Misterio en la villa incendiada (15 page)

Por fin, Fatty, dando un traspiés, se sentó pesadamente en un peldaño, a medio camino del rellano. El señor Smellie cayó encima de él, aplastándole materialmente con su peso.

—¡Huuuuy! —gritó el pobre Fatty—. ¡Levántese usted! ¡Me está lastimando!

La señorita Miggle se precipitó al vestíbulo, soltando el vaso que tenía en las manos. ¿Qué diablos sucedía? ¿Estaba aquella casa abarrotada de ladrones? La mujer llegó al pie de la escalera en el preciso momento en que Fatty, escabullándose de debajo del señor Smellie, rodaba escaleras abajo, entre profusión de fuertes gemidos y trompazos.

Al ver que se trataba simplemente de un muchacho, la mujer dijo, severamente:

—¿Qué significa esto? ¿Cómo te atreves a entrar en casa ajena? ¿Cómo te llamas y dónde vives?

Fatty optó por mostrarse muy nervioso y malparado. La señorita Miggle era una buena mujer, y tal vez le dejaría marchar si llegaba a la conclusión de que sólo se trataba de una travesura de chico entrometido.

Así pues, Fatty levantó la voz, lanzando grandes chillidos. Larry le oyó desde arriba y, preguntándose qué sucedía, aporreó la cerrada puerta, aumentando el bullicio y la conmoción. La señorita Miggle quedóse completamente aturdida.

—¡El señor Smellie ha encerrado a mi amigo en una habitación de arriba! —vociferó Fatty—. Cuando me dirigía a liberarle, el señor Smellie me ha golpeado y derribado por la escalera. ¡Estoy lleno de magulladuras! ¿Qué dirá mí madre cuando las vea? ¡Denunciará al señor Smellie por lastimar a un niño! ¡Avisará a la policía!

—Es imposible que estés tan magullado como dices —repuso la señorita Miggle—. Estoy segura de que un anciano tan bondadoso como el señor Smellie no puede haberte golpeado de esta forma y echado escaleras abajo. ¡No seas mentiroso!

—¡No lo soy, no lo soy! —protestó Fatty, fingiendo llorar—. ¡Estoy lleno de contusiones! ¡Mire usted aquí, aquí y aquí! ¡Oh, vaya en busca de un doctor, vaya en busca de un doctor!

Ante la sorpresa de la señorita Miggle y el horror del señor Smellie, resultó que el muchacho se hallaba realmente cubierto de terribles contusiones amoratadas, verdes y amarillas. Ambos le contemplaron, boquiabiertos, en tanto el chico les mostraba sus singulares cardenales. A ninguno de los dos se le ocurrió pensar que aquellas marcas, a juzgar por su aspecto, podían datar de uno o dos días antes.

—¡Señor Smellie! —profirió la señorita Miggle, en tono profundamente reprobatorio—. ¡Mire usted a esta pobre criatura! ¿Cómo ha sido capaz de golpear a un niño así? No me atrevo a pensar qué dirán sus padres.

El señor Smellie se quedó horrorizado ante la idea de haber sido el causante de los espantosos golpes de Fatty. Sin apartar la vista del muchacho, el hombre tragó saliva una o dos veces, hasta que, al fin, acertó a sugerir:

—Será mejor ponerle algo a esos golpes.

—Yo me encargaré de hacerlo mientras usted telefonea a la policía —decidió la señorita Miggle, recordando a los otros ladrones a quienes suponía encerrados aún en el trastero del piso.

Pero, al presente, el señor Smellie no parecía deseoso de telefonear a la policía. Un poco avergonzado, propuso a su ama de llaves.

—Oiga usted, la señorita Miggle. Tal vez sería preferible pedir a los muchachos una explicación de su extraña conducta en mi casa antes de avisar a la policía.

—¿Tendrá usted la bondad de soltar a mi amigo? —instó Fatty—. No hemos venido aquí para robarle a usted. En realidad, era sólo una broma. Hagamos las paces, ¿quiere? Si no dice usted nada a la policía, nosotros tampoco contaremos lo ocurrido a nuestras madres... y no mostraré mis golpes a nadie.

El señor Smellie carraspeó, en un intento por aclararse la garganta.

—¿De modo que todos aquellos rateros y ladrones no eran más que un par de niños? —exclamó la señorita Miggle, mirándole con reprobación—. ¡Válgame Dios! ¿Por qué no me llamaba usted? ¡Yo misma podría haber arreglado el asunto sin todo este ruido y jaleo y caídas por la escalera!

—Yo no le derribé por la escalera —aseguró el señor Smellie, subiendo al paso para sacar a Larry del trastero.

A poco, Larry se hallaba abajo, en el vestíbulo, con Fatty. El señor Smellie les llevó a los dos a su despacho en tanto la señorita Miggle acudía con un ungüento para aliviar las contusiones de Fatty. Larry se quedó estupefacto, pero no dijo una palabra.

