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Authors: Mark Bowden

Matar a Pablo Escobar (47 page)

La tumba de Pablo en Medellín sigue siendo cuidada hasta el día de hoy. Sobre la sencilla lápida puede verse una foto del capo con bigote, traje y corbata. Los arbustos florecidos enmarcan la tumba, y barras de hierro la cruzan transversalmente en un arco que sostiene sus tres floreros.

Eduardo Mendoza ha vuelto a trabajar para César Gaviria, ahora secretario general de la Organización de Estados Americanos (OEA). El ex presidente había perdido el contacto con su viejo amigo, pero logró dar con él cuando le pedí ayuda para escribir este libro.

Tal y como le habían recomendado los jueces a cargo de la agotadora indagatoria, el desilusionado ex viceministro de Justicia se marchó de Colombia, pero su inocencia ante la ley nunca significó que su honor no sufriese mácula. Desconocidos en restaurantes se le acercaban y le decían: «Lárguese, lo van a matar». Otros le soltaban: «Usted es un sinvergüenza». El Ejército aún culpaba a Mendoza por la fuga de Pablo. La institución sostenía que la única razón por la que Pablo se escapó fue porque tuvieron que asaltar la prisión para rescatar al joven viceministro. Nadie le dio trabajo y muchos de sus amigos dejaron de hablarle. Mendoza se había convertido en un paria.

Así que regresó a Nueva York. Se hospedó en el Club Atlético Neoyorquino durante varias semanas y después se matriculó para hacer un posgrado de literatura latinoamericana en la Universidad de Yale. Cuatro meses después se le acabó el dinero. Cuando se entrevistó con el decano para explicarle las razones de su partida, la facultad le ofreció una beca y así pudo estudiar tres años más hasta obtener su título de maestría.

Allí, una fría tarde de diciembre, le llegó la noticia de la muerte de Pablo. Acabadas las clases del día regresó a su apartamento —al que refirió como «mi celda monástica»— y revisó los mensajes del contestador. En general únicamente había un mensaje de Adriana, pero aquel día la voz grabada le adelantó que tenía veinticinco.

El primero era de su hermano:

—Han matado a Pablo Escobar —fue lo que decía.

Cada uno de los otros mensajes decía exactamente lo mismo, y en algunos de ellos se podía oír el barullo de fondo de la fiesta.

Mendoza reflexionó sobre lo mucho que había cambiado su vida desde el día en que aceptó ir a Envigado a «formalizar» el traslado de un prisionero. Con los años, Mendoza desarrolló un mayor rencor contra los funcionarios que lo utilizaron como cabeza de turco y lo hostigaron contra Escobar. Sus amigos lo habían tratado mucho peor que Pablo. Y la consecuencia de todo no fue nada más que tristeza. No sentía satisfacción alguna por la muerte de Pablo. Ahora no era más que una nota al pie de página de su vida, el último detalle de una historia que ya había acabado mal, pero no tan mal como pudo haber acabado. Para qué negarlo.

Después de ponerme en contacto con Mendoza, Gaviria contrató a su viejo amigo. Eduardo finalmente se casó con Adriana y hoy en día tienen mellizos, un niño y una niña. En la actualidad Eduardo Mendoza ejerce de abogado para la OEA.

Cuando le pregunté a Gaviria por qué su Gobierno trató tan mal a Mendoza, me contestó:

—Fueron tiempos difíciles para todos nosotros.

Roberto Uribe, el letrado de Medellín que había sido identificado por Los Pepes por trabajar para Pablo, aún se encontraba enclaustrado cuando oyó que su antiguo jefe había muerto. Hacía tiempo ya que Uribe había descorrido el harnero con el que Pablo le ocultaba el cielo. Ya no le cabía duda de que se trataba de un criminal sanguinario. Al enterarse de la noticia por la radio del coche, no sintió tristeza sino una sensación de alivio; la. muerte de su ex jefe significaba que él sobreviviría.

Posteriormente a su euforia inicial, Joe Toft, jefe de la delegación de la DEA en Colombia, sintió algo parecido a un nudo en el estómago. Lo sintió todo el tiempo que pasó sonriendo, abrazando a colegas y hablando con la prensa colombiana. Él y Busby se trasladaron a toda prisa al Palacio Presidencial donde la fiesta se desarrollaba. Bebieron champán e intercambiaron sonoras muestras de agradecimiento y congratulaciones, abrazaron a colegas alcoholizados y se dieron mutuamente palmadas en la espalda. Pero a pesar de las demostraciones de poderío de su país, a Joe Toft aún le rondaba una inexplicable sensación de haber salido perdiendo. Pablo había muerto, pero los buenos de la película habían sido vencidos.

Era una sensación desagradable, pero Toft se sentía acechado por ella. Unas semanas después de la muerte de Pablo, el agente Kenny Magee hizo imprimir certificados oficiales para todos los agentes de la DEA involucrados en la cacería humana. El texto comenzaba así: «Por su dedicación desinteresada, voluntad y sacrificio, el criminal más buscado del mundo fue localizado y abatido». En la parte inferior, a la derecha había un hueco para la firma de Toft, a la izquierda un toque de ingenio: la firma y huella del dígito pulgar de Pablo Escobar. Un periodista colombiano recibió la copia que le correspondía por su labor y opinó que los certificados eran de pésimo gusto, en especial la huella digital. Sin embargo, Toft y muchos de los otros hicieron enmarcar los suyos.

