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Authors: Luis Buñuel

Tags: #Biografía, Referencia

Mi último suspiro (24 page)

Era difícil hablar de pintura y poesía cuando sentíamos aproximarse la tempestad. Cuatro días antes del desembarco de Franco, García Lorca —que no podía apasionarse por la política— decidió de pronto marcharse a Granada, su ciudad. Yo intenté disuadirle, le dije:

—Se están fraguando auténticos horrores, Federico. Quédate aquí. Estarás mucho más seguro en Madrid.

Otros amigos ejercieron presión sobre él, pero en vano. Partió muy nervioso, muy asustado.

El anuncio de su muerte fue una impresión terrible para todos nosotros.

De todos los seres vivos que he conocido, Federico es el primero. No hablo ni de su teatro ni de su poesía, hablo de él. La obra maestra era él. Me parece, incluso, difícil encontrar alguien semejante. Ya se pusiera al piano para interpretar a Chopin, ya improvisara una pantomima o una breve escena teatral, era irresistible. Podía leer cualquier cosa, y la belleza brotaba siempre de sus labios.

Tenía pasión, alegría, juventud. Era como una llama.

Cuando lo conocí, en la Residencia de Estudiantes, yo era un atleta provinciano bastante rudo. Por la fuerza de nuestra amistad, él me transformó, me hizo conocer otro mundo. Le debo más de cuanto podría expresar.

Jamás se han encontrado sus restos. Han circulado numerosas leyendas sobre su muerte, y Dalí —innoblemente— ha hablado incluso de un crimen homosexual, lo que es totalmente absurdo. En realidad, Federico murió porque era poeta. En aquella época, se oía gritar en el otro bando: «¡Muera la inteligencia! » En Granada, se refugió en casa de un miembro de la Falange, el poeta Rosales, cuya familia era amiga de la suya. Allí se creía seguro. Unos hombres (¿de qué tendencia? Poco importa) dirigidos por un tal Alfonso fueron a detenerlo una noche y le hicieron subir a un camión con varios obreros.

Federico sentía un gran miedo al sufrimiento y a la muerte. Puedo imaginar lo que sintió, en plena noche, en el camión que le conducía hacia el olivar en que iban a matarlo.

Pienso con frecuencia en ese momento.

A finales del mes de setiembre, me fue concertada una cita en Ginebra con el ministro de Asuntos Exteriores de la República, Álvarez del Vayo, que quería verme. En Ginebra se me diría por qué.

Salí en un tren absolutamente abarrotado, un verdadero tren de guerra. Me encontré sentado delante de un comandante del P.O.U.M., obrero ascendido a comandante, personaje del lenguaje feroz que no cesaba de repetir que el Gobierno republicano era una porquería y que, ante todo, era preciso destruirlo.

Hablo de él solamente porque, más tarde, en París, habría de utilizarlo como espía.

En Barcelona, hice trasbordo y me encontré con José Bergamín y Muñoz Suay, que se dirigían a Ginebra con una decena de estudiantes para participar en una reunión política. Me preguntaron qué clase de documentos llevaba, se lo dije, y Muñoz Suay, exclamó:

—¡No podrás cruzar la frontera! ¡Para pasar, hace falta el visado de los anarquistas! Llegamos a Port Bou, bajo el primero del tren y, en la estación repleta de hombres armados, veo una mesa a la que se hallan sentados con aire majestuoso tres personajes, como los miembros de un pequeño tribunal. Son anarquistas.

Su jefe es un italiano barbudo.

A su petición, les muestro mis documentos, y me dicen:

—No puedes pasar con eso.

El idioma español es, ciertamente, el más blasfematorio del mundo. A diferencia de otros idiomas, en los que juramentos y blasfemias son, por regla general, breves y separados, la blasfemia española asume fácilmente la forma de un largo discurso en el que tremendas obscenidades, relacionadas principalmente con Dios, Cristo, el Espíritu Santo, la Virgen y los Santos Apóstoles, sin olvidar al Papa, pueden encadenarse y formar frases escatológicas e impresionantes.

La blasfemia es un arte español. En México, por ejemplo, donde sin embargo, la cultura española se halla presente desde hace cuatro siglos, nunca he oído blasfemar convenientemente. En España, una buena blasfemia puede ocupar dos o tres líneas. Cuando las circunstancias lo exigen, puede, incluso, convertirse en una letanía al revés.

Una blasfemia de este tipo, proferida con la más intensa violencia, es lo que escucharon sin inmutarse los tres anarquistas de Port Bou.

Después de lo cual, me dijeron que podía pasar.

Y, ya que hablo de blasfemia, añadiré que en las ciudades antiguas de España, en Toledo por ejemplo, se veía escrito en la puerta principal de acceso:
Prohibido mendigar y blasfemar
, y ello bajo pena de multa o de un breve período de arresto. Prueba de la fuerza y la omnipresencia de las exclamaciones blasfemas. Cuando regresé a España, en 1960, me pareció que la blasfemia se oía mucho más raramente en las calles. Pero quizá me equivocaba… y oía con menos claridad que antes.

