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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

Materia (2 page)

–Voy a sincronizar el de reconocimiento con el cuchillo para que lo siga por detrás –dijo el dron. En pocos momentos la base plana y circular del misil cuchillo aparecía como un punto en el centro de la imagen del misil de reconocimiento y después se expandió hasta que dio la impresión de que la pequeña máquina estaba a solo un metro de la más grande–. ¡Allá van los alabeos! –dijo Xuss, y parecía emocionado–. ¿Los ves?

Dos puntas de flecha, una a cada lado, se desprendieron del cuerpo principal del misil cuchillo, se separaron un poco y desaparecieron. Los monofilamentos que todavía unían cada uno de los pequeños alabeos al misil cuchillo eran invisibles. La imagen cambió cuando el misil de reconocimiento se retrasó un poco y subió para mostrar casi todo el ejército que tenía delante.

–Haré que el cuchillo les dé un zumbido a los cables –dijo el dron.

–¿Qué significa eso?

–Los hace vibrar de modo que cuando los monofilamentos atraviesen lo que sea, será como si lo rebanara un hacha de guerra increíblemente afilada en lugar de la cuchilla más cortante del mundo –dijo el dron con tono servicial.

La pantalla que mostraba lo que veía el misil de reconocimiento descubrió un árbol a unos cien metros por detrás del último carro que pasaba rodando. El árbol se sacudió y las tres cuartas partes superiores se deslizaron en un ángulo agudo por el tocón inclinado que era el cuarto inferior antes de caer al polvo.

–Se ha llevado un buen golpe –dijo el dron, que volvió a brillar por un instante con un tono rosado, parecía divertido. Los carros y las máquinas de asedio llenaron la imagen procedente del misil cuchillo–. En realidad, el primer trozo es el más complicado...

Los techos de tela de los carromatos cubiertos se alzaron en el aire como pájaros recién liberados; las argollas tensadas de madera (rebanadas de un golpe) se soltaron de repente. Las gigantescas y sólidas ruedas de las catapultas, los trabuquetes y las máquinas de asedio se desprendieron al siguiente giro y las grandes estructuras de madera se detuvieron en seco, las mitades superiores de algunas, también traspasadas, se adelantaron con la sacudida. Trozos de cuerda, gruesos como brazos, apenas un momento antes tensos y apretados, sólidos como rocas, estallaron como muelles recién liberados y después aletearon como simples cordeles. El misil de reconocimiento se coló entre las máquinas caídas y destrozadas; los hombres que viajaban dentro y alrededor de las carretas y las máquinas de asedio comenzaban ya a reaccionar. El misil cuchillo continuó precipitándose hacia los soldados de infantería que tenía justo delante. Se zambulló entre la masa de lanzas, picas, mástiles de gallardetes, estandartes y banderas y los segó, convirtiéndolos en un revoltijo de madera rebanada, filos al aire y aleteos de banderas.

Anaplian vislumbró un par de hombres acuchillados o ensartados por las puntas de las picas que caían.

–Va a haber unas cuantas bajas, es inevitable –murmuró el dron.

–Es inevitable –dijo la mujer.

El misil cuchillo captaba imágenes de rostros confusos, los hombres se giraban al oír los gritos de los de atrás. El misil estaba a medio segundo de la retaguardia de las monturas y más o menos al nivel de los cuellos de los jinetes cuando el dron envió una señal.

–¿Estás segura de que no podemos...?

–Del todo –respondió Anaplian que insertó un suspiro en lo que era un intercambio totalmente no verbal–. Cíñete al plan.

La maquinita se elevó alrededor de medio metro y salió disparada por encima de los jinetes, atrapó los penachos de los yelmos y rebanó los chillones adornos como una cosecha de tallos multicolores. Saltó por encima de la cabeza de la columna y dejó a su paso un rastro de consternación y aleteos de plumas. Después pasó zumbando rumbo al cielo. El misil de reconocimiento que lo seguía registró los alabeos de monofilamentos, que volvieron a encajarse en el cuerpo del misil cuchillo, después giró, se elevó y frenó un poco para observar de nuevo la totalidad del ejército.

A Anaplian le pareció que ora una escena de lo más satisfactoria: caos, indignación y confusión por todas partes. Y sonrió. Un acontecimiento que sedaba en tan escasas ocasiones que Turminder Xuss grabó el momento.

Las pantallas que flotaban en el aire desaparecieron. Apareció entonces el misil cuchillo y se metió en la escotilla que se había abierto en un costado del dron.

Anaplian contempló la planicie y la carretera con el ejército detenido.

–¿Muchas bajas? –preguntó mientras se desvanecía la sonrisa que había lucido.

–Unas dieciséis –le respondió el dron–. Alrededor de la mitad resultarán con toda probabilidad fatales con el tiempo.

La mujer asintió sin dejar de observar la lejana columna de hombres y máquinas.

–Qué se le va a hacer.

–Sí, bueno –asintió Turminder Xuss. El misil de reconocimiento regresó flotando también junto al dron y también se introdujo en él a través de un panel lateral–. Con todo –dijo el dron–, debería haber habido más.

