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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

Materia (7 page)

Además, y por regla general (una regla fija y estricta, como ya hacía tiempo que había descubierto Choubris) era la gente que tenía que hacer funcionar las cosas en el suelo la que terminaba pagando por ese tipo de juicios precipitados y generalizadores. Un principio que parecía aplicarse a peces gordos de cualquier distinción, ya fuera su gordura literal o metafórica.

–¿Señor? –llamó el criado al entrar en el círculo hueco de piedras. Su voz despertó un eco. La mampostería estaba mal acabada, peor por dentro que por fuera. El nivel inferior de aberturas (demasiado anchas para cualquier fortificación real) ofrecía unas vistas agradables de colinas y bosque. La torre Xiliskine se alzaba pálida e inmensa a lo lejos y desaparecía más allá de las nubes, entre los cielos. Penachos de humo y jirones de vapor se esparcían por el paisaje como tallos que se hubieran dejado tras la cosecha, todos inclinados y alejándose del viento que los empujaba.

Se adentró cojeando un poco más en el templete. Todavía le dolía la pierna izquierda después de que le hubiera caído encima el día antes aquel cabeza de chorlito de mersicor. Se estaba haciendo demasiado viejo para tanta correría; entraba ya en la mediana edad y su cuerpo comenzaba a redondearse y adquirir un aire distinguido (o a echar barriga y canas por todas partes según la opinión algo menos compasiva de su mujer). Le dolía el costado entero, cada costilla, cuando respiraba hondo o intentaba reír. Aunque tampoco era que hubieran abundado las risas.

Choubris había visto muchas señales de la batalla mientras recorría a caballo la zona: yermos enteros de campos levantados y bosques destrozados, la tierra lacerada con una auténtica viruela de cráteres; sotos y bosques de matorrales completos todavía en llamas, el humo que tapaba el cielo, otros incendios apenas agotados o apagados horas antes que dejaban inmensos rastros negros de terreno asolado y humaredas con jirones que se filtraban por todas partes; los restos de máquinas de guerra aplastadas que yacían mutiladas como enormes insectos rotos, con las rodadas desenrolladas tras ellas, unas cuantas todavía perdiendo vapor; algunos grandes animales de batalla muertos, tirados en el suelo, encogidos y abandonados: uoxantchos, chunseles y ossesyis, además de un par de especies que Choubris no reconoció.

Había visto hatajos de tropas heridas que caminaban en fila o a cuestas de carros y carretas, grupos de soldados que pasaban como rayos a lomos de mersicor, dándose aires; unos cuantos hombres volando en caudes, cruzándose con lentitud, bajando en picado y girando para registrar el terreno en busca de algún enemigo superviviente o algún caído perdido, o bien volando en línea recta a toda velocidad si llevaban mensajes. Había pasado junto a ingenieros que manipulaban o reparaban líneas telegráficas y tres veces se había salido de carreteras y pistas para dejar el camino libre a los vehículos de vapor que siseaban, escupían y vomitaban humo al pasar. Había palmeado el cuello y consolado a la vieja rowel, aunque la bestia tampoco parecía demasiado molesta.

También se había encontrado con numerosos destacamentos que abrían fosas para los enemigos muertos, de los que parecía haber un gran número. Los deldeynos, o al menos eso le parecía a Holse, eran muy similares a la gente normal. Quizá un poco más oscuros, aunque eso podría ser efecto de la propia muerte.

Se había detenido a charlar con cualquiera que quisiera a dedicarle un momento, por lo general sin reparar en el rango, en parte para preguntar por nobles desaparecidos a lomos de caballos de guerra blancos pero sobre todo porque, como estaba dispuesto a admitir, le encantaba darle a la lengua. Tomó un poco de raíz de crile con el capitán de una compañía, compartió una pipa de unge con un sargento de otra y le agradeció a un teniente de intendencia el regalo de una botella de vino peleón. La mayor parte de los soldados estaban más que dispuestos a hablar del papel que habían desempeñado en la batalla, aunque no todos. Los hombres de los enterramientos en masa, en concreto, tendían a ser más taciturnos, incluso hoscos. Holse oyó unas cuantas cosas interesantes, como no puede ocurrirle de otro modo a cualquier tipo que participe de buena gana en una conversación relajada.

–¿Príncipe? –exclamó en voz más alta y su voz resonó en las toscas piedras del templete–. ¿Señor? ¿Estáis ahí? –Frunció el ceño y sacudió la cabeza bajo la cima abierta de la torre vacía–. ¿Ferbin? –gritó después.

No debería llamar a su amo por su nombre de pila; claro que también daba la sensación de que el príncipe no estaba allí y siempre le hacía ilusión dirigirse así a su amo. Tal y como sostenía Choubris, insultar de una forma tan rotunda a tus superiores a sus espaldas era uno de los mayores incentivos del ser inferior. Además, el príncipe le había dicho más de una vez y de dos que podía usar el término más familiar, aunque semejante licencia solo se ofrecía cuando Ferbin estaba completamente borracho. La oferta nunca se renovaba en estado sobrio así que Choubris siempre se lo pensaba mejor cuando lo asaltaba la tentación de hacer uso del privilegio.

