Read Memorias de un sinverguenza de siete suelas Online

Authors: Ángela Becerra

Tags: #Drama, #Romántico

Memorias de un sinverguenza de siete suelas (2 page)

Capítulo 5

Imagino lo que debió pensar mi mujer al abrir el sobre con mi última voluntad. Sabía que la fastidiaría con éste, mi postrer deseo. Aunque, de todos los anhelados, fuera el que menos acompañara a mis verdaderas ganas; las que no le conté a ninguno, ni siquiera a Juan, mi único amigo. Las que ahora, que nadie puede oírme, grito: haber terminado mis días pegado a mi Alma hasta morir de amor y de viejos. Pero hubiese sonado ridículo y del todo increíble, pues estoy convencido de que nadie, absolutamente nadie, ni siquiera el más listo habría imaginado que dentro de mí existía un corazón limpio, capaz de sentir amor por ninguna mujer. Que yo era el desperdicio de un amor triste y frustrado. Sorprende que no se me hubiera notado, siendo yo tan pasional y vehemente en todas mis acciones, pero también de eso se trataba: de engañarlos.

No sé realmente si estando en un cajón, ya de por sí algo tan jodido, pueda uno aspirar a tener un último deseo. Ahora sólo pienso en el hecho de sentirme aquí, tan quieto, en este espacio opresivo, con el aire viciado a colonia y silencio; un aire sin vuelo, estancado y mustio. Estando aquí, encerradito en esta acojinada estancia, pienso que todos los mortales, en algún momento de su vida tendrían que ensayar a estar muertos; sí, tal como lo oyen. Meterse en la última residencia. Probar la comodidad del cajoncito y su nula capacidad de maniobra. Estoy convencido de que si se hiciera, las funerarias terminarían desapareciendo, pues les aseguro que éste, sin lugar a dudas, es el peor sofá en el que me he tumbado. Pero, en fin, no nos quedemos en tantas elucubraciones y vayamos al grano. Lo que me movió a montar tremendo funeral fue el hecho de querer ser finalmente como ellos.

Me gasté la vida entera tratando de colarme en sus clubs, en sus romerías y sus fiestas; en sus fastuosos encuentros desbordados de linajes, pasados, pedigrís y reglas elitistas que les hacían sentir superiores; aunque hoy, visto lo conseguido, no puedo quejarme. Sevilla acabó rendida a mis pies; por las buenas y por las malas. Y ésa fue mi gran venganza. Logré enquistarme en ellos como un grano que les nació en plena frente, y por más que trataron de extirparlo creció y creció hasta que de tanto verlo reflejado en sus espejos acabaron por aceptarlo a regañadientes.

Siempre quise tener un funeral majestuoso, no sé por qué. Quizá me viniera de la infancia; de cuando atravesaba el puente que me separaba de ellos, ese río que dividía a los que tenían más de los que no teníamos. Le dije a mi madre que oiría hablar de mí, que yo vengaría sus carencias, pero desgraciadamente se fue antes de verlo, y aunque me suplicó que siguiera por la amable senda del conformismo, me negué a obedecerla. Ésa se la dejé a mis dos hermanos, tan pusilánimes y apocaditos los pobres. Lo mío era más fuerte que yo. Yo sería Grande, no como don Lucio Martineo de Zurita y González, que heredó sus linajes como si los hubiera ganado en una tómbola. ¡No!, yo sería Grande por méritos propios. Creo que tenía metido en el tuétano de mis huesos mi humilde nacimiento. Un hecho que, evidentemente, no pude controlar. Mi madre dando alaridos en su casa pariéndome, por no tener ni una mísera peseta para pagar un parto decente en una clínica, con sábanas limpias, monjitas y enfermeras arropándome con una manta de
cashmere
, en lugar de esa habitación oscura y helada. No, no se lo merecía. Y mi padre, el pobre, tan mínimo, tan don nadie en su condición de lustrabotas sin zapatos que brillar. Lamiendo con su lengua los desprecios de los señoritos apostados delante del Hotel Alfonso XIII, que era donde se reunían los perfumados de pañuelo y gomina; eso cuando le dejaban hacerse en el último rincón, donde no estorbaba ni a los perros.

Ahora vais a decir que les tenía envidia y os aseguro que no era nada de eso, en absoluto. Era más bien una fuerza venida de no sé dónde, de demostrarle al mundo que se puede ser Grande habiendo nacido Ínfimo. Que todo parte de la convicción y la seguridad que tengas en ti. Del querer ser y levantarte cada día con esa idea recorriendo tu sangre hasta ponerla en ebullición. Que este tipo de cosas no las da ni el linaje ni una excelente nutrición, porque ahora que nadie me oye ya puedo confesarlo: ni siquiera leche pude beber en mi infancia, salvo algún que otro sorbo robado en la vaquería de la esquina antes de que me persiguieran por ladrón; ni carne, salvo los restos que roía en las basuras de los restaurantes de la calle Betis y que compartía con los perros; ni huevos, salvo el único que me daba mi madre por mi cumpleaños y que tenía que esperar trescientos sesenta y cinco días para volver a degustar.

