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Authors: Luis Buñuel

Tags: #Biografía, Referencia

Mi último suspiro (25 page)

Me decía: «¿Pero en qué mundo vivimos? He aquí un criminal conocido, y la Policía no quiere detenerle. ¿Por qué?» El delator vuelve entonces a mi despacho y me anuncia:

—Mi jefe va a ir mañana a su Embajada para pedir un visado para España.

Información totalmente exacta. El actor latinoamericano, que gozaba de pasaporte diplomático, se dirigió a la Embajada y obtuvo sin dificultad su visado.

Iba a Madrid en el desempeño de una misión que jamás supe en qué consistía. En la frontera, fue detenido por la Policía republicana española, a la que habíamos avisado, y puesto en libertad casi inmediatamente merced a la intervención de su Gobierno. En Madrid, cumplió su misión, antes de regresar tranquilamente a París. ¿Era, pues, invulnerable? ¿De qué apoyos podía disfrutar? Yo estaba desesperado.

En aquellos momentos, tuve que marchar a Estocolmo. En Suecia, leí en un periódico que un explosivo de extraordinaria potencia acababa de destruir un pequeño inmueble situado en las proximidades de l’Étoile, en el cual radicaba la sede de un sindicato obrero. El artículo precisaba —me parece— que el explosivo utilizado era de tal potencia que se había derrumbado el edificio y habían perecido dos agentes. Sin la menor sombra de duda, reconocí la mano del terrorista.

Tampoco pasó nada. El hombre prosiguió sus actividades, protegido por la indiferencia de la Policía francesa, que, como muchas Policías europeas, dedicaba lo esencial de su simpatía a los regímenes fuertes.

Al terminar la guerra, y como no podía ser por menos, el actor latinoamericano, miembro de la quinta columna, fue condecorado por Franco.

En la misma época, yo era objeto de violentos ataques por parte de la derecha francesa. La Edad de oro no había sido olvidada. Se hablaba de mi tendencia a la profanación, de mi «complejo anal», y el periódico
Gringoire
(¿o
Candide
?), en un editorial que ocupaba toda la parte inferior de una página, recordó que yo había ido a París pocos años antes para intentar «corromper a la juventud francesa».

Yo seguía viendo a mis amigos surrealistas. Breton me llamó un día a la Embajada y me dijo:

—Querido amigo, corre un rumor bastante desagradable, según el cual los republicanos españoles habrían fusilado a Péret porque formaba parte del P.O.U.M.

El P.O.U.M., teóricamente de tendencias trotskistas, suscitaba ciertas simpatías entre los surrealistas. Benjamin Péret había ido, en efecto, a Barcelona, donde se le veía todos los días en la Plaza de Cataluña, rodeado de agentes del P.O.U.M. A petición de Breton, traté de informarme. Supe que había ido al frente de Aragón, a Huesca, y también que criticaba tan áspera y abiertamente el comportamiento de los miembros del P.O.U.M. que algunos de ellos habían manifestado su intención de fusilarle. Pude garantizar a Breton que Péret no había sido ejecutado por los republicanos. Y, en efecto, regresó a Francia.

De vez en cuando, yo almorzaba con Dalí en la «Rôtisserie Périgourdine», en la plaza Saint-Michel. Un día, me hizo partícipe de una proposición harto curiosa.

—Quiero presentarte a un inglés riquísimo, muy amigo de la República española, que desearía ofrecerte un bombardero.

Acepté entrevistarme con ese inglés, Edward James, gran amigo de Leonora Carrington. Acababa de comprar toda la producción de Dalí para el año 1938, y me dijo que, en efecto, tenía a nuestra disposición, en un aeropuerto checoslovaco, un avión de bombardeo ultramoderno. Sabiendo que la República necesitaba desesperadamente aviones, nos lo daba, a cambio de varias obras maestras del Museo del Prado, con las que tenía la intención de organizar una exposición en París y en otras ciudades. Estos cuadros serían puestos bajo la garantía del Tribunal Internacional de La Haya. Al terminar la guerra, dos posibilidades: si ganaban los republicanos, los cuadros volverían al Prado.

En caso contrario, quedarían en propiedad de la República en el exilio, Comuniqué esta original propuesta a Álvarez del Vayo, nuestro ministro de Asuntos Exteriores. Confesó que la posesión del bombardero sería para él una gran alegría, pero que por nada del mundo se desharía de los cuadros de el Prado, «¿Qué se diría de nosotros? ¿Qué escribiría la Prensa? ¿Que malbaratamos nuestro patrimonio para procurarnos armamentos? No se hable más de ello.» No se llevó a efecto la transacción.

Edward James vive todavía. Posee castillos casi por todas partes e, incluso, un rancho en México.

Mi secretaria en la calle de la Pépinière era la hija del tesorero del partido comunista francés. Éste había pertenecido en su juventud a la banda de Bonnot, y mi secretaria se acordaba de haber paseado de pequeña de la mano de Raymond-la-Science. (Da la casualidad de que yo he conocido personalmente a dos veteranos de la banda de Bonnot, Rirette Maîtrejean y el que en sus números de cabaret se hacía llamar «el forzado inocente».) Un día, recibimos un comunicado de Juan Negrín, presidente del Consejo de la República, que se manifiesta muy interesado por un cargamento de potasa que debe salir de Italia con destino a un puerto fascista español. Negrín nos pide información.