El príncipe no estaba allí. Quizá no estaba por ninguna parte, por lo menos vivo. Quizá aquel idiota ramplón se había hecho sin querer con el estatus de héroe de guerra al salir disparado y agarrado al cuello de la bestia como un niño aterrorizado rumbo adonde quiera que su estúpida montura hubiera querido llevarle, y solo para que le disparara uno de los dos bandos o para despeñarse por un precipicio. Conociendo a Ferbin, lo más seguro era que se le hubiera ocurrido levantar la cabeza justo cuando pasaba a toda velocidad bajo una enorme rama.

Choubris lanzó un suspiro. Pues se había acabado la historia. No quedaba ningún sitio obvio en el que mirar. Podía vagar todo lo que quisiera por el gran campo de batalla fingiendo que buscaba a su amo perdido, podía meterse en las tiendas de evaluación médica, pasearse por los hospitales de campaña y rondar las pilas de las morgues, pero, a menos que el Dios del Mundo se tomase un más que improbable interés personal en su búsqueda, jamás encontraría al tipo. A ese ritmo iba a verse obligado a regresar con su mujer y sus hijos, en el campo de batalla más reducido aunque poco menos salvaje que era el apartamento que ocupaban en el cuartel del palacio.

¿Y quién lo iba a aceptar después? Había perdido un príncipe (si se quería mirar de un modo poco caritativo el asunto y él conocía a gente de sobra más que dispuesta a hacerlo); ¿qué posibilidades tenía de llegar a servir otra vez a alguien de cierta categoría con semejante historial contra él? El rey estaba muerto y Tyl Loesp estaba al mando, al menos hasta que el joven príncipe cumpliera la mayoría de edad. A Choubris le daba en la nariz que había muchas cosas (cosas que les habían parecido resueltas, cómodas y agradablemente normales a las personas trabajadoras, respetables y honestas) que iban a cambiar de allí en adelante. Y las posibilidades de que un tipo que había quedado demostrado que había perdido a un príncipe consiguiera mejorar sus circunstancias bajo cualquier régimen no podían ser muy buenas. Choubris sacudió la cabeza y suspiró para sí.

–Pero qué desastre –murmuró y después se dio la vuelta para irse.

–¿Choubris? ¿Eres tú?

El criado se dio la vuelta otra vez.

–¿Hola? –dijo sin ver de dónde había salido la voz. Una sensación repentina en la barriga le informó, para cierta sorpresa suya, que, después de todo, debía de sentir cierto grado de afecto sincero por el príncipe Ferbin. O quizá solo era que se alegraba de no ser, de hecho, de los que iban perdiendo príncipes por ahí.

Hubo un movimiento en uno de los muros, en la base de una de las imprácticas y amplias ventanas del segundo piso; un hombre que salía arrastrándose de una fisura de una basta cantería casi oculta por una maraña crujiente de enredaderas. Choubris ni siquiera había advertido el escondite. Ferbin terminó de emerger, se arrastró hasta el borde del alféizar de la ventana, se frotó los ojos y miró a su criado.

–¡Choubris! –dijo en una especie de susurro chillón. Después miró a su alrededor, como si tuviera miedo–. ¡Eres tú! ¡Demos gracias a Dios!

–Yo ya lo he hecho, señor. Y vos podríais darme las gracias a mí, por ser tan diligente en la búsqueda.

–¿Hay alguien contigo? –siseó el príncipe.

–Solo la mencionada deidad, señor, si se ha de creer a los más insistentes de los sacerdotes.

Ferbin, que estaba muy desaliñado y tampoco parecía haber dormido demasiado, volvió a mirar por todo el lugar.

–¿Nadie más?

–Una vieja aunque fiable rowel, mi señor. Y en cuanto a vos...

–¡Choubris! ¡Corro un peligro mortal!

Choubris se rascó detrás de una oreja.

–Ya. Con todo respeto, señor, quizá no seáis consciente, pero el caso es que ganamos la batalla.

–¡Eso ya lo sé, Choubris! ¡No soy idiota!

Choubris frunció el ceño, pero no dijo nada.

»¿Estás absolutamente seguro de que no hay nadie más por ahí?

Choubris volvió a mirar la pequeña puerta y después miró al cielo.

–Bueno, hay montones de personas por ahí, señor; la mitad del Gran Ejército está recogiendo o lamiéndose las heridas después de nuestra famosa victoria. –Choubris estaba empezando a caer en la cuenta de que quizá le tocara a él la peliaguda tarea de contarle al príncipe que su padre estaba muerto. Lo que significaba, por supuesto, que Ferbin era a todos los efectos el rey, pero Choubris sabía que cierta gente podía ser un poco rara cuando se trataba de todo el asunto ese de las buenas y las malas noticias–. Estoy solo, señor –le dijo a Ferbin–. No sé qué más deciros. Quizá fuera mejor que os bajarais de ahí.