En Ginebra, sólo estuve unos veinte minutos con el ministro. Me pidió que fuese a París para ponerme a disposición del nuevo embajador que iba a nombrar la República. Este embajador sería Araquistain, un socialista de izquierda que yo conocía, antiguo periodista y escritor. Necesitaba hombres de confianza.

Salí inmediatamente para París.

PARIS DURANTE LA GUERRA CIVIL

Permanecería allí hasta el final de la guerra. Oficialmente, en mi despacho de la calle de la Pépinière me ocupaba de reunir todas las películas de propaganda republicana rodadas en España. En realidad, mis funciones eran más complejas. Por una parte, yo era una especie de jefe de protocolo, encargado de organizar ciertas cenas en la Embajada y no colocar, por ejemplo a André Gide al lado de Aragon. Por otra, me ocupaba de «informaciones» y de propaganda.

Durante este período, y siempre para solicitar ayudas de todas clases a la causa republicana, viajé mucho, a Suiza, a Amberes, a Estocolmo, varias veces a Londres. En varias ocasiones también, fui a España en misión oficial.

Por regla general, llevaba maletas repletas de millares de octavillas impresas en París. En Amberes, los comunistas belgas nos ofrecían su apoyo total.

Gracias a la complicidad de algunos marineros, nuestras octavillas viajaron incluso a bordo de un barco alemán con destino a España.

En Londres, en el curso de mis desplazamientos, un diputado laborista e Ivor Montague, presidente de la «Film Society», organizaron un banquete en el que hube de pronunciar un pequeño discurso en inglés. Se hallaban presentes una veintena de simpatizantes, entre ellos Roland Penrose, que había actuado en
La Edad de oro
, y el actor Conrad Veidt, sentados a mi lado.

Mi misión en Estocolmo fue de naturaleza completamente distinta. La región de Biarritz y de Bayona hervía de fascistas de todas clases, y buscábamos agentes secretos que nos informasen. Fui a Estocolmo para ofrecer este papel de espía a una sueca bellísima, Kareen, miembro del partido comunista sueco.

La mujer del embajador la conocía y la recomendaba. Kareen aceptó, y volvimos a vernos en barco y en tren. Durante este viaje, hube de sostener un verdadero conflicto entre mi deseo sexual, siempre vivo, y mi deber. Venció mi deber. No intercambiamos ni siquiera un beso, y sufrí en silencio. Kareen marchó a los Bajos Pirineos, desde donde me enviaba regularmente todas las informaciones que llegaban a sus oídos. No la he vuelto a ver.

A propósito de Kareen, añadiré que el responsable comunista de Agitprop, con quien sosteníamos frecuentes contactos, sobre todo para la compra de armas (ayer como hoy, una multitud de pequeños bandidos brujuleaban en torno al tráfico de armas, y debíamos recelar constantemente de ellos), este responsable me reprochó que hubiera introducido en Francia a una «trotskista». El partido comunista sueco, en efecto, acababa de cambiar de tendencia, en muy poco tiempo, en el transcurso de mi viaje, y yo no sabía nada.

A diferencia del Gobierno francés, que se negó siempre a comprometerse e intervenir en favor de la República, intervención que habría cambiado rápidamente el curso de las cosas —y ello por cobardía, por miedo a los fascistas franceses, por temor a complicaciones internacionales—, el pueblo francés, y, en particular, los obreros miembros de la C.G.T., nos aportaba una ayuda considerable y desinteresada. No era raro, por ejemplo, que un ferroviario o un taxista viniera a verme para decir: «Ayer llegaron dos fascistas en el tren de las 20,15, son así y así, y se hospedan en tal hotel.» Yo tomaba nota de estos informes y se los transmitía a Araquistain, que, ciertamente, fue nuestro mejor embajador en París.

La no intervención de Francia y de las otras potencias democráticas nos paralizaba. Aunque Roosevelt se había declarado a favor de la República española, cedía a las presiones de los católicos americanos y no intervenía, como tampoco Léon Blum en Francia. Nunca esperamos una intervención directa, pero podíamos pensar que Francia autorizaría transportes de armas e, incluso, expediciones de «voluntarios», como hicieron Alemania e Italia por el otro lado. El curso de la guerra habría sido muy distinto.

Debo hablar también —siquiera brevemente— de la suerte reservada en Francia a los refugiados. A su llegada, muchos fueron, simplemente, internados en campos de concentración. Gran número de ellos cayeron más tarde en manos de los nazis y perecieron en Alemania, principalmente en Mauthausen.

Organizadas por los comunistas, adiestradas y disciplinadas, las Brigadas Internacionales fueron las únicas que nos suministraron una ayuda preciosa y, a la vez, un buen ejemplo. Es preciso también rendir homenaje a Malraux, aun cuando algunos de los aviadores que eligió fuesen meros mercenarios, y a todos los que vinieron a luchar por propia iniciativa. Fueron numerosos, y de todos los países. En París, yo entregué salvoconductos a Hemingway, a Dos Passos, a Joris Ivens, que realizó un documental sobre el Ejército republicano.