–¿Tú crees?

–Sí. Deberías haberme permitido llevar a cabo una decapitación como es debido.

–No –dijo Anaplian.

–Solo los nobles –dijo el dron–. Los tíos esos de delante. A los que se les ocurrieron esos planes de guerra tan estupendos.

–No –dijo la mujer otra vez, y después se levantó de la silla, se giró y la plegó. La sostuvo con una mano y con la otra cogió los viejos prismáticos de la mesa–. ¿Viene el módulo?

–Ahí arriba –le contestó el dron, que no tardó en rodear a la mujer, recogió la mesa plegable y guardó el vaso y la botella de agua en la mochila del suelo–. ¿Solo esos dos duques tan bordes? ¿Y el rey?

Anaplian se sujetó el sombrero y levantó la cabeza para mirar al cielo, entrecerró un momento los ojos bajo el sol hasta que sus pupilas se acostumbraron.

–No.

–Espero que no sea por algún tipo de sentimentalismo familiar transferido –dijo el dron con cierta indignación solo fingida a medias.

–No –le contestó la mujer mientras observaba la forma del módulo, que rielaba en el aire a unos metros de ellos.

Turminder Xuss se acercó al módulo cuando se abrió la puerta de atrás.

–¿Y vas a dejar de decirme que no todo el tiempo?

Anaplian lo miró con cara inexpresiva.

»Da igual –dijo el dron con un suspiro. Después le indicó con un gesto la puerta abierta del módulo–. Tú primero.

Primera parte: el expedicionario
1. La fábrica

A
quel sitio tenía que ser una especie de antigua fábrica, un taller o algo así. Había grandes ruedas dentadas de metal medio enterradas en los suelos de madera o colgando de ejes gigantes de la red de vigas de hierro que tenía encima. Se veían correas de lona ensartadas por los espacios oscuros que conectaban ruedas lisas más pequeñas y toda una serie de máquinas largas y complicadas que le pareció que quizá tuvieran algo que ver con telares o tejedoras. Todo estaba lleno de polvo y suciedad. Y sin embargo, en otro tiempo había sido uno de esos sitios modernos, ¡una fábrica nada menos! Con qué rapidez se desmoronaban las cosas y se hacían inútiles.

En circunstancias normales él jamás se habría planteado siquiera acercarse a un sitio tan mugriento. Se le ocurrió que quizá ni siquiera fuera seguro, aunque no hubiera ninguna máquina en marcha; una parte de una pared de caballete se había derrumbado, los ladrillos se habían caído, los tablones se habían partido y las vigas colgaban deslavazadas del techo. No sabía si eran daños antiguos, producto del deterioro y la falta de mantenimiento o algo que hubiera ocurrido ese mismo día, durante la batalla. Aunque al final a él le había dado igual lo que era ese sitio o lo que hubiera sido; era un rincón en el que meterse, un lugar en el que esconderse.

Bueno, en el que reagruparse, recuperarse y serenarse. Eso le daba más lustre.
No estoy huyendo,
se dijo,
solo estoy preparando una retirada estratégica, o como se quiera llamar.

Fuera, la estrella rodante Pentrl había superado el horizonte minutos antes y comenzaba a oscurecer poco a poco. Por una brecha del muro se podían ver destellos esporádicos y oír el estruendo de la artillería, el estallido atronador y crujiente de los proyectiles que caían incómodamente cerca y el traqueteo cortante y continuo del fuego de las armas ligeras. Se preguntó cómo iría la batalla. Se suponía que estaban ganando, pero era todo muy confuso. Que él supiera, lo mismo estaban a punto de conseguir una victoria absoluta como de sufrir una derrota total.

Él no entendía eso de la guerra, y tras haberla experimentado de primera mano, no tenía ni idea cómo se las arreglaba la gente para no perder la cabeza en plena batalla. Se oyó uno gran explosión por allí cerca que hizo temblar todo el edificio; él gimió, se agachó y se metió todavía más en la esquina oscura que había encontrado en el primer piso, y después se cubrió la cabeza con la gruesa capa que llevaba. Se oyó lanzar un ruidito débil y patético y se odió por ello. Al respirar bajo la capa percibió un ligero olor a sangre seca y heces y también se odió por ello.

Era Ferbin otz Aelsh-Hausk'r, príncipe de la casa de los Hausk, hijo del rey Hausk el Conquistador. Y si bien era digno hijo de su padre, a él no lo habían educado para que fuera como su progenitor. Su padre disfrutaba con la guerra, las batallas y las disputas, se había pasado toda su vida aumentando la influencia de su trono y su pueblo, siempre de forma agresiva y siempre en nombre del Dios del Mundo y con el ojo puesto en la historia. El rey había educado a su hijo mayor para que fuera como él, pero a ese hijo lo habían matado los mismos con los que se estaban enfrentando, quizá por última vez, ese mismo día. El segundo hijo, Ferbin, había sido educado en el arte no de la guerra, sino de la diplomacia; se suponía que su lugar natural estaba en la corte, no en la plaza de armas, los duelos de esgrima o el campo de tiro, y mucho menos en el campo de batalla.

