Read Memorias de África Online

Authors: Isak Dinesen

Tags: #Drama

Memorias de África (23 page)

Más tarde tuve una disputa con el Ayuntamiento de Nairobi sobre los funerales, se convirtió en una acalorada discusión y tuve que ir por ese motivo más de una vez a la ciudad. Era la herencia que me había dejado, la última arremetida, por poderes, contra la ley. Yo ya no era la señora Knudsen, era su hermana.

V
Un fugitivo descansa en la granja

Hubo una vez un viajero que vino a la granja, durmió en ella noche y se fue para no volver, sobre el que pienso de vez cuando. Su nombre era Emmanuelson; era sueco y cuando le conocí era
maitre d’hotel
en uno de los hoteles de Nairobi. Era un joven regordete, de rostro hinchado y rojizo, y tenía la costumbre de ponerse junto a mi asiento cuando almorzaba en el hotel para entretenerme hablando con voz untuosa del viejo país y de nuestros conocidos. Hablaba tanto y tanto que después de una temporada me cambié al otro hotel que en aquellos tiempos había en la ciudad. Luego oí vagamente hablar alguna vez de él; parecía tener un don especial para meterse en líos y sus gustos e ideas sobre los placeres eran también diferentes de lo comúnmente aceptado. Era muy poco querido por los otros escandinavos del país. Una tarde apareció de improviso en la granja, muy inquieto y asustado y me pidió dinero para pasar a Tanganyka, porque si no iba a terminar en la cárcel. O mi ayuda le llegó tarde o Emmanuelson se la gastó en otras cosas, porque poco después me dijeron que había sido detenido en Nairobi; durante un tiempo desapareció de mi vista aunque no fue a la cárcel.

Una tarde volvía a caballo hacía mi casa tan al anochecer que ya habían salido las estrellas y vi a un hombre que esperaba fuera, sobre las piedras. Era Emmanuelson y se me presentó con voz cordial:

—Aquí tiene a un vagabundo, baronesa.

Le pregunté qué hacía allí y me dijo que se había perdido y había terminado aterrizando en mi casa. ¿Iba camino de dónde? De Tanganyka.

No podía ser cierto porque la carretera de Tanganyka era una autopista grande y fácil de encontrar y mi propia carretera de la granja partía de ella. ¿Cómo iba a llegar a Tanganyka?, le pregunté. Iba a ir andando, me respondió. Eso, le dije, era imposible, porque significaba tres días de camino a través de la reserva masai sin agua, y los leones se mostraban muy peligrosos; los masai habían venido ese mismo día a quejarse y pedirme que fuera a cazar alguno.

Sí, sí, Emmanuelson sabía todo eso, pero aseguraba que iría andando hasta Tanganyka de todos modos. Porque no sabía qué otra cosa podía hacer. Se preguntaba, ya que se había perdido, si aceptaría yo su compañía durante la cena y se podría quedar a dormir en la granja para salir a primera hora de la mañana. Si yo decía que no, seguiría viaje en seguida aprovechando el brillo de las estrellas.

Me había quedado sobre mi caballo mientras le hablaba para dejar claro que no era un invitado en la casa, porque no quería que se quedara a cenar conmigo. Pero mientras hablaba me di cuenta que no esperaba ser invitado, no tenía fe en mi hospitalidad ni en su propio poder de persuasión. Era una figura solitaria en la oscuridad fuera de mi casa, un hombre sin amigos. Su sinceridad tenía como fin salvar la cara, no la suya, que ya no era salvable, sino la mía, porque si lo echaba de allí no sería descortés, sino algo natural. Era la cortesía de un animal acosado. Llamé a mi Sice para que recogiera el poni y desmonté.

—Venga, Emmanuelson —le dije—, puede cenar aquí y quedarse por la noche.