Pienso en Corniglion-Molinier, que combatió con entusiasmo. Volví a verle más tarde en Nueva York, el día anterior a su marcha para unirse a De Gaulle.

Se declaraba absolutamente seguro de la derrota de los nazis y me invitó a visitarlo en París después de la guerra para hacer juntos una película. Cuando lo vi por última vez, en el festival de Cannes, era ministro y tomaba una copa con el prefecto de los Alpes Marítimos. Yo experimentaba casi una cierta vergüenza de ser visto en compañía de estos dignatarios.

Entre todas las intrigas, todas las aventuras de que he sido testigo y, a veces, protagonista, intentaré contar las que me parecen más interesantes. La mayoría se desarrollaban en una atmósfera de secreto, y aun hoy me es difícil citar ciertos nombres.

Durante la guerra, rodábamos películas en España, con la colaboración — entre otros— de dos operadores soviéticos. Estas películas de propaganda debían ser presentadas en el mundo entero, y también en España. Un día, no teniendo noticias del material rodado hacía varios meses, pedí entrevistarme con el jefe de la delegación comercial rusa. Me hizo esperar más de una hora. Finalmente, el hombre me recibió con extrema frialdad, me preguntó mi nombre y me dijo:

—¿Qué hace usted en París? ¡Debería estar en el frente, en España!

Le respondí que él no era quién para juzgar acerca de mi actividad, que cumplía órdenes y que quería saber qué había sido de las películas rodadas por cuenta de la República española.

Me respondió con evasivas. Me marché.

Nada más regresar a mi despacho, escribí cuatro cartas, una a
L’Humanité
, otra a
Pravda
, otra, al embajador soviético y la última, al ministro español.

Denunciaba en ellas lo que me parecía un sabotaje en el interior mismo de la delegación comercial soviética, sabotaje que me fue confirmado por unos amigos comunistas franceses, que me dijeron: «Sí, en todas partes hay un poco de eso.» La Unión Soviética contaba con enemigos, o, en todo caso, adversarios, entre sus representantes oficiales. No mucho tiempo después, por otra parte, el jefe de la delegación comercial, que tan mal me había recibido, fue una de las víctimas de las grandes purgas de Stalin.

LAS TRES BOMBAS

Una de las historias más complejas, que arroja interesantes luces sobre el comportamiento de la Policía francesa (y de todas las Policías del mundo), es la de las tres bombas.

Un día, un joven colombiano bastante guapo, muy elegante, entra en mi despacho. Ha pedido ver al agregado militar, pero, como no tenemos agregado militar (sospechoso, ha sido despedido), se ha considerado oportuno enviármelo a mí. Lleva un maletín que deposita sobre una mesa, en un saloncito de la Embajada, y abre a continuación. En su interior, hay tres pequeñas bombas.

El colombiano me dice:

—Son bombas de una potencia extraordinaria. Con ellas cometimos el atentado de Perpiñán contra el Consulado español, y también el del tren Burdeos- Marsella.

Asombrado, le pregunto qué quiere y por qué me trae estas bombas. Me dice que no pretende ocultar su pertenencia fascista, que es miembro de la Legión Cóndor (lo habría imaginado) y que actúa así por simple odio a su jefe, a quien detesta a muerte. Añade:

—Quisiera por encima de todo que lo detuviesen. No me pregunte por qué, es así. Si quiere conocerlo, vaya mañana a las cinco a «La Coupole», estará sentado a mi derecha. Le dejo las bombas.

Tras su marcha, aviso a Araquistain, el embajador, que telefonea al prefecto de Policía. Inmediatamente, se hace que los servicios franceses de explosivos analicen las bombas. El terrorista ha dicho la verdad: las bombas son de una potencia desconocida hasta la fecha.

Al día siguiente, sin decirles el motivo, pido al propio hijo del embajador y a una amiga actriz que vengan a tomar una copa conmigo en «La Coupole».

Al llegar, veo en seguida al colombiano, sentado en la terraza con un grupito de personas. A su derecha —se trata, por lo tanto, de su jefe—, se encuentra un hombre a quien, curiosamente, conozco, un actor latinoamericano. Mi amiga actriz le conoce también, y le estrechamos la mano al pasar.

Mi delator se mantiene impasible.

De regreso a la Embajada, conociendo el nombre del jefe de este grupo de acción terrorista y el hotel en que vive en París, aviso al prefecto de Policía, un socialista. Me responde que va a detenerlo inmediatamente. Pero no ocurre nada. Poco tiempo después, encuentro al jefe del grupo terrorista sentado tranquilamente con unos amigos en un café de los Campos Elíseos, el «Sélect ». Mi amigo Sánchez Ventura puede atestiguar que ese día lloré de rabia.

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