Su padre siempre lo había sabido y, si bien nunca había estado tan orgulloso de Ferbin como lo había estado de Elime, su asesinado primogénito, había aceptado que el talento de Ferbin (podría llamarse incluso vocación, había pensado este más de una vez) se encontraba en el arte de la política, no del ejército. Era, en cualquier caso, lo que su padre había querido. El rey ansiaba la llegada de una época en la que las hazañas bélicas que él había tenido que llevar a cabo para alcanzar esa nueva era se vieran como la tosca necesidad que en realidad habían sido; el rey había querido que al menos uno de sus hijos encajara con facilidad en una época venidera de paz, prosperidad y contento, donde el giro de una frase bonita tendría un efecto más certero que el volteo de una espada.

No era culpa suya, se dijo Ferbin, no estar hecho para la guerra. Y desde luego no era culpa suya que, al darse cuenta de que podría estar a punto de morir en cualquier momento, hubiera tenido un ataque de pánico un rato antes. Y tampoco era ningún descrédito haber perdido el control de sus intestinos cuando había visto al tal Yilim (que era mayor, o general, o algo así) borrado del mapa por un cañonazo. Dios bendito, el tipo estaba hablando con él cuando así, sin más... ¡había desaparecido! ¡Cortado por la mitad!

Su pequeño grupo había subido a caballo a una colina baja para ver mejor la batalla. Cosa que, ya en primer lugar, era una pequeña locura, había pensado Ferbin en su momento; cómo se les ocurría exponerse a los observadores enemigos y por tanto a un riesgo mayor de ser alcanzados por un proyectil de artillería aleatorio. Ya para empezar, esa misma mañana, en las carpas exteriores de los establos reales, el príncipe había elegido como montura un mersicor de guerra especialmente excepcional: un animal de color blanco puro con un aspecto arrogante y elevado en el que le pareció que quedaría bien. Y solo para descubrir que la elección de montura del general mayor Yilim se inclinaba en la misma dirección, porque él también montaba un caballo de guerra parecido. Ahora que lo pensaba (¡ah, cuantas veces había tenido motivos para usar esa frase u otra parecida al comienzo de alguna explicación tras otra vergüenza más!) Ferbin se preguntó hasta qué punto era inteligente subir a una cumbre expuesta con unos animales tan llamativos.

Había querido decir algo, pero después había decidido que no sabía lo suficiente sobre los procedimientos a seguir en tales asuntos como para dar su opinión con libertad, y además, no había querido parecer un cobarde. Quizá el mayor general o el general mayor Yilim se había sentido insultado porque lo habían dejado fuera de la primera línea y le habían pedido en su lugar que cuidara de Ferbin, que lo mantuviera lo bastante cerca de la acción como para que luego pudiera afirmar que había estado en la batalla pero no tan cerca como para correr el riesgo de tener que implicarse en la lucha de verdad.

Desde la loma, una vez que llegaron arriba, podían ver todo el campo de batalla, desde la gran torre que se veía a lo lejos hasta las tierras bajas que se extendían desde el cilindro de varios kilómetros de anchura y subían hacia la posición que ocupaban ellos en el primer pliegue de colinas bajas que llevaban la carretera hasta el propio Pourl. La capital de los sarlos se encontraba tras ellos, apenas visible bajo la bruma de la calima, a solo un día a caballo.

Se encontraban en el antiguo condado de Xilisk y aquellos eran los viejos campos de juego de Ferbin y sus hermanos, tierras despobladas mucho tiempo atrás y convertidas en parques reales y terrenos de caza, llenas de aldeas demasiado grandes y bosques espesos. Pero en esos instantes, por todas partes, aquella geografía arrugada y hendida destellaba con el fuego de un sinfín de miles de armas y la propia tierra parecía moverse y fluir allí donde maniobraban las concentraciones de tropas y las flotas de maquinaria de guerra; grandes columnas inclinadas de vapor y humo se alzaban al aire sobre todo ello y arrojaban gigantescas sombras acuñadas por el terreno.

De vez en cuando, bajo las brumas elevadas y las nubes bajas, se movían por encima de la gran batalla unos puntos, pequeñas formas aladas. Eran los caudes y los lyges (las magníficas y venerables bestias de guerra del cielo) que buscaban la artillería y llevaban información y mensajes de un sitio a otro. Ninguna parecía sufrir el asalto de nubes de aves menores, así que lo más probable es que todas fueran de las suyas. Escasos recursos, sin embargo, comparados con aquellos días de la antigüedad cuando había bandadas, escuadrones, nubes enteras de aquellas grandes bestias que se enfrentaban en las batallas de los antiguos. Bueno, eso si se podían creer los viejos relatos y las pinturas de aquella época. Ferbin sospechaba que eran exageraciones, y su hermanastro menor, Oramen, que afirmaba estudiar tales asuntos, había dicho que por supuesto que eran exageraciones, aunque, siendo como era Oramen, solo después de sacudir la cabeza ante la ignorancia de Ferbin.

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