Hablo de ello a mi secretaria, la cual llama a su padre. Dos días después, se presenta a mi despacho y me dice: «Vamos a dar una vuelta por las afueras, quiero que conozca a alguien.» Salimos en automóvil, nos detenemos en un café a 45 minutos de París (he olvidado el lugar exacto) y me presenta a un americano de entre treinta y cinco y cuarenta años, serio y elegante, que habla francés con fuerte acento extranjero. El americano me dice:

—He sabido que se halla usted interesado por un cargamento de potasa.

—En efecto.

—Pues bien, creo que puedo darle información acerca de ese barco.

Me contó todo lo que sabía sobre el cargamento y el itinerario, informaciones precisas que fueron comunicadas a Negrín.

Años después, le encontraría en Nueva York, en el curso de un gran cóctel que se celebraba en el Museo de Arte Moderno. Yo le reconozco, él me reconoce, pero sin dejar traslucir nada.

Más tarde, terminada ya la guerra, volví a verlo en «La Coupole», con su mujer. Esta vez, charlamos un rato. Americano, dirigía antes de la guerra, una fábrica en las afueras de París. Ayudaba a la República española, y por eso le conocía el padre de mi secretaria.

Yo vivía en Meudon. Por la noche, al volver a casa, solía detener el coche, con la mano en el revólver, para mirar hacia atrás y cerciorarme de que nadie me seguía. Vivíamos rodeados de secretos, de intrigas, de influencias incomprensibles.

Mantenidos minuto a minuto al corriente de la evolución de la guerra, y comprendiendo que las grandes potencias, a excepción de Italia y Alemania, preferirían abstenerse hasta el fin, veíamos morir toda esperanza.

No es sorprendente que los republicanos españoles se mostraran, como yo, más bien favorables al pacto germano-soviético. Nos sentíamos tan decepcionados por la actitud de las democracias occidentales, que aún trataban con desprecio a la Unión Soviética, rehusando todo contacto eficaz, que vimos en el gesto de Stalin una manera de ganar tiempo, de aumentar fuerzas que, de todos modos, iban a ser lanzadas a la gran batalla.

En su inmensa mayoría, el partido comunista francés aprobaba también este pacto. Aragon lo dijo claramente y sin rodeos. Una de las raras voces discordantes —en el interior del partido— fue la de Paul Nizan, brillante intelectual marxista, que me invitó a su boda (el testigo era Jean-Paul Sartre). Pero, cualquiera que fuese nuestra opinión, todos teníamos la impresión de que este pacto no duraría, que se iba a derrumbar como todo lo demás.

Conservé mis simpatías por el partido comunista hasta finales de los años cincuenta. Después, me fui alejando cada vez más de él. El fanatismo me repugna, dondequiera que lo encuentre. Todas las religiones han hallado la verdad.

El marxismo, también. En los años treinta, por ejemplo, los doctrinarios marxistas no soportaban que se hablase del subconsciente, de las tendencias psicológicas profundas del individuo. Todo debía obedecer a los mecanismos socioeconómicos, lo cual me parecía absurdo. Se olvidaba a la mitad del hombre.

Termino con esta digresión. La digresión es mi manera natural de contar, un poco como en la novela picaresca española. Sin embargo, con la edad, con el inevitable debilitamiento de la memoria inmediata, antecedente, debo tener cuidado. Comienzo una historia, la abandono en seguida para hacer un paréntesis que me parece interesante, después de lo cual olvido mi punto de partida y me pierdo. Siempre pregunto a mis amigos: «¿Por qué os estaba contando esto?» Tenía a mi disposición ciertos fondos secretos que utilizaba sin recibo. Cada una de mis misiones era distinta a la anterior. Una vez incluso, por propia iniciativa, serví de guardaespaldas de Negrín. En compañía del pintor socialista Quintilla, ambos armados, vigilamos a Negrín en la estación de Orsay, sin que él lo sospechara ni por un solo instante.

En varias ocasiones pasé a España para transportar documentos. Fue entonces la primera vez en mi vida que monté en avión, acompañado por Juanito Negrín, el hijo del presidente del Consejo. Apenas habíamos cruzado los Pirineos cuando se nos indicó que se acercaba un caza fascista procedente de Mallorca.

Pero el caza dio media vuelta, disuadido quizá por la defensa antiaérea de Barcelona.

En uno de estos viajes, en Valencia, voy a ver, a mi llegada, al jefe de Agitprop y le digo que me encuentro en el desempeño de una misión y que quisiera mostrarle los documentos procedentes de París que le pudieran interesar.

A las nueve de la mañana del día siguiente, me hace subir a un coche y me lleva a una villa situada a diez kilómetros de Valencia. Allí, me presenta a un ruso que examina mis documentos y que dice conocerlos bien. Teníamos así decenas de puntos de contacto. Supongo que otro tanto ocurría con los fascistas y los alemanes. Los servicios secretos hacían también su aprendizaje en ambos lados.