—¡Cielo santo! —repetía la señorita Miggle, untando magulladura por magulladura solícitamente, con el contenido del tarro.

—Tengo una carnadura fantástica para los cardenales —empezó Fatty—. Una vez, tuve uno de forma exactamente igual a una campana.

—¿Qué hacíais los dos en mi casa esta noche? —inquirió el señor Smellie, sin mostrar el más mínimo interés por aquellas historias de magulladuras.

Larry y Fatty guardaron silencio. De hecho, no sabían qué decir.

—Tenéis que contárselo todo al señor —intervino la señorita Miggle—. Estoy segura de que no entrasteis para nada bueno. Ahora sed buenos chicos y confesad vuestra culpa.

Pero los chicos siguieron silenciosos. Entonces, el señor Smellie, perdiendo la paciencia, espetó:

—¡Si no me decís para qué vinisteis aquí, os entregaré a la policía!

—Ya veremos qué dirán cuando vean mis contusiones —replicó Fatty, tranquilamente.

—¡Tengo idea de que esos golpes te los distes antes de esta noche! —manifestó el señor Smellie, encolerizándose por momentos—. ¡Aunque la señorita Miggle no parezca saberlo, yo sé lo que es el color amarillo en una contusión!

Los muchachos no abrieron la boca.

—¿Nombres y señas? —rugió el señor Smellie, tomando una pluma—. Además de a la policía, veré a vuestros padres.

La idea de que sus padres se enterasen de que habían sido sorprendidos correteando en casa ajena en plena noche, resultaba mucho más alarmante que la posible presencia de la policía. De improviso, Larry se rindió.

—Vinimos a traer un zapato que nos llevamos esta mañana —murmuró el muchacho, en voz baja.

Tanto la señorita Miggle como el señor Smellie se lo quedaron mirando, como si el chico se hubiese vuelto loco.

—¿Un «zapato»? —exclamó el señor Smellie, al fin—. ¿Por qué un zapato? ¿Y por qué «uno» solo? ¿De qué estás hablando?

—Buscábamos un zapato que correspondiese a una huella —explicó Larry, desesperadamente.

La respuesta desconcertó, si cabe, aún más a sus dos interlocutores.

—Explícate mejor —ordenó el señor Smellie, golpeando la pluma en la mesa, impacientemente—. Te doy un minuto. Sí, transcurrido ese tiempo, no me has dado una explicación cumplida y satisfactoria de vuestra inexplicable conducta, telefonearé a la policía e igualmente a vuestros padres.

—No hay otra solución —dijo entonces Fatty a Larry—. Tendremos que decirle el verdadero motivo, aun cuando nos expongamos con ello a ponerle sobre aviso y a que tome precauciones.

—¿Pero de qué «estáis hablando»? —farfulló la señorita Miggle, cada vez más asombrada.

—¿Ponerme sobre aviso? —repitió el señor Smellie, no menos sorprendido—. ¿A qué os referís? En verdad, chicos, que empiezo a creer que estáis los dos locos de atar; no os entiendo.

—Nada de eso —repuso Larry, enfurruñado—. Lo que ocurre es que da la casualidad de que sabemos algo acerca de usted, señor Smellie. Sabemos que estuvo usted en casa del señor Hick la tarde del incendio.

El efecto de estas palabras fue fulminante. El señor Smellie se puso en pie de un brinco, dejando caer la pluma al suelo, en tanto se le resbalaban las gafas de la nariz y le daba un tembleque la barba. La señorita Miggle semejaba, asimismo, profundamente sorprendida.

—¿«Estuvo» usted allí, no es eso? —inquirió Larry—. Alguien le vio. Así nos lo han dicho.

—¿Quién os lo ha dicho? —balbuceó el señor Smellie.

—Horacio Peeks le vio a usted —declaró Larry—. Aquella noche, él fue también a la casa a buscar varios enseres personales antes de que regresara el señor Hick... y le vio a usted. ¿Qué explicación dará usted a la policía?

—¡Oh, señor Smellie! —exclamó la pobre la señorita Miggle, pensando, al punto, que acaso su patrón había incendiado la villa—. ¿Qué fue usted a hacer allí aquella tarde?

El señor Smellie se sentó lentamente y, poniéndose de nuevo las gafas, murmuró:

—Oiga usted, Miggle. Ya veo que sospecha usted que yo incendié el estudio del señor Hick. ¿Cómo puede usted pensar semejante cosa después de estar tantos años a mi servicio y saber perfectamente que soy incapaz de matar una mosca? ¡No me cabe en la cabeza!

—Entonces, ¿por qué fue usted allí? —inquirió la señorita Miggle—. Es preferible que me lo diga, señor. ¡Seguiré cuidándole a usted, hiciera lo que hiciera!