¡Dios, cómo me aburro en esta inmovilidad! ¿Cuánto tiempo habrá pasado desde que me metieron aquí? Parece que le hubieran arrancado las agujas al reloj, a no ser por el continuo tic tac del viejo Junghans, que con su péndulo sigue marcando mi silencio. Me tendrían que haber dejado con los ojos abiertos, ¡maldita sea!, no sé cómo no se me ocurrió ponerlo por escrito; por lo menos me distraería viendo las caras de mis deudos asomándose con su curiosidad malsana, imaginando el día en que en mi lugar fueran ellos los que reposaran su cabeza en esta almohada final. Me lo estaría pasando en grande observando sus expresiones, muchas de ellas, estoy convencido, de falsa conmiseración. ¿Vendrá ella a despedirse de mí?

Mi Alma, ¡Ay… mi Alma! Amor mío, ¿quién te habrá comunicado mi muerte? ¿Qué debiste sentir al enterarte? ¡Pobre amada mía, cuánta vida perdida! Teniendo todos los años, no tuvimos casi tiempo de nada. Aunque si hubiera sabido que justo despedirnos iba a terminar así, me habría quedado pegadito a tu pecho, abrazado a tu vientre; tal vez me hubieras librado de la muerte. No te imaginas lo feliz que fui en esas horas. Esa tarde la guardaré para siempre, amor mío de mi vida tuya.

Capítulo 6

La casa, si es que a aquel maravilloso palacio se le podía llamar así, estaba ubicada en el Paseo de las Delicias. En la Exposición Universal de 1929 había sido sede del Pabellón de Colombia. Un espléndido templo dedicado a Bachué, la diosa femenina creadora del género humano. Durante su infancia, Francisco había pasado cada día por delante para ir al colegio y su extraña fachada lo intimidaba. Aquellas esculturas de mujeres desnudas custodiando la entrada se le clavaban en las ingles y le invitaban a vivir oscuras delicias que su imaginación saboreaba. Se empeñó en comprarla a pesar de que Morgana, su mujer, le insistió en que no sería en absoluto cómoda como residencia. Pero él, que siempre se salía con la suya, la remodeló magníficamente, construyendo en sus terrenos tres pabellones de salones majestuosos y exuberante vegetación donde se paseaban a sus anchas altivos flamencos, casuarios y pavos reales. Con pasillos acristalados que se comunicaban desde el interior con la nave central. En ella había sido colocada la capilla ardiente.

Una cola larga y sinuosa como humo retorcido colapsaba la avenida de la Palmera y desembocaba en la entrada del lujurioso pabellón. Miles de personas vestidas de solemnísimo luto aguardaban impacientes su turno para ver al finado y presentar sus condolencias; algunos de ellos sólo iban a matar la curiosidad de ver al vivo, al más vivo de todos los vivos sevillanos, finalmente muerto. Otros, los que más, iban porque verdaderamente sentían el profundo dolor de su desaparición.

El inmenso portal de hierro retorcido parecía a punto de venirse abajo ante tal avalancha. Al traspasarlo, la estancia se convertía en un santuario. Una isla de grutas y fuentes cristalinas en las que maravillosas Vírgenes —la del Rocío, la Esperanza Macarena— se bañaban a la luz de una paz vegetal rota por el bullicio enardecido que pujaba por entrar.

Millares de velas y antorchas encendidas convertían el jardín en un mágico escenario de libélulas y cocuyos danzarines, donde un embriagante aroma de azahares, que a pesar de la canícula veraniega continuaban florecidos, insistía en perfumarlo todo.

Aunque el amanecer había anunciado un día de sol rotundo, en el instante en que los empleados de la funeraria instalaron el féretro en el salón —las once en punto de la mañana—, Sevilla entera se oscureció de golpe. Todo se detuvo. Bares, terrazas, quioscos, restaurantes, tiendas, bazares, mercados y cuantos establecimientos estaban abiertos cerraron sus puertas en una coreografía mustia y triste, colgando en sus vidrieras y portales carteles con la frase «“El Hermoso” ha muerto», ante los ojos de cientos de turistas despistados que no daban crédito a lo que presenciaban. Sólo se escuchaba el desconcertante chirrido de ventanas y rejas. Se izaron las banderas a media asta y de los balcones empezaron a ondear crespones que se elevaban como gigantescas águilas al ritmo del lamento de un redoble de campanas como jamás se había escuchado en la ciudad. Era como si un mandato divino hubiese obligado a llorar a todos sus habitantes. Las floristerías producían coronas, mantos, cruces y óvalos de jazmines y fresias —las preferidas del difunto—, placas de marmolitos y claveles, con dedicatorias a cual más triste.

