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Authors: Isak Dinesen

Tags: #Drama

Memorias de África (24 page)

Para los grandes viajeros que había entre mis amigos creo que la granja tenía su encanto, porque era inalterable y allí estaba, vinieran cuando vinieran. Viajaban por vastos países y levantaban sus tiendas en muchos lugares, y les gustaba encontrarse con que mi camino seguía siendo inmutable como la órbita de una estrella. Les gustaba volver a encontrarse con rostros familiares y yo tuve los mismos criados todo el tiempo que permanecí en África. Yo estaba siempre deseando irme lejos de la granja y ellos venían con el deseo de libros, sábanas de lino y la fresca atmósfera de una habitación grande y las persianas bajadas; en sus fuegos de campamento pensaban en las alegrías de la vida en la granja, y cuando llegaban me preguntaban ansiosamente:

—¿Has enseñado a tu cocinero a hacer una
omelette a la chasseur
? ¿Te han llegado los discos de
Petrouchka
en el último correo? Llegaban y se quedaban en la casa, aunque yo estuviera fuera, y Denys solía hacerla cuando estaba de visita en Europa. «Mi retiro silvestre», le llamaba Berkeley Cole.

En pago por los beneficios de la civilización, los viajeros me traían trofeos de sus cacerías: pieles de leopardo y de gatopardo para hacerme gabanes en París, pieles de serpientes y de lagarto para zapatos, y plumas de marabú.

Para que se sintieran a gusto, mientras estaban fuera, experimentaba con muchas recetas curiosas de los viejos libros de cocina, e intentaba que crecieran flores europeas en mi jardín.

Una vez, cuando estaba en mi patria, Dinamarca, una vieja dama me dio una docena de hermosos bulbos de peonía que yo traje al país con bastante dificultades, porque las regulaciones de la importación de plantas eran estrictas. Cuando los planté salieron casi inmediatamente una gran cantidad de tallos curvilíneos, de color carmesí oscuro, y después muchas hojas delicadas y redondos capullos. A la primera flor que se abrió le puse
Duchesse de Nemours
, era una larga peonía blanca, muy noble y rica, que daba un abundante perfume fresco y dulce. Cuando la corté y la puse en agua en mi sala de estar, todas las personas blancas que entraban en la habitación se detenían y la contemplaban. «¡Cómo, una peonía!». Pero poco después todos los capullos de mis plantas se marchitaron y cayeron y no pude tener más que aquella única flor.

Unos años después hablé con el jardinero inglés de lady McMillan, en Chiromo, sobre peonías.

—No hemos conseguido que crecieran peonías en África —me dijo—. Hasta que no consigamos que florezca un bulbo importado y podamos coger la semilla de esa flor. Así hemos conseguido espuelas de caballero en la colonia.

De esa manera hubiera podido introducir las peonías en el país y hacer mi nombre inmortal, como el de la
Duchesse de Nemours
; y arruiné la gloria del futuro cortando mi única flor y poniéndola en agua. A menudo soñé que la peonía blanca
[3]
crecía y me alegraba, porque después de todo no la había cortado.

Amigos de otras granjas y de la ciudad venían a la casa. Hugh Martin, de la Oficina Territorial, venía de Nairobi a hacerme compañía; era una persona brillante, versada en literatura rara del mundo, que había pasado la vida pacíficamente en el Servicio Civil de Oriente, y allí, entre otras cosas, había desarrollado un innato talento para asemejarse a un ídolo chino inmensamente gordo. Me llamaba Cándido y él mismo era un curioso Doctor Pangloss de la granja, firme y apaciblemente arraigado en su convicción de lo absurdo y despreciable que era la naturaleza humana y el Universo, y contento de su fe, ¿por qué iba a ser de otro modo? Apenas se movía de su butaca una vez que se había sentado en ella. Con la botella y la copa frente a él, el rostro tranquilo y radiante, un hombre gordo, en paz con el mundo y confiado en el diablo, con ese sello de limpieza que tienen sus discípulos con preferencia a los del Señor, explayaba sus teorías sobre la vida, iluminadas por ideas que eran como centelleantes y fosfóricas emanaciones de materia y pensamiento.