Cuando una brigada republicana se encontraba sitiada al otro lado de Gavarni, los simpatizantes franceses le hacían llegar armas por la montaña. Al dirigirme allí una vez, en compañía de Ugarte, un lujoso automóvil que parecía extraviado en la carretera (el chófer acababa de dormirse) chocó contra el nuestro. Ugarte resultó conmocionado, y tuvimos que esperar tres días antes de partir.

Durante toda la guerra, los contrabandistas de los Pirineos se vieron sometidos a dura prueba. Pasaban hombres y material de propaganda. En la región de San Juan de Luz, un cabo de la gendarmería francesa, cuyo nombre desgraciadamente no recuerdo, dejaba circular libremente a los contrabandistas si llevaban octavillas republicanas al otro lado de la frontera. Para expresarle mi agradecimiento —pero yo hubiera deseado que fuese algo más oficial—, le regalé una magnífica espada que compré yo mismo, de mi bolsillo, cerca de la plaza de la República, y que le envié «por los servicios prestados a la República española».

Una última historia, la historia de García, mostrará la complejidad de las relaciones que a veces sosteníamos con los fascistas.

García no era más que un bandido, un canalla, pura y simplemente, que se proclamaba socialista. En los primeros meses de la guerra, había creado en Madrid, con un pequeño grupo de asesinos, la siniestra Brigada del Amanecer.

Por la mañana temprano, penetraban por la fuerza en una casa burguesa, se llevaban a los hombres «de paseo», violaban a las mujeres y robaban todo cuanto caía al alcance de su mano.

Yo estaba en París cuando un sindicalista francés que trabajaba, creo, en un hotel vino a decirnos que un español se disponía a embarcar para América del Sur, llevándose consigo una maleta llena de joyas robadas. Se trataba de García, que había salido de España con una fortuna y viajaba con nombre falso.

García, a quien los fascistas buscaban ávidamente, era una de las vergüenzas de la República. Transmití al embajador la información del socialista. El barco tenía que hacer escala en Santa Cruz de Tenerife, en poder de los franquistas.

El embajador no vaciló en avisarlos a través de una Embajada neutral.

A su llegada a Tenerife, García fue reconocido, detenido y ejecutado.

EL PACTO DE CALANDA

Cuando comenzaron los disturbios, la Guardia Civil recibió orden de abandonar Calanda para concentrarse en Zaragoza. Antes de retirarse, los oficiales entregaron el poder, y la tarea de mantener el orden en el pueblo, a una especie de consejo compuesto principalmente por notables.

Su primera preocupación fue detener y encarcelar a varios notorios activistas, entre ellos un conocido anarquista, unos cuantos campesinos socialistas y el único comunista que se conocía en Calanda.

Cuando, al principio de la guerra, las tropas anarquistas llegaron de Barcelona y amenazaron Calanda, los notables se dirigieron a la cárcel y dijeron a los presos:

—Estamos en guerra y no sabemos quién va a ganar. Así que os proponemos un pacto. Os soltamos, y nos comprometemos, unos y otros, todos los habitantes de Calanda, a no ejercer ninguna clase de violencia, cualquiera que sea la suerte de la lucha.

Los presos dieron inmediatamente su acuerdo. Fueron puestos en libertad.

Pocos días después, cuando los anarquistas entraron en el pueblo, su primera preocupación fue fusilar a 82 personas. Entre las víctimas se encontraban nueve dominicos, la mayoría de los notables (me fue mostrada más tarde la lista), médicos, propietarios de tierras e, incluso, algunos habitantes más bien pobres que no habían cometido más delito que el de hacer patente su devoción.

El pacto había pretendido retirar a Calanda de la marcha violenta del mundo, aislarla en una especie de paz localizada, fuera de todo conflicto. Ya no era posible tal cosa. Es una ilusión creer que se puede escapar a la Historia, al tiempo en que se vive.

En Calanda se sitúa un acontecimiento bastante extraordinario, creo (no sé si otros pueblos lo han conocido también). Me refiero a la proclamación pública del amor libre. Un buen día, por orden de los anarquistas, el pregonero se adelantó al centro de la Plaza Mayor, se llevó a los labios su trompetilla, tocó y, luego, declaró:

—Compañeros, a partir de hoy se decreta el amor libre en Calanda.

No creo que esta proclamación, acogida con la estupefacción que es de imaginar, tuviera consecuencia dignas de mención. Algunas mujeres fueron agredidas en la calle, intimadas a ceder al amor (que nadie sabía muy bien lo que era) y, ante su enérgica resistencia, dejadas en paz. Pero los espíritus se hallaban turbados. Pasar de la rigidez sin fisuras del catolicismo al amor libre de los anarquistas no era cuestión baladí. Para calmar los sentimientos, mi amigo Mantecón, gobernador de Aragón, aceptó un día improvisar un discurso desde el balcón de nuestra casa. Declaró solemnemente que el amor libre le parecía un absurdo y que teníamos otra cosa que hacer, aunque sólo fuese la guerra.

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