El orgullo del agente de la DEA en Colombia se mezcló con el arrepentimiento. Sintió que para llegar a Pablo habían vendido su alma al diablo. Y es que desde hacía unos meses no dejaban de acumularse informes en su oficina, pruebas de que sus amigos en el Gobierno de Colombia aceptaban sobornos del cártel de Cali. Incluso se sospechaba que el general Vargas hubiese recibido dinero sucio, y que todos ellos habían sido los artífices en la sombra de los asesinatos de Los Pepes. Toft admiraba el concienzudo trabajo detectivesco que finalmente había hecho caer al capo, la habilidad casi mágica de los técnicos de Centra Spike, la paciencia y el coraje y tenacidad del coronel Martínez y del Bloque de Búsqueda. Al mirar hacia atrás Toft deseó que se hubiesen basado sólo en esfuerzos legítimos. No dudaba de que les habría llevado más tiempo, no cabía duda de ello, pero hubiera sido mejor. Hubiera sido lo correcto, y Pablo hubiera acabado por caer en la trampa de todos modos. Pero a su pesar habían tomado un atajo terrible.

Toft, personalmente, se sentía culpable. Sabía que los agentes Peña y Murphy se habían reunido con don Berna y con otros enlaces de Los Pepes en la academia de policía que servía de cuartel general al Bloque de Búsqueda. Toft sabía que los golpes de Los Pepes seguían a rajatabla los informes de inteligencia que la embajada recibía de sus servicios, y que ésta a su vez transmitía al Bloque de Búsqueda. Sabía que las fuentes mismas de la DEA eran miembros fundadores del escuadrón de la muerte, y tal certeza lo desgarraba. En aquella época Los Pepes fueron desmantelando eficientemente el cártel de Medellín, quitándole la protección a Pablo capa tras capa. Pero a Toft no le tranquilizaba la conciencia tener que tolerar los métodos violentos e ilegales que aquellos hombres utilizaban. Así que en lo moral hizo de tripas corazón. Así que sus peores recelos y la peor evidencia se la guardó para sí mismo; de hecho, dentro de la embajada fue Toft quien más defendió el uso de la violencia desde el comienzo. Cuando Busby había aireado sus dudas acerca de la relación entre el coronel y Los Pepes, fue él quien había presionado para mantener al coronel al mando del Bloque de Búsqueda y quien le había asegurado al Gobierno de Colombia que no los dejarían en la estacada. Pero ahora que Pablo ya había muerto, lo que le preocupaba a Joe Toft era haber creado un monstruo aún peor. Quizá hubieran abierto un canal de comunicación entre el Gobierno colombiano y el cártel de Cali. Un vínculo que sería difícil y acaso imposible de cortar.

Después de entrevistarse con altos mandos de la policía colombiana, el agente Murphy lo había dicho con todas las letras en un memorando cursado al cuartel general de la DEA unos tres meses antes:

Como sostuviera una fuente de la PNC, a veces es necesario recurrir a gente de la peor calaña para atrapar a un criminal. [La fuente] Afirmó que durante esta investigación habían tenido que tratar «con el mismísimo diablo» [...] con Fidel y Carlos Castaño, los supuestos líderes del escuadrón de la muerte conocido como Los Pepes, y con los mayores narcotraficantes y banqueros más corruptos del mundo [...| Y por más repugnante que pueda parecerle a la PNC este tipo de actividad, es a la vez necesaria.

Murphy prosiguió describiendo que el cártel de Cali se había involucrado en la cacería de Escobar por la sencilla razón de que era «bueno para los negocios». Murphy vaticinaba que la alianza entre el cártel de Cali y el Gobierno derivaría en el nacimiento de un «supercártel».

Si esto llegara a suceder el GDC y la PNC se verían prácticamente imposibilitadas de arrinconar a tal organización. Lo cual, además, tendría efectos devastadores para Estados Unidos.

Otros agentes de la DEA se sentían desolados por las mismas dudas. Cuatro meses antes, en el mismo cable en el que describía la formación de Los Pepes, Gregory Passic (jefe de investigaciones financieras de la DEA) escribía: «Luis Grajales [uno de los líderes del cártel había informado la Ospina] que el cártel de Cali fundamentalmente controla a todos los miembros del Gobierno, a excepción de [el fiscal general] De Greiff». Según el memorando, otro de los capos de Cali le dijo a Ospina que tenían un «archivo impresionante de cintas y vídeos, en su mayoría pruebas de pagos de sobornos a políticos y policías». En una de sus reuniones, los capos de Cali habían considerado los pros y los contras de adelantarle doscientos mil dólares a un general de la policía. El adelanto cubriría cuatro meses ya que, siempre según Passic, «un general de la policía recibía cincuenta mil al mes por: i) asegurarse de seguir la persecución de Escobar y 2) mantener informado al cártel de Cali sobre las actividades de la DEA para con ellos».

