Read Memorias de un sinverguenza de siete suelas Online

Authors: Ángela Becerra

Tags: #Drama, #Romántico

Memorias de un sinverguenza de siete suelas (4 page)

Sin mirar a nadie, como si Francisco y ella estuvieran solos, Alma deslizó por entre la americana de Francisco un sobre que traía escondido en el escote, y volvió a colocar la mano de su amado en su pecho. Después, acarició con ternura sus cabellos, las incipientes canas que empezaban a aflorar de sus sienes; sin prisa —un espacio detenido en el tiempo— y con su dedo índice repasó su frente, sus cejas y sus ojos. Se deslizó por su nariz hasta alcanzar la comisura de sus labios. Le arregló el nudo de la corbata azul y finalmente, tras permanecer unos minutos observándolo, se inclinó y besó largamente sus labios.

¿Qué diablos hacía su mujer besando al muerto? ¡Maldita sea! ¿Se había vuelto loca?

—¡Alma! —gritó enfurecido su marido.

Ella parecía enajenada. Por primera vez obedecía al mandato divino de sus sentimientos. ¿Qué importancia tenía que los demás se enteraran de lo que durante toda su vida había guardado? Que vinieran aquellos que se sentían poseedores de la verdad suprema, blandiendo sus espadas viperinas, sus estúpidas reflexiones y sus diatribas sobre el decoro. Que se acercaran con sus dedos acusadores —el que esté libre de culpa que tire la primera piedra—, si es que se atrevían a arrebatarle el único instante de cordura y coherencia. Verían con quién se iban a encontrar. Que sus hijos supieran de una vez por todas que su madre no era santa, ni abnegada, ni sacrificada. Era simple y llanamente una mujer desgraciada, muy desgraciada. La enamorada de un sueño. Que aprendieran la lección, para que nunca les sucediera nada igual. El que se acercara a ella a quitarle ese momento de intimidad iba a encontrarse con una fiera. Porque estaba dispuesta a morder. Sí, morder y desgarrar la carne de quien osara decirle la más mínima palabra.

—¡ALMA! —volvió a gritar Beltrán autoritario, ante la jadeante muchedumbre ávida de espectáculo—. ¡Ven aquí inmediatamente!

El marido se levantó de la silla y como un energúmeno se acercó y la tomó del brazo. Al hacerlo, su mujer le dio una sonora cachetada.

—¡Suéltame! ¿Cómo te atreves a hablarme así? ¿Qué te has creído… mi dueño? ¿Acaso ves en mi frente: «pertenece a Beltrán Romero de Hinestrosa»? Quítame tus manos de encima. No te atrevas a tocarme más en tu puñetera vida.

—Alma, estás fuera de sí. Ven conmigo —le dijo al oído, tratando de retirarla disimuladamente al ver que los observaban.

—¿Qué, tienes miedo a que esta gente… —Señaló con su dedo índice a quienes miraban silenciosos el espectáculo—… piense que eres un cornudo? ¡Por favor! Sabes que toda nuestra vida ha sido una comedia. Una triste y estúpida comedia de malos actores. No te hagas ahora la víctima. Asume que todo ha sido un fracaso. ¿Qué esperabas, un milagro? No me digas que a lo largo de nuestra vida no sentiste que entre nosotros no existía más que un estúpido compromiso. Ni tú ni yo fuimos capaces de enfrentarnos a la verdad, a esa verdad que nos hubiera redimido de este tedio asqueroso que floreció de pura desgana. Quizá en el momento justo en que me desvirgaste con tu machombría nos faltó la fuerza suficiente para decírnoslo a la cara. Sólo te faltó correr con la sábana ensangrentada, la prueba de que ya me habías violado, y enseñarles a tus amigotes y a tus venerados padres que era merecedora de entrar en tu palacio y ser la madre de tus hijos, pues estaba impoluta, virgen y mártir por la gracia tuya.

Mientras lanzaba su diatriba, Morgana se acercó a su hermano y le susurró al oído.

—Haz callar de una maldita vez a tu mujer. Demuestra que eres hombre. ¿Qué diablos te pasa? ¿No te enseñó nuestro padre quién es el que manda en casa? Si no la callas tú por las buenas, la haré callar yo por las malas. No sabes de lo que soy capaz. Esta im… no me va a dañar mi momento de gloria.

