio encontrarían a Pablo y, desde el punto de vista norteamericano, los hechos fueron los siguientes: el Bloque de Búsqueda había recorrido atolondradamente el barrio durante suficiente tiempo, detrás de las imprecisiones técnicas de Hugo y de su detector, hasta que casualmente se toparon cara a cara con el capo.

Las cintas de las escuchas demuestran que Hugo se equivocó al creer que Pablo los había visto por la ventana. En los diez minutos que trascurrieron mientras Hugo esperaba que llegaran los refuerzos (para lidiar con la posible llegada de los sicarios del cártel), Pablo hizo varias llamadas cortas, en las que no demostró haber notado que la policía hubiera rodeado la casa.

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