A la luz de la lámpara el aspecto de Emmanuelson era lamentable. Llevaba un gabán negro y largo, que nadie lleva en África, no se había afeitado ni cortado el pelo y sus viejos zapatos tenían abiertas las punteras. No llevaba nada consigo a Tanganyka, sus manos estaban vacías. Parecía como si hubiera asumido el papel del alto sacerdote que lleva la cabra viva al Señor y la deja en el desierto. Pensé que necesitábamos vino. Berkeley Cole, que generalmente abastecía la casa de vino, me había enviado hacía tiempo una caja de excelente borgoña y le dije a Juma que abriera una botella. Cuando nos sentamos para cenar y estuvo llena la copa de Emmanuelson, se bebió la mitad, la acercó a la lámpara y se quedó mirándola durante un largo tiempo, como una persona que escucha atentamente la música.


Fameux, fameux
; es un Chambertin 1906 —dijo.

Así era y eso me hizo sentir respeto por Emmanuelson.

Por otra parte, él no sabía cómo empezar y yo no sabía qué decirle. Le pregunté que cómo no había podido encontrar un trabajo. Me dijo que no sabía hacer ninguna de las cosas que en África eran útiles. Le habían echado del hotel; además, no era realmente
maitre d’hotel
de profesión.

—¿Sabe usted algo de contabilidad? —le pregunté.

—No. Nada en absoluto —me contestó—. Siempre me ha resultado difícil sumar dos cifras.

—¿Sabe algo de ganado? —proseguí.

—¿Vacas? —preguntó—. No, no. Tengo miedo de las vacas.

—¿Puede conducir un tractor, entonces? —le pregunté. En su rostro apareció un ligero vislumbre de esperanza.

—No —dijo—, pero pienso que puedo aprenderlo.

—No en mi tractor —dije—, pero, dígame Emmanuelson, ¿qué hacía usted antes? ¿Qué hacía en la vida?

Emmanuelson se irguió.

—¿Qué era yo? —exclamó—. Yo era un actor.

Pensé: «Gracias a Dios no puedo ayudar a este hombre perdido de ninguna manera práctica». Había llegado el momento de hablar sobre cualquier cosa.

—¿Actor? —dije—. Es algo muy bonito. ¿Y cuáles eran sus papeles favoritos cuando actuaba en el escenario?

—Oh, yo soy un actor trágico —dijo Emmanuelson—, mis papeles favoritos eran los de Armand en
La Dama de las Camelias
y Oswald en
Espectros
.

Hablamos durante un rato de estos dramas, de los diversos actores que habíamos visto interpretados y de la manera que pensamos que debían haber actuado.

—¿Tiene usted aquí —preguntó—, por casualidad, los dramas de Henrik Ibsen? Podríamos hacer juntos la última escena de Espectros, si no le molesta hacer el papel de señora Alving.

Yo no tenía los dramas de Ibsen.

—¿Pero quizá lo recuerde, no? —dijo Emmanuelson, cada vez más entusiasmado con su plan—. Yo lo sé memoria el Oswald desde el principio hasta el fin. La última escena es la mejor. Para un verdadero efecto trágico es insuperable.

El cielo estaba estrellado, era una noche tibia y muy hermosa, pronto vendrían las grandes lluvias. Le pregunté a Emmanuelson si de verdad pretendía ir andando hasta Tanganyka.

—Sí —dijo—. Me voy para ser mi propio apuntador.

—Es bueno para usted —le dije— no estar casado.

—Sí —dijo—, sí.

Al cabo de un momento añadió con modestia:

—Aunque sí estoy casado.

Durante nuestra conversación Emmanuelson se quejó del hecho de que un hombre blanco allí no pudiera competir con los nativos, que trabajaban mucho más barato.

—En París —dijo— siempre podía, durante una temporada, trabajar como camarero en un café o algo por el estilo.

—¿Por qué no se quedó en París, Emmanuelson? —le pregunté.

Me lanzó una mirada rápida y penetrante.

—¿París? —dijo—, no, no. Me fui de París en el momento justo. Emmanuelson tenía un amigo por el mundo del cual habló varias veces durante aquella noche. Si pudiera encontrar la manera de comunicarse con él, las cosas variarían, porque era rico y muy generoso. Era un prestidigitador y viajaba por todo el mundo. La última vez que Emmanuelson supo de él estaba en San Francisco.