Joven, de gran nariz, Gustav Mohr, noruego, irrumpió una tarde súbitamente en la casa procedente de la granja que dirigía al otro lado de Nairobi. Era un espléndido granjero y me ayudó en las tareas de la granja de palabra y de hecho más que cualquier otro hombre en el país —con alegre disposición, como si fuera algo razonable que los granjeros, o los escandinavos, se mataran trabajando unos por otros.

Aterrizó en la granja, como la lava de un volcán, porque tenía una mente inquieta. Decía que era como para volverse loco un país donde se esperaba que un hombre sobreviviera hablando de bueyes y de sisal, su alma estaba hambrienta y no soportaba más. Nada más llegar a la casa se ponía a hablar, hasta más allá de la medianoche, de amor, comunismo, prostitución, Hamsun, la Biblia, envenenándose con un horrible tabaco todo el tiempo. Apenas comía y no me escuchaba si yo intentaba meter baza. Gritaba, resplandecía con el fuego que había en su interior y embestía con su salvaje y rubia cabeza. Tenía muchas cosas que decir y a medida que hablaba más cosas se le ocurrían. De repente, a las dos de la mañana, dejaba de hablar. Se quedaba pacíficamente sentado durante un ratito, el rostro con expresión humilde, como un convaleciente en el jardín de un hospital, se levantaba y se iba en su automóvil a una terrible velocidad preparado para seguir viviendo, una vez más, del sisal y de los bueyes.

Ingrid Lindstrom venía a quedarse en la granja cuando podía dejar uno o dos días la suya, sus pavos y su huerto de legumbres en Njoro. Ingrid tenía la piel tan clara como el alma y era hija y esposa de oficiales suecos. Ella y su marido habían venido con sus hijos a África como en una alegre aventura, una excursión, para hacer fortuna rápidamente y compraron un campo para cultivar lino, porque en aquellos tiempos la tonelada iba a quinientas libras y cuando, poco después, bajó a cuarenta y el campo de lino y la maquinaria no valían nada, se dedicó con todas sus fuerzas a salvar la granja para su familia, poniendo un gallinero y una huerta y trabajando como una esclava. Durante todos aquellos apuros se enamoró perdidamente de su granja, de sus vacas y de sus cerdos, de los nativos y de las legumbres, de su trocito de suelo africano, con tan grande y desesperada pasión que hubiera vendido a su marido y a sus hijos para conservarlos. Ella y yo, en los malos tiempos, habíamos llorado la una en brazos de la otra, ante el pensamiento de que podíamos perder nuestra tierra. Era feliz cuando Ingrid venía a estar conmigo porque tenía la sincera e insinuante jovialidad de una vieja campesina sueca, y en su rostro curtido brillaba la vigorosa y fuerte dentadura de una valkiria sonriente. Además, todo el mundo quiere a los suecos, porque en medio de sus penas se las guardan dentro de su pecho y se muestran tan valerosos que irradian su luz a lo lejos.

Ingrid tenía un viejo cocinero y criado kikuyu que se llamaba Kemosa, que desempeñaba diversos oficios para ella y se entregaba a los planes de su ama como si fueran propios. Trabajaba día y noche en el huerto y en el gallinero, y hacía también de aya para los tres niños pequeños, llevándolos y trayéndolos a su internado. Cuando yo iba a visitar su granja en Njoro, Kemosa perdía la cabeza, lo abandonaba todo y hacía los mayores preparativos posibles para recibirme. Tan impresionado estaba por la grandeza de Farah que incluso mataba pavos. Ingrid decía que consideraba su relación con Farah como el mayor honor de su existencia.