Pero Beltrán no hizo nada; no hizo nada porque en el fondo la amaba. Era la mujer de su vida. En verdad no la había elegido él, pero desde el instante en que sus padres habían decretado que lo fuese la había amado con todas sus fuerzas. Alma continuaba hablando, mientras Morgana la acuchillaba con sus ojos de vidrio punzante.

—Reconócelo, Beltrán, nos acostumbramos a esa marmótica rutina del diario vivir. Nos enfundábamos nuestros trajes de aparente avenencia que hacían juego con nuestras amistades. Todos ellos tan felices, tan pletóricos, tan formales, tan educados, tan viajados, tan cultos, tan familiares, tan santos, tan oportunos, tan realizados, tan felices, tan tan tan… ¡¡¡Qué asco!!! Las reuniones de mujeres: «Querida, ¿estás bien?»… ¡Cuánto interés y estúpida formalidad, cuando yo estaba convencida de que les importaba tres pepinos cómo podía sentirme! Y el retintín de siempre de doña perfecta: «No sabes lo que me regaló Javier para mi cumpleaños, es tan maravilloso». ¡Por favor!… ¿y las neuronas? ¿De recreo? ¡No! ¡Muertas por falta de riego sanguíneo! Pero con hablar de haber leído el bestseller de moda o haber asistido a la última exposición en la Tate Modern de Londres o a la del Pompidou de París todo quedaba resuelto, y como todas iban de iguales, la listilla que tenía un poco más en su haber «cultural» ganaba. Ya se sabe que entre los ciegos, el tuerto es rey.

»¿Crees que íbamos a vivir así hasta que la bendita muerte nos separara? ¿Qué seguiríamos haciéndonos los locos, los mentirosamente felices, los amalgamadamente unidos, los inmutables para siempre? Ay, mi pobre Beltrán, ¡qué ingenuo llegas a ser! Nadie, ni tú ni yo ni la endiosada y pobrecita tonta de tu hermana, que de seguro en este mismo instante me mataría si pudiera. —Miró a Morgana, que se acercaba peligrosamente a ella—. ¿A que tengo razón, Morgana, a que te encantaría acabar conmigo, pero hay demasiados testigos, verdad? Ninguno nos merecemos esta parodia, Beltrán. Y en ese ninguno no incluyo a Francisco porque ya no está. Ya hemos sufrido suficiente, ¿no crees?

De repente, un aleteo enloquecido hizo que el salón se silenciara por completo. Una humareda azul iridiscente entró desde el jardín, dejando a su paso un desordenado rastro de plumas que flotaban en el aire como diminutos pájaros en vuelo. Un esplendoroso pavo real se posó en el féretro y elevando su cabeza retó a todos con su mirada. Instantes después, abrió su fastuoso plumaje; sus ocelos dorados en azul y verde se convirtieron en ojos pendencieros. El animal lanzó un graznido espeluznante que silenció a Alma y a los asistentes al velorio. El salón quedó sumido en un erizado mutismo. Minutos más tarde, una vez hubo conseguido que su presencia cerrara la discusión, volvió a elevarse. Voló hasta Alma y se posó entre ella y Beltrán, convirtiéndose en su escudo protector. Se sacudió con fuerza, sabiéndose todopoderoso, y de nuevo extendió su cola con soberbia. Morgana se acercó a él y, como si hablara con una persona, le ordenó.

—Lárgate de aquí, maldito bicho. ¡Os voy a matar a ti y a todos! De vosotros, no quedará ni una sucia pluma viva. ¡Lo juro! Ya se os fue vuestro protector. ¡Laaaaargoooo!

Pero el pavo real la miraba desafiante.

—No me lo puedo creer. Este asqueroso pajarraco mira como mi marido. ¡Fuera de aquí, Francisco! ¡Lárgate de una puta vez! ¡Déjame en paaaaaaaaazzzz!

De pronto, de entre la muchedumbre, una esbelta joven de larga y negra melena y rostro inmaculado se abrió paso hasta acercarse a Morgana y la abrazó.