–¡Sí! No puedo quedarme aquí para siempre. –La caída era fácil de salvar de un salto, pero Ferbin prefirió darse la vuelta e ir bajando al suelo de tierra del templete. Choubris suspiró y se acercó al muro para ayudarlo–. Choubris, ¿tienes algo de comer o beber? –preguntó Ferbin–. ¡Estoy muerto de hambre y sed!

–Vino, agua, pan y carne salada, señor –dijo Choubris mientras formaba un estribo con las manos y apoyaba la espalda en la pared–. Mis alforjas son como las de un comerciante ambulante.

Ferbin apoyó un pie en las manos de su criado y solo por los pelos evitó dejarlo marcado con la espuela.

–¿Vino? ¿Qué clase de vino?

–Bastante fuerte, señor. Más que este sitio. –Choubris recogió el peso del príncipe con las manos ahuecadas y gimió de dolor cuando lo bajó al suelo.

–¿Te encuentras bien? –preguntó Ferbin cuando se encontró en el suelo. Parecía asustado, con el rostro ceniciento de preocupación o por alguna conmoción o algo parecido. Tenía la ropa mugrienta y el largo cabello rubio estaba enmarañado y apelmazado. Además olía a humo. Choubris jamás lo había visto tan afligido. Y encima se movía como encogido. Choubris estaba acostumbrado a levantar la cabeza para mirar a su príncipe, pero en ese momento estaban al mismo nivel.

–No, señor, no estoy bien. Con la confusión, una bestia se me cayó encima ayer.

–¡Por supuesto! Sí, lo vi. Rápido, vamos a escondernos aquí abajo.

Ferbin tiró de Choubris y lo llevó a un lado, junto a un alto arbusto.

–No, espera; ve a buscarme algo de comer y beber. Si ves a alguien, ¡no le digas que estoy aquí!

–Señor –dijo Choubris, que había decidido seguirle la corriente de momento. Seguramente lo único que necesitaba era llenar un poco la barriga.

Cuando los traidores y regicidas se dispusieron a quemar el viejo edificio tras haber sacado los cuerpos de los asesinados y sus propias personas al exterior, Ferbin empezó a buscar una salida.

Se sentía aturdido, anonadado, medio muerto él también. Su visión parecía haberse encogido o bien sus ojos eran incapaces de moverse como era debido en las órbitas, porque al parecer solo podía mirar hacia delante. Sus oídos parecían pensar que se encontraba cerca de una gran catarata o en una torre alta en medio de una tormenta porque oía un terrible rugido a su alrededor que sabía que en realidad no estaba allí, como si el Dios del Mundo, incluso el propio mundo, estuviese encogiéndose de horror ante la maldad de lo que se había perpetrado en aquella horrenda ruina.

Ferbin había esperado ver a los leales al rey entrar corriendo en cuanto oyeron los disparos que mataron al sacerdote y al joven médico, pero no llegó nadie. Aparecieron otros pero parecían tranquilos e indiferentes y solo se limitaron a ayudar a mover los cuerpos y traer unas astillas y aceite para prender el fuego. Le pareció que allí solo había traidores, revelar su presencia sería morir como los demás.

Se había alejado arrastrándose, mareado y débil por la conmoción de todo lo ocurrido, apenas capaz de ponerse en pie. Subió al siguiente piso por los escalones de la pared trasera del edificio cuando encendieron abajo los fuegos. El humo subió a toda velocidad, en un principio gris y luego volviéndose negro, un humo que llenó los espacios ya ensombrecidos de la antigua fábrica con una oscuridad todavía mayor que lo asfixiaba. Al principio, la mayor parte del humo se dirigió al gran agujero que había en la pared de caballete, pero luego se espesó a su alrededor y le irritó la nariz y la garganta. Si los crujidos y rugidos de abajo no hubieran hecho tanto ruido, Ferbin habría temido que lo oyeran desde fuera cuando se puso a toser y a escupir. Buscó alguna ventana en el lado del edificio al que se había arrastrado y trepado, pero no vio nada.

Encontró más escalones que lo llevaron más arriba, a lo que debía de ser el ático del edificio, y tanteó el muro con los dedos, tosiendo cada vez que respiraba hasta que encontró lo que parecía una ventana. Tiró de la contraventana, empujó un cristal ya roto y la ventana cedió. El humo se precipitó al exterior a su alrededor. Ferbin sacó la cabeza y tomó una bocanada de aire fresco y limpio.

¡Pero estaba demasiado alto! Incluso aunque no hubiera nadie a ese lado que pudiera verlo, jamás saldría ileso de la caída. Miró al exterior y metió la cabeza por debajo de la corriente de humo y calor que salía a su alrededor. Esperaba ver un camino o un patio cuatro pisos más abajo, pero en lugar de eso se pinchó con un espino pegajoso por la lluvia. Tanteó un poco más y cerró la mano sobre un puñado de tierra mojada. Bajo las vagas últimas luces rojas de un sol que se había ocultado mucho tiempo atrás vio que estaba, por increíble que pareciera, de nuevo en la planta baja. El edificio estaba situado junto a la orilla de un río, una orilla tan escarpada que un lado estaba a cuatro pisos de altura mientras que el otro, apretado contra el lado escarpado del valle, estaba a apenas uno.

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