Una luna de pan apareció, bañando de solemnidad el escenario. Las sombras de los asistentes crecían indolentes y burlonas acompañando los gritos de las plañideras y los cantos rocieros que habían sido contratados para llorar y cantar, cuantas horas hicieran falta, la muerte de Francisco Valiente.

En el interior, a modo de palio eclesiástico, cuatro gigantescos cirios encendidos grabados con el escudo familiar custodiaban el ataúd colocado en el centro de la sala. Las llamas crecían, escribiendo con su danza vocales en el borde de los techos. La antigua lámpara veneciana con su luz espectral iluminaba el regio salón cargado de antigüedades traídas de todo el mundo por donde desfilaban la flor y nata de la sociedad andaluza. Gentes de todo rango social que habían estado unidas al difunto en el amor o el odio, la lujuria o la prudencia, el exceso o la contención, la admiración o la repulsa, hacían acto de presencia, reverenciando al hombre que descansaba impasible, elegante y bello sobre la fastuosa cojinería de brocados de seda vicentina. A escasos metros de él, una mujer destacaba —como gota de sangre sobre sábana blanca— por su alegría contenida, su inapropiado aunque espléndido traje de seda rojo palabra de honor y su mantilla dieciochesca bordada a mano por las monjas. A pesar de que nadie entendía el rojo sangre de su vestido, todos los visitantes asumieron que, dadas las bohemias excentricidades del muerto, aquello hacía parte de la
mise en scène
.

—Señora, me uno a usted en la pena —le dijo a la mujer el marqués de Pozoalegre, besando su mano.

—Una incalculable pérdida —añadió el alcalde, recordando la fortuna aportada por el difunto a su última campaña electoral.

—Esta ciudad no será la misma sin él —le susurró al oído la duquesa de Alba, con su hablar difuso de labios ensimismados—. Era un ser absolutamente encantador, querida. ¡Un ángel!

—¡Lo echaremos tanto de menos! Su marido era un auténtico caballero; un hombre como jamás ha existido en Sevilla —añadió emocionado el Hermano Mayor de la Cofradía del Señor del Gran Poder.

—¡Qué desgracia! ¿Cómo podremos seguir sin él? —dijo, con sus ojos encharcados de emoción, un maestrante al tiempo que se enjugaba una lágrima.

—Tanto arte no puede haber desaparecido —comentó compungido el diestro Angelín de Linares.

—No puedo creer que un ser como él no tenga licencia para vivir siempre. Personas así nunca deberían morir. Ha sido el motor de nuestra ciudad —dijo la superiora del colegio Los Valientes de Sevilla.

—Me duele tanto su desaparición. Pensé que iba a ser inmortal —comentó un empresario.

—Los que estamos aquí deberíamos estar orgullosos de haberle tenido entre nosotros —apuntó estremecido el arzobispo—. Lo que hizo por mantener nuestras tradiciones es inconmensurable.

De repente, entre la trastornada y expectante muchedumbre y los pavos reales que aleteaban desorientados en medio del enredo vegetal, se fue abriendo paso con andar solemne una pálida mujer. Su marmóreo rostro, desvanecido entre tules negros, aguantaba con expresión estoica su mutismo. Todos los murmullos cesaron.

Era Alma.

Caminaba despacio, elegante y triste, haciendo caso omiso a la multitud. Era tal su magnetismo que todos acabaron, ungidos por su fuerza, creando un pasillo. A cada paso que daba, sus huellas dejaban pequeños charcos de lágrimas. Se dirigía hacia el féretro, poseída de dolor. Al verla, Morgana levantó la mirada esperando que su cuñada se manifestara ante ella y por un día ambas representaran la comedia de sentirse unidas, aunque sólo fuera por el dolor de una y la alegría de la otra, pero ella hizo caso omiso a la viuda y se plantó delante de Francisco. Nadie dio crédito a lo que vio. Otra vez el reloj moribundo que colgaba de la pared marcó con un quejido ese momento.

Capítulo 7

Estás aquí, amor mío. Te esperaba, te siento. De repente, todo cobra sentido. Puedo oler tu piel…, tu pelo. Tu embriagador perfume me llega como un soplo de vida que me impulsa a levantarme; a despertar de este sueño que me ata y somete. Obligo a mis párpados a que se abran, aunque sólo sea un instante; un último segundo para mirarte y hundirme en las entrañas de tus ojos, pero no responden. No puedo hacer nada. Yo, el todopoderoso Francisco Valiente, debo rendirme a la mísera voluntad de la muerte.