—Madre, creo que necesitas descansar. —Y dirigiéndose a los comensales, continuó—: Por favor, perdonad. Ha sido un día muy duro para la familia. ¡Lo sentimos muchísimo! Estamos destrozados con la muerte de mi padre.

—¿Qué tonterías estás diciendo, Macarena? ¡Suéltame! No necesito descansar, ¿qué demonios te inventas? Ahora es cuando empieza mi vida. Soy libre, ¡LIBRE! ¿Es que no os dais cuenta?

—Madre, por favor —insistía con dignísima paciencia su hija, mientras en la puerta del jardín se agolpaban, inquietos y ordenados como un ejército alado, decenas de pavos reales.

Unos encima de otros fueron formando una torre azul, que acabó por sellar la entrada del salón. La estancia se convirtió en un templo añil fosforescente. Una especie de altar indio cuyos dioses emplumados clamaban justicia. Era como si la luna se hubiera derramado sobre la estancia, tiñéndolo todo con su luz.

Capítulo 11

¿Creíste que no iban a hacer nada por mí? Ay, Morgana, Morgana, querida, piensa un poco. Mis pavos reales conocen tanto como yo tu odio; lo han vivido en carne propia. Tienen grabado lo que hiciste aquella noche con el que más amaba. ¡Qué malvada has llegado a ser! Mira que aparecer en la fiesta de nuestro veinte aniversario portando en la bandeja mi idolatrado pavo. No te lo perdonaré jamás. Tu histérica risa de alegría, los velos de tu vestido azul flotando a tu alrededor, la humeante fuente adornada con motivos alegóricos a él. El aroma a especias y a carne jugosa; aquel tocado en tu pelo hecho con sus plumas. ¡Retorcida alimaña, así te pudras! Cuando te vi entrar en el salón, supe que algo maquiavélico te traías entre manos. Y cuando depositaste la bandeja en la mesa y me miraste a los ojos con ese cariño indescriptiblemente helado, me di cuenta de lo que habías realizado. Hay que ser muy mala para hacer lo que hiciste. Planear con tanta frialdad aquella muerte: ¡un asesinato! Eso fue lo que cometiste. No sabes lo que deseé estrangular tu delicado cuello con el
foulard
que llevabas, pero me aguanté cuando vi cómo reía tu mejor amiga. Allí empecé a planear mi venganza: dulce, dulcísima venganza. La próxima sería su idolatrada hija; una nueva conquista, otra virginidad en mi libro de cuentas… un pavo real más que engrosaría mi haber. ¡Ja! Todos saborearon y agasajaron tu culinaria. Y hasta yo acabé riendo y comiendo de tu cocinado, alegre porque ya había encontrado cómo joderte. ¡Se me daba tan fácil!

Por eso, no te asombres si ves lo que ellos hacen por mí; porque, aunque yo no esté, van a proteger lo que tanto he amado. Porque me conocen más que nadie y saben de mi vida secreta. Saben a quién he amado y sigo amando (¡joder, cómo me molesta esta incómoda quietud! Esto no es tan confortable como aparenta, os lo aseguro).

Escúchame bien, Morgana. Si te atrevieras a hacerle algo a Alma, si por un instante se te pasara por la cabeza rozarla o herirla, aunque sólo fuera con el pétalo de una rosa, toda la manada se lanzaría contra ti. Que te quede bien clarito, que con los
Pavo cristatus
no se juega. Me los he estudiado a fondo: son fieros aunque aparenten sólo belleza.