De vez en cuando hablábamos de literatura y de teatro y luego volvíamos a hablar del futuro de Emmanuelson. Me contó que en África sus paisanos le habían vuelto la espalda.

—Está usted en una situación muy difícil, Emmanuelson —le dije—. No conozco a nadie que esté peor que usted.

—No, si ya lo sé —dijo—. Pero hay una cosa en la cual he pensado últimamente y que quizá a usted no se le haya ocurrido: siempre hay alguien que tiene que estar en peor posición que los demás.

Había terminado su botella y empujó un poco su copa.

—Para mí este viaje —dijo— es una especie de juego de azar,
le rouge et le noir
. Tengo la oportunidad de librarme de ciertas cosas, quizá hasta pueda librarme de todo. Pero, también puede ser que me meta en líos en Tanganyka.

—Creo que puede llegar hasta Tanganyka —dije—. Puede que le lleve uno de esos camiones indios que van por esa carretera.

—Sí, pero también hay leones —dijo Emmanuelson— y masai.

—¿Cree en Dios, Emmanuelson? —le pregunté.

—Sí, sí, sí —dijo Emmanuelson. Permaneció un momento en silencio—. Tal vez crea que soy un terrible escéptico —continuó— cuando le diga lo que voy a decirle. Con la excepción de Dios no creo absolutamente en nada.

—Escuche, Emmanuelson, ¿tiene usted algún dinero?

—Sí, tengo —dijo— ochenta centavos.

—Eso no es suficiente, y yo no tengo nunca dinero en casa. Pero vamos a ver si tiene Farah.

Farah tenía cuatro rupias.

Al día siguiente, antes del alba, le dije a mis criados que despertaran a Emmanuelson y que nos hicieran el desayuno. Había pensado durante la noche en llevarle en automóvil las diez primeras millas de su camino. No suponía mucho para Emmanuelson, que todavía tendría que hacer ochenta millas a pie, pero no me gustaba pensar que iba a salir desde el umbral de mi casa hacia un incierto destino y, además, quería de alguna manera entrar en su comedia o tragedia. Le hice unos bocadillos y unos huevos duros y le di una botella del Chambertin 1906 que tanto le gustaba. Pensé que podía ser el último trago de su vida.

Emmanuelson, al amanecer, parecía uno de esos legendarios cadáveres cuyas barbas crecen con rapidez bajo tierra, pero salió de su tumba muy gentilmente y se mostró tranquilo y equilibrado cuando íbamos en el coche.

Cuando llegamos al otro lado del río Mbagathi le dije que se bajara del automóvil. El día estaba claro y no había ninguna nube en el cielo. Iba hacia el suroeste. Mientras miraba hacia el horizonte apareció el sol, rojo pálido: «Como la yema de un huevo duro», pensé. En tres o cuatro horas estaría al rojo y pegaría con toda su fuerza sobre la cabeza del caminante.

Emmanuelson me dijo adiós; comenzó a caminar y luego se volvió y dijo adiós una vez más. Sentada en el automóvil le contemplaba y pensé que le encantaba tener un espectador. Pensé que su instinto dramático era tan fuerte en él que en aquel momento sería consciente de estar abandonando el escenario, de desaparecer, viéndose a sí mismo con los ojos de su público. Sale Emmanuelson. ¿No podrían las colinas, las zarzas y el camino polvoriento compadecerse y durante un segundo convertirse en cartón?

La brisa de la mañana hacía flotar los faldones de su gabán en torno a sus piernas, el cuello de la botella asomaba por uno de sus bolsillos. Sentí mi corazón lleno con el amor y la gratitud que los que se quedan en casa sienten por los viajeros y caminantes del mundo: los marineros, los exploradores y los vagabundos. Al llegar a la cima de la colina y se volvió, se sacó el sombrero y me saludó con él, sus largos cabellos caían alborotados sobre la frente.

