Misterio en la villa incendiada (5 page)

—Bien —respondió Larry—, en primer lugar es preciso que uno o más de nosotros interrogue a la señora Minns, la cocinera.

Y al ver que Bets no comprendía lo que era «interrogar», explicó:

—Eso significa que debemos ir a ver lo que opina la cocinera sobre el caso.

—Yo misma podría hacerlo —ofrecióse Bets con un ademán de asentimiento.

—¿Tú? —profirió Pip, desdeñosamente—. ¡Te faltaría tiempo para contarle todo lo que hemos hecho y descubierto! ¡Eres incapaz de guardar el menor secreto! ¡No puedes ir!

—Ahora no cuento ningún secreto —protestó Bets—. Lo sabes perfectamente. No he contado ni un solo secreto desde que tenía seis años.

—Bueno, basta —ordenó Larry—. Callaos ya los dos. Opino que Daisy y Pip podrían ir a ver a la señora Minns. Daisy es muy hábil en esa clase de cometidos, y Pip se encargará de vigilar que el Ahuyentador o el señor Hick no se presenten de improviso y adivinen las intenciones de Daisy.

—¿Y yo, qué hago, Larry? —preguntó Fatty, muy humildemente por una vez.

—Tú y yo podríamos ir a hablar con el chófer —propuso Larry—. Es posible que le saquemos algo de utilidad. Regularmente, lava el coche por la mañana.

—¿Y «yo» —exclamó Bets, consternada—. ¿Es que no voy a hacer nada? ¡Yo también soy una Pesquisidora!

—No hay trabajo para ti, niña —repuso Larry. Bets se quedó tan triste, que Fatty, compadeciéndose de ella, le dijo:

—No es preciso que «Buster» nos acompañe. ¿Te gustaría llevarle a dar un paseo por el campo? A mi perro le encanta husmear conejos.

—¡Oh, sí! —accedió Bets, animándose inmediatamente—. ¡Lo haré con mucho gusto! ¡Y quién sabe! ¡A lo mejor encuentro una «pasta» por el camino!

Todos se rieron. Era obvio que Bets «no» lograba acordarse de la correcta pronunciación de aquel vocablo tan corriente.

—Sí —asintió Larry jocosamente—. Ve a ver si descubres una buena «pasta».

Así, pues, Bets se alejó, seguida de «Buster». En tanto, la niña descendía calle abajo, en dirección a los campos, los demás la oyeron decir a «Buster» que, mientras él buscaba conejos, ella buscaría «pastas».

—¡Y ahora, a trabajar! —ordenó Larry, levantándose—. Daisy, tú y Pip a ver a la señora Minns.

—¿Qué excusa podemos darle para justificar nuestra visita? —interrogó Daisy.

—Eso es cosa tuya —replicó Larry—. Aguza tu ingenio, como hacen los detectives. Si no se te ocurre nada, tal vez Pip podrá ayudarte.

—Es preferible que no salgamos todos juntos —aconsejó Pip—. Tú y Fatty pasad delante, a ver si encontráis al chófer limpiando el auto. Daisy y yo saldremos un poco más tarde.

Larry y Fatty abrieron la marcha. Tras echar a andar calle abajo, llegaron a la casa del señor Hick, que se hallaba bastante retirada, con calzada propia y el garaje al lado. Procedente de este último llegaba un fuerte silbido y un inconfundible rumor de agua, vertida por algún grifo de servicio.

—El chófer está lavando el coche —murmuró Larry en voz baja—. Vamos. Primero fingiremos que deseamos ver a una persona que no vive aquí, y luego le preguntamos si quiere que le ayudemos.

Ambos muchachos recorrieron la calzada. A poco apareció el garaje.

—Buenos días —dijo Larry, dirigiéndose al joven que procedía a lavar el coche con una manguera—. ¿Vive aquí el señor Thompson?

—No —repuso el joven—. En esta casa vive el señor Hick.

—¡Ah! —exclamó Larry, afectando contrariedad.

Luego, contemplando el automóvil, agregó:

—Es un coche muy hermoso, ¿verdad?

—Sí, es un «Rolls Royce» —explicó el chófer—. Da gusto conducirlo. De todos modos, hoy está muy sucio. Me veré negro para tenerlo limpio antes de que el señor lo reclame esta mañana.

—Nosotros le ayudaremos —ofrecióse Larry, ávidamente—. Yo me encargaré de lavarlo con la manguera. Muchas veces ayudo a limpiar el coche de mi padre.

En menos que canta un gallo, los dos chicos se hallaban manos a la obra, ayudando al joven chófer. La conversación no tardó en versar sobre el tema del incendio.

—¡Qué caso más raro el de ese incendio! —comentó el chófer, frotando la capota del auto con un paño—. El señor se llevó un gran disgusto con la pérdida de aquellos valiosos papeles de su propiedad. Para colmo, ahora dicen que la cosa fue premeditada, es decir, que alguien lo hizo aposta. Claro está que... Peeks dijo que era un milagro que nadie hubiese dado una bofetada al señor Hick por el modo con que trata a todo el mundo.

—¿Quién es Peeks? —inquirió Larry, aguzando los oídos.

—Peeks es su criado, una mezcla de ayuda de cámara y secretario —explicó el chófer—. Ahora ya no sirve aquí. Se marchó el día del incendio.

—¿Por qué motivo? —preguntó Fatty inocentemente.

—¡Porque le echaron a puntapiés! —aclaró el chófer—. El señor Hick le dio el dinero que le correspondía y le puso de patitas a la calle. Pero antes se las tuvieron los dos.

—¿Cuál fue la causa de la disputa? —inquirió Larry.

—Pues parece ser que el señor