La señora Darrell Thompson, de Njoro, a quien yo apenas conocía, vino a verme cuando los médicos le informaron que solo le quedaban unos meses de vida. Me dijo que acababa de comprar un poni en Irlanda, un saltador de concurso —porque los caballos eran para ella, en la vida y en la muerte, la cumbre y la gloria de su existencia—, y que ahora, después de hablar con los médicos, había pensado en mandar un telegrama para que no se lo enviaran, pero que luego habían decidido dejármelo a mí cuando se hubiera muerto. No volví a pensar apenas en ello hasta que medio año después de su muerte el poni, «Poor-box», apareció en Ngong. «Poor-box», cuando vino a vivir con nosotros, demostró ser el ser más inteligente de toda la granja. De aspecto no valía mucho, grueso y ya mayor; Denys Finch-Hatton solía montarlo, yo casi nunca lo hacía. Pero mediante su astucia y su prudencia, sabiendo exactamente lo que quería, entre los jóvenes, lustrosos y orgullosos caballos comprados para la ocasión por la gente más rica de la colonia, ganó la competición de salto de Kabete, celebrada en honor del Príncipe de Gales. Con su habitual aspecto modesto y recatado volvió a casa con una gran medalla de plata y, después de una semana de extrema ansiedad, hubo grandes y radiantes estallidos de éxtasis y triunfo en mi casa y en la granja entera. Murió de enfermedad caballar seis meses después y se le enterró fuera de su establo, bajo los limoneros; todos le lloramos; su nombre seguirá viviendo después de él.

El viejo señor Bulpett, que en el club le llamaban Tío Charles, solía venir a cenar conmigo. Era un gran amigo y una especie de ideal para mí, el caballero inglés de la época victoriana y que se sentía a gusto en nuestra casa. Había cruzado a nado el Helesponto, había sido uno de los primeros en escalar el Mattherhorn y en su primera juventud, quizá en los años ochenta, fue amante de la Bella Otero. Me contaron que ella le arruinó y luego lo dejó. Para mí era como si tuviera sentado a cenar a Armand Duval o al Chevalier des Grieux. Tenía preciosos retratos de la Otero y le gustaba hablar de ella.

Una vez cenando en Ngong, le dije:

—He visto que se han publicado las memorias de la Bella Otero. ¿Aparece usted en ellas?

—Sí —dijo—, aparezco. Con otro nombre, pero soy yo.

—¿Qué escribe de usted?

—Escribe —dijo— que yo era un joven que gasté cien mil libras por ella en seis meses, pero que lo que recibí valía la pena.

—¿Y cree usted —dije riendo— que valía la pena?

Se quedó pensando en mi pregunta un momento.

—Sí —dijo—. Ya lo creo.

Denys Finch-Hatton y yo hicimos una excursión con el señor Bulpett hasta la cima de las colinas de Ngong para celebrar su setenta y siete aniversario. Cuando nos sentamos allí comenzamos a discutir qué haríamos si nos ofrecieran un par de alas de verdad, de las que no podríamos despojarnos nunca, si las aceptaríamos o las rechazaríamos.

El anciano señor Bulpett contemplaba la gran extensión que estaba debajo de nosotros, las verdes tierras de Ngong y el Valle de la Falla Grande al oeste, como si se dispusiera a volar sobre ellas en cualquier momento.

—Aceptaría —dijo—, seguro que aceptaría. No nada mejor. Después de pensar durante un momento añadió:

—Supongo que si fuera una dama me lo pensaría.

VII
El noble pionero

En lo que respecta a Berkeley Cole y Denys Finch-Hatton, casa era un establecimiento comunista. Se sentían orgullosos de que todo lo que en ella había fuera suyo y traían cosas que creían que le faltaba. Consiguieron que la casa tuviera una elevada categoría en vino y en tabaco, y me traían libros y discos de gramófono de Europa. Berkeley llegaba con un automóvil cargado de pavos, huevos y naranjas de su propia granja en Monte Kenya. Los dos querían que me convirtiera en una experta en vinos como ellos y gastaban mucho tiempo e ideas en la tarea. Les gustaba mucho mi cristalería y mi porcelana danesas, y solían montar en la mesa del comedor una alta y resplandeciente pirámide con toda la cristalería, una pieza sobre otra; les gustaba verla.