Farah, que estaba conmigo en el automóvil, me preguntó:

—¿Adónde va ese Bwana?

Farah llamaba a Emmanuelson Bwana por respeto a su propia dignidad, porque había dormido en la casa.

—A Tanganyka —dije.

—¿A pie? —preguntó.

—Sí —dije.

—Que Alá le acompañe —dijo Farah.

Durante todo el día pensé mucho en Emmanuelson y de casa a mirar la carretera de Tanganyka. Por la noche, sobre las diez, escuché el rugido de un león a lo lejos, por el suroeste; media hora después lo volví a oír de nuevo. Me pregunté si no estaría sentado sobre el viejo gabán. Durante la semana siguiente intenté conseguir noticias de Emmanuelson y le dije a Farah que preguntara a sus conocidos indios que conducían camiones hasta Tanganyka, si algún camión lo había pasado o se lo había encontrado en la carretera. Pero nadie sabía de él.

Medio año después me sorprendió recibir una carta certificada desde Dodoma, donde no conocía a nadie. La carta era de Emmanuelson. Contenía las cincuenta rupias que le había dejado cuando intentaba marcharse del país y las cuatro rupias de Farah. Aparte de esa suma, que era el último dinero del mundo que esperaba volver a ver, Emmanuelson me enviaba una carta, larga, sensible y encantadora. Tenía un trabajo como encargado de un bar en Dodoma, cualquiera que fuera el tipo de bar que pudiera haber allí, y le iba bien. Se veía que sabía ser agradecido, recordaba todo lo de su noche en la granja y repetía varias veces que se había sentido entre amigos. Me contaba detalladamente su viaje a Tanganyka. Hablaba muy bien de los masai. Se lo habían encontrado en el camino, lo habían llevado con ellos, mostrándose muy amables y hospitalarios, y había hecho casi todo el viaje en su compañía, por muchos atajos. Les había entretenido cantándoles sus aventuras en diferentes países y se lo pasaron tan bien que no querían dejarle. Emmanuelson no sabía ni una palabra de masai, así que para contarles su odisea tuvo que recurrir a la pantomima.

Era justo, pensé, que Emmanuelson hubiera buscado refugio entre los masai y que ellos se lo hubieran dado. La verdadera aristocracia y el verdadero proletariado del mundo comprenden la tragedia. Para ellos es el fundamental principio de Dios y la clave, la clave menor, de la existencia. En esto se diferencian de la burguesía de todas las clases, que niega la tragedia, que no la tolera y para la cual la propia palabra es desagradable. Muchas de las incomprensiones entre la clase media de colonos emigrantes y los nativos nacían de ese hecho. Los taciturnos masai, que son a la vez aristócratas y proletarios, reconocerían en el solitario caminante de negro a una figura trágica; y el actor trágico, con ellos, había dado lo mejor de sí.

VI
Visitas de amigos

Las visitas de mis amigos eran siempre alegres acontecimientos, y en la granja se sabía.

Cuando uno de los largos safaris de Denys Finch-Hatton estaba tocando a su fin, me encontraba una mañana a un joven masai apoyándose en una larga y esbelta pierna fuera de mi casa.

—Bedar está de vuelta —me anunciaba—. Estará aquí dentro de dos o tres días.

Por la tarde, un
toto
de una aparcería de los confines de la granja se sentaba y me esperaba en el prado para decirme en cuanto yo llegaba:

—Hay una bandada de gallinas de Guinea en un recodo del río. Si quieres cazar para Bedar, cuando llegue, te acompañaré en el crepúsculo para mostrarte dónde están.

Other books

Not in the Script by Amy Finnegan
A Newfound Land by Anna Belfrage
The Book Thief by Markus Zusak
The Chelsea Girl Murders by Sparkle Hayter
Alexias de Atenas by Mary Renault
Kept by Him by Red Garnier
Command Authority by Tom Clancy,Mark Greaney
Final Settlement by Vicki Doudera
The Work and the Glory by Gerald N. Lund