—¡Yo no necesito que me cuide nadie! —replicó el señor Smellie, con cierta acritud—. El único motivo que me llevó a casa del señor Hick fue el deseo de recuperar los papeles que me olvidé allí después de mi disputa con él aquella mañana. Confieso que entré en su casa, pero no me acerqué para nada al estudio. Recuperé mis papeles... y aquí están, sobre la mesa. ¡Son los mismos que he mostrado esta mañana a este muchacho y a su hermana!

CAPÍTULO XVI
EMOCIONES Y SORPRESAS

La señorita Miggle y los dos muchachos se quedaron mirando al señor Smellie, que, según todos los indicios, estaba diciendo la pura verdad.

—¡Caracoles! —exclamó Larry—. ¿De modo que eso fue lo que le llevó allí? ¿Así, no se escondió usted en la zanja?

—Pues claro que no —repuso el señor Smellie—. Recorrí la calzada abiertamente, hallé la puerta de la entrada abierta y entré a recoger mis papeles. Después, salí de nuevo de la casa. No me oculté en ninguna parte, a no ser que consideres ocultarse permanecer un rato junto al portillo para cerciorarme de que no había nadie por los alrededores.

—¡Vaya! —murmuró Larry.

Todo aquello resultaba terriblemente desconcertante. Si el señor Smellie decía la verdad, quedaban descartados todos los sospechosos. Y, no obstante, era indudable que «alguien» había cometido la fechoría.

—Y ahora —inquirió el señor Smellie—, ¿tendréis la amabilidad de explicarme para qué os llevasteis mi zapato?

Larry procedió a contárselo y, a continuación, Fatty le puso en antecedentes de quién lo tenía ahora en su poder.

—¡Ese entrometido policía! —exclamó el señor Smellie, enojado—. He perdido la cuenta de las veces que ha pasado hoy por delante de mi casa. Supongo que él también sospecha de mí. Ahora, tiene mi zapato. Creo sinceramente, muchachos, que mereceréis una buena azotaina.

—Bien, señor —justificóse Fatty—. Nos limitamos a tratar de averiguar quién fue el autor del incendio.

El gordito contó al señor Smellie todas sus actividades hasta el presente. La señorita Miggle escuchábale entre admirada y sorprendida. Por una parte, sentía indignación por el hecho de que los chicos hubiesen sospechado tan firmemente del señor Smellie; por otra, asombro de que hubiesen sido capaces de hallar tantas pistas y sospechosos.

—Bien —dijo, al fin, el señor Smellie—. Creo que ya es hora de que regreséis a casa los dos. Puedo aseguraros que no tengo nada que ver con el incendio, ni idea de quién lo originó. Con todo, no creo que su autor fuese Horacio Peeks. Me inclino más por el viejo vagabundo. Sea como fuere, mi consejo es que lo dejéis todo en manos de la policía. Vosotros sois muy jóvenes y jamás conseguiréis poner en claro una cosa como ésa.

Los muchachos se levantaron.

—Sentimos mucho lo de su zapato, señor —disculpóse Fatty.

—Lo mismo digo yo —masculló el señor Smellie, secamente—. Lleva mi nombre en su interior. Por consiguiente, no abrigo la menor duda de que mañana por la mañana vendrá por aquí el señor Goon. Buenas noches, muchachos. Y procurad no sospechar más de mí como presunto autor de incendios, robos, matanzas, ni nada por el estilo, ¿oís? En realidad, no soy más que un viejo inofensivo cuyo único interés en la vida son los documentos antiguos.

Los muchachos se retiraron, plenamente convencidos de que el señor Smellie no tenía nada que ver con el incendio de la villa. Pero, en tal caso, ¿quién había sido su autor?

—Estoy cansado —lamentóse Larry—. Mañana nos reuniremos en la glorieta de Pip. Tus contusiones nos han prestado un gran servicio, Fatty. Sin ellas, no creo que hubiésemos podido escapar de ésta.

—Da gusto verlas, ¿verdad? —jactóse Fatty, alegremente—. Bien, buenas noches. Ha sido una noche muy emocionante, ¿no te parece?

Los otros tres se quedaron pasmados al oír el relato de las aventuras nocturnas de Larry y Fatty. Pero, de hecho, experimentaron más desconcierto que asombro.

—Es realmente extraordinario lo que nos ocurre —comentó Pip, pensativo—. Averiguamos que aquella noche permaneció escondido en el jardín una porción de gente, todos con algún fin determinado, incluso el vagabundo, que iba allí por huevos; y, no obstante, no logramos echar el guante al verdadero malhechor. ¿«Cabe la posibilidad» de que fuese el vagabundo? ¿«Cabe la posibilidad» de que Horacio incendiase la villa, aun cuando no estuvo ni tres minutos en la finca? Y finalmente, ¿«cabe la posibilidad» de que fuese el señor Smellie? Horacio asegura que le vio en la casa, en busca de sus papeles; pero es posible que incendiase la villa después.

—Sí —convino Larry—. No obstante, ahora tengo la certeza de que no fue él. Propongo que vayamos al jardín de Hiccup a reflexionar. Es posible que nos haya pasado algo por alto.

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