Toft, naturalmente, había recibido su propia información un mes antes, cuando una de sus fuentes, el senador colombiano (luego asesinado), mantuvo aquella reunión con Gilberto Rodríguez Orejuela. El capo de Cali había descrito en detalle cuánto dinero recibían varios oficiales de la policía como premio por la persecución de Escobar. Para Toft la conexión con Los Pepes era más que obvia.

Pero ¿de qué le hubiera servido discutir? Si alguien en la posición de Passic lo sabía, ¿por qué tenía que ser él quien insistiese sobre el tema? Toft sospechó que si por ello hubiera armado un gran barullo y hubiera hecho saber que los norteamericanos se estaban acostando con el cártel de Cali y con una pandilla de asesinos, entonces la DEA se habría retirado de la cacería y Pablo seguiría fugitivo hasta el día de hoy. Así que Toft miró hacia otro lado. Hizo hincapié en que sus hombres no ayudaran directamente a Los Pepes en ninguna circunstancia, y se lo comunicó a Murphy, a Peña, a Magee y a los otros. Sin embargo sabía fehacientemente que toda la información que él proveyera a Martínez sería compartida por el escuadrón de la muerte. Matar a Pablo era un asunto asqueroso, pero la DEA tampoco tenía remilgos a la hora de cooperar con criminales para cumplir con una misión.

Sin embargo, Toft rumiaba sobre quién se beneficiaba, y el gran beneficiario era el cártel de Cali. Durante años ellos se habían concentrado en Escobar, y mientras tanto el cártel del sur había aprovechado la relativa paz para consolidar sus operaciones, fortalecer sus relaciones con el Gobierno colombiano y erigirse en monopolio de la cocaína. En definitiva, la victoria le dejó a Toft un sabor agridulce. Odiaba los estragos que las drogas causaban en Estados Unidos, y siempre creyó que él y todos los demás agentes de la DEA libraban una guerra en defensa del futuro de su país. Creía en la causa que lo empujaba a seguir, se consideraba uno de su adalides. Había comenzado arrestando a «camellos» en las calles de San Diego y ahora había ayudado a sacar de circulación al más importante de todos los traficantes de cocaína del mundo. Con todo, en su interior, Joe Toft sentía que lo único que había logrado era empeorar la situación aún más.

Cuando llegó a Colombia por primera vez, al primer frente de la guerra contra el narcotráfico, las estadísticas lo dejaron pasmado. Las cantidades de cocaína que se incautaban eran alucinantes. Pero le llevó años caer en la cuenta de que aquellos grandes envíos no eran más que una ínfima fracción de lo que se enviaba a Estados Unidos, y que los funcionarios en los que él confiaba estaban ni más ni menos jugando al gato y al ratón. Complacían al Tío Sam y a la DEA interceptando envíos aquí y allí, pero lo cierto era que estaban metidos en el narcotráfico hasta las orejas. Fue entonces cuando Toft comprendió que el verdadero poder en Colombia no era otro que Pablo Escobar y cuan omnipresente e insidiosa era su influencia. El jefe de la DEA en Colombia sabía que atrapar a Pablo sería difícil, pero sólo ahora que Pablo había muerto se hizo cargo de la envergadura de la tarea que aún tenían por delante. Haber matado a Pablo no había acabado con la industria; sencillamente se la había cedido a líderes nuevos, que muy probablemente hubieran aprendido de los errores de Pablo. ¿Cuántos hombres harían falta para salir victorioso de una nueva guerra? ¿Cuántas vidas? ¿Cuánto dinero? ¿Hasta dónde llegaría la implicación de Estados Unidos? Todas aquéllas eran las preguntas que se anudaban en su estómago aquella tarde y noche, mientras los demás brindaban por haberse librado de Pablo.

Unos meses después, a medida que la policía colombiana renovaba sus esfuerzos para cercar el cártel de Cali, Toft se convenció de que la victoria representaba otra nueva fachada. No creía que alguien con verdadero poder fuese a parar a la cárcel a menos que así lo decidiera. Los narcos estaban dispuestos a que los regañaran con una palmadita en la mano, si con ello lograban mantener en funcionamiento un negocio multimillonario. Es cierto que durante la cacería de Pablo, los envíos de cocaína se habían reducido. Las estimaciones más optimistas para 1993 calculaban que llegarían entre doscientas cuarenta y tres y trescientas cuarenta toneladas de cocaína a Estados Unidos. Y entre el 70 y el 80% provendría de Colombia. Los norteamericanos gastarían a finales de 1993 unos treinta mil ochocientos millones de dólares
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en polvo blanco. Y lo peor: los precios seguían bajando. El hecho innegable era que en 1993 habría más cocaína y a precios más bajos que nunca. En efecto, durante el resto de la década los precios de la cocaína no hicieron más que bajar. Y el resultado final fue que si bien se habían gastado miles de millones de dólares en la guerra contra el narcotráfico, en Estados Unidos se podía conseguir toda la cocaína que se quisiera.

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