Siento tu respiración…, tu aliento tibio… Pero ¿qué demonios haces? ¿No ves que pueden verte? Por favor, no lo hagas. No quiero que me veas así. ¿No te das cuenta de que el solo hecho de acercarte a mí, después de lo que hemos vivido, puede matarme de nuevo? Me pregunto si un muerto puede morir dos veces. Sí, quizá se puede morir, revivir y remorir siempre que sea el amor el causante de esa muerte. ¿Cuántas veces en mi adolescencia llegué a creer que el día que estuviera contigo moriría? Y al final, fue así. Aunque los médicos hubieran dicho otra cosa, estoy convencido de que mi encuentro contigo me mató. Sabía que mi corazón no resistiría tenerte entre mis brazos.

Alma…, ¡escúchame! Ojalá puedas oírme. Hazme caso aunque sólo sea por una vez en tu vida: no te acerques a Morgana. Es una maldita arpía y no conoce la naturaleza de nuestro amor. Su corazón rezuma venganza y maldad. Nadie entendería lo que por años nos unió en silencio. Ella se encargará de destrozarte ante los ojos de los demás hasta convertir lo nuestro en algo sucio y mezquino. ¿Sabes por qué? Porque has sido lo único verdaderamente limpio y bello que tuve; porque se muere de envidia de no haber conseguido que la amara como a ti; porque haciéndolo, colocándote en boca de todos, tendrá un último regalo: le habremos puesto en bandeja ejecutar su última venganza contra mí. Y la verdad, por lo que a mí respecta, me tiene sin cuidado. Pero tú sigues viva y hará que esas hienas carroñeras te devoren y hagan una carnicería con tu honra. Quizá no te importe, pero a mí sí. Éste es un endemoniado duelo entre nosotros que, para mi desgracia, no acabará con mi desaparición. Su vida se nutre de hacer el mal y ahora me doy cuenta de que debo protegerte. No sé cómo tú y yo acabamos haciendo parte de esta familia tan extraña. Creo que todos ellos están absolutamente locos, sí, locos. Tanta rigidez y contención aunque aparentaran con sus modales, tan educados y pulcros, ser cuerdos y actuaran como dando ejemplo a todos. Una familia de postal retocada, con sonrisas solícitas y ademanes medidos, sin decir ni una palabra de más ni una de menos. Sus mil y una decorosas reglas y ceremonias asfixiaban. Esa falta de naturalidad les convirtió en estatuas de piedra. Monumentos de mármol que de tanto y tanto ensayar regalaban alegrías postizas, enfados silenciosos y rabias e insultos energúmenos, eso sí, tratados por lo bajo para que nadie se enterara, porque el «qué dirán» era el ojo inquisidor. Tú, sin quererlo, me metiste en esto. Bueno, en realidad no fuiste tú, fue tu desgraciado padre el que nos desgració a todos. Si no hubiera pactado tu matrimonio desde tu nacimiento, yo no estaría aquí. Pero ya ves. Un solo gesto, un golpe errado de timón, una decisión de tu «querido» progenitor nos desgració a ti, a mí y de paso a Morgana y a tu marido. Eso, sin contar a nuestros pobres y queridos hijos, los que vinieron de estas uniones equivocadas. Ahora que desgraciadamente no puedes oírme, quiero decirte que lo que más hubiera deseado en esta vida es que mis hijos hubiesen salido de tu vientre. Haber vivido contigo todo lo que no pudimos vivir. Igual te sonará extraño, pues estoy convencido de que todo lo que llegó a tus oídos era que, como hombre, yo no valía nada. Pero no te equivoques. Muchas veces, los seres humanos actuamos no como queremos, sino como podemos. Simplemente somos unos supervivientes y acabamos dejándonos llevar por la vida y sus circunstancias, y al final la vida pasa factura. Ya sé que todos, y sobre todo yo, nos encargamos de denigrar la imagen o idea que podías tener de mí. Me dejé llevar por el instinto animal, por la rabia de haber sido rechazado por ti, y urdí la peor venganza sin saber que vengándome de ti me estaba haciendo un daño irreparable. Me enquisté en tu vida para joderte y acabé jodiéndome y maltratándome como no te imaginas. Lo peor es que nunca te lo dije, y mira que tuve todos los años y ocasiones para hacerlo. Pero empecé un juego que creí que dominaría y éste acabó por tragarme. ¿No lo comprendes? No me extraña. Sería iluso creer que ahora puedas entenderlo todo, cuando hice lo inimaginable para confundirte. Para que me odiaras hasta el límite.

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