Berkeley, cuando estaba en la granja, se bebía una botella de champán cada mañana en el bosque a las once. Una vez, cuando se estaba despidiendo de mí y dándome las gracias por el tiempo pasado en la granja, añadió que había un único borrón en el cuadro, y era que habíamos utilizado copas toscas y vulgares para nuestro vino que tomábamos bajo los árboles.

—Ya lo sé, Berkeley —le dije—, pero es que tengo muy pocas copas buenas y los criados pueden romperlas al traerlas hasta tan lejos.

Me miró gravemente, su mano en la mía.

—Pero, querida —dijo—, ha sido tan triste.

A partir de entonces hizo llevar mis mejores copas al bosque.

Había algo muy curioso en Berkeley y Denys —sus amigos en Inglaterra sintieron mucho que emigraran y en la colonia eran muy queridos y admirados— y es que, a pesar de todo, eran unos inadaptados. No es que la sociedad los hubiera echado ni que los hubieran expulsado de lugar alguno en el mundo, sino que era una cuestión de tiempo, no pertenecían a su siglo. No podía haberlos producido otra nación que Inglaterra, pero eran ejemplos de atavismo, la suya era una Inglaterra primigenia, que ya no existía. En aquella época no tenían hogar, viajaban de un lado para otro y con el tiempo llegaron hasta la granja. De eso no se daban cuenta. Tenían un sentimiento de culpabilidad por haberse ido de Inglaterra como si sólo hubiera sido por aburrimiento, esquivando un deber que sus amigos seguían cumpliendo. Denys, cuando hablaba de sus años jóvenes —aunque seguía siendo joven—, del futuro y de los consejos que le daban sus amigos en Inglaterra, citaba al Jacques de Shakespeare:

Si alguna vez ocurre

Que cualquier hombre se convierte en asno,

Dejando su riqueza y comodidades

Para agradar a su terca voluntad…

Pero se equivocaba sobre sí mismo, también Berkeley y también, quizá, Jacques. Se creían desertores que alguna vez tendrían que pagar por su obstinación, pero en realidad eran exiliados que soportaban su exilio con buen humor.

Berkeley, si hubiera tenido su pequeña cabeza adornada con una peluca de largos rizos sedosos, hubiera podido pasearse por la corte del rey Carlos II. Hubiera podido sentarse, como un ágil y joven inglés, a los pies de D’Artagnan, el anciano D’Artagnan de
Vingt Ans Aprés
, para escuchar su sabiduría, y guardar sus palabras en su corazón. Me parecía que la ley de la gravedad no se aplicaba a Berkeley, sino que él podía, cuando estábamos sentados por la noche charlando junto al fuego, desvanecerse en cualquier momento a través de la chimenea. Era un excelente juez de los hombres, que no se hacía ilusiones sobre ellos y no sentía rencor. Por una especie de malignidad podía ser de lo más encantador con la gente sobre la que tenía la más baja opinión. Cuando se esforzaba podía ser un inimitable bufón. Pero ser un hombre ingenioso a la manera de Congreve y Wycherley
en plein vingtiéme siécle
precisaba de unas cuantas cualidades más que las que tuvieron Congreve y Wycherley: una luz interior,
grandezza
, una salvaje esperanza. Cuando la burla iba demasiado lejos en su audacia y arrogancia, a veces resultaba patético. Cuando Berkeley, un poco bebido, con el vino en la cabeza, se subía al rocín de su altanería, detrás suyo se movía y crecía su sombra, se precipitaba en un arrogante y fantástico galope como si fuera de noble estirpe y su padre se llamara Rocinante. Pero el propio Berkeley, el invencible burlón, solo en su vida africana, medio inválido, porque siempre tuvo problemas con su corazón, con su adorada granja de Monte Kenya cada vez más en manos de los bancos, hubiera sido el último en reconocer o temer a la sombra.

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