En cuanto a ti, mi Alma, ¡qué bien has estado! Cómo desearía aplaudirte. Te juro que he hecho todo lo que he podido para que mis manos se juntaran y poder celebrar la actuación que acabas de realizar. ¡Has estado magistral! ¡Cuánta fuerza y valentía! La que, desgraciadamente en este menester, me faltó a mí en vida. Qué ironía que hayas sido tú la que al final te lanzaras a evidenciarlo todo sólo con un gesto: tu beso. Eso sí, tengo que decirte que he sentido auténtica pena por tu marido. ¡Pobre Beltrán! Siempre fue un pelele en manos de sus padres y su hermana. Tan educado y aconductado. Tan temeroso de hacer lo incorrecto. ¡Pobrecillo, lo tenía todo para ser feliz, absolutamente todo! No como yo, que me tocó trabajármelo duro para conseguir, entre comillas, lo que quería. A él le dieron, en bandeja de plata, dinero, posición, futuro (con novia de «buena familia» incluida); pero ni aun así supo aprovecharlo. No lo culpo. Tampoco podía, tampoco pudo. Tú eras mía, a pesar de su compromiso matrimonial. Desde el momento en que te vi aparecer por primera vez en el Parque, nuestra unión quedó escrita en el alma de los dos: en la tuya y en la mía. Con nuestro infantil pacto de sangre. Sin ceremonias extraordinarias ni público. Tu sangre y la mía mezcladas. Tus ojos y los míos, fusionados por la bendita bendición de la retina, la que no vende ni compra absolutamente nada porque no tiene ni idea de lo que es el dinero y las conveniencias.

La vida a veces es tan injusta. ¡¡¡Dios mío, le da pan al que no tiene dientes!!! Y tu marido no tenía los suficientes para morder el tierno pan que se le brindaba. No se daba cuenta. Nadie se da cuenta. Ni siquiera cuando se trata de pegar el primer bocado. Eso siempre lo decía mi madre. ¡Somos tan torpes! Dejamos pasar lo bueno pensando que todavía vendrá algo mejor… y así vamos… Si por un segundo nos dejaran ver nuestro futuro, cuántas cosas atraparíamos en el instante, cuántos aciertos florecerían. Entonces, la tristeza y la frustración seguramente no existirían. Pero nos tocó aprender a base de errores; de darnos contra la pared creyendo encontrar en ella la salida.

La mayoría de los mortales nos movemos por el mundo dando saltitos, como en el juego de la oca: de error en error y tiro porque me toca. Estamos con la gente equivocada. Edificamos nuestra vida según los cánones de la sociedad. ¿La sociedad? ¿Qué demonios quiere decir eso? Yo esperaba el gran milagro. ¿Y cuál era mi milagro? Que la vida me llevara al amor verdadero. A ti, mi Alma. Que el amor fuese eterno y se elevara por encima de toda la inmundicia humana. Que derribara los obstáculos, las idiotas barreras creadas por la sociedad. ¿Y qué diantres hizo? Llevarme a todas las mujeres habidas y por haber; a todas menos a ti. Yo no quería, pero mi ego, eso que después de filosofar mucho se yergue en el calzoncillo, ese colgajo del cual dependía para quedar bien ante ellas, se lo gozaba. Me convertí en el gran pavo real, el REY de algo intangible: la NADA, con penacho incluido. ¿Sabes lo que llegué a hacer? Sólo tú, mi vida, podrás entenderme. Cada vez que conquistaba a una «Virgen», que me follaba a una mujer impoluta, al día siguiente me compraba un pavo real que aparecía en el jardín pavoneándose de su conquista. Todos creíais que lo hacía porque tenía debilidad por esos animales y cuando oía vuestros comentarios me burlaba, aclaro que sin ninguna mala intención. Simplemente me sentía como un niño haciendo pilatunas.

Mi amor, te juro por mi vida… bueno, por mi muerte, ya que estoy muerto remuerto, que nada significaba para mí todo eso. ¡Estaba tan perdido! Por Dios, ¡qué gilipollas llegué a ser!

Alma, amor, ayúdame a limpiarme. Ahora que lo confieso todo siento un descanso como no te imaginas. No tengo ningún reparo en hablar contigo y tratar de que me entiendas, porque estoy convencido de que tu amor sobrevuela estas ridiculeces. Porque sé que tu grandeza es capaz de entender mis miserias. Es posible que no sea el único que haya actuado así. Me avergüenzo tanto que no te imaginas. Pero sé, tengo la absoluta certeza después de lo que he visto que has hecho, que me entiendes. Has comprendido mis debilidades.

Todo lo hacía porque no podía tenerte. Porque para mí eras inalcanzable. ¡Cuánto vacío! Me he hallado perdido. Aparte de ti, los únicos que han tenido valor en mi vida son mis hijos. Ellos han sido el gran bastión. Siempre estarán por encima de mis miserias y en estos momentos soy incapaz de meterlos en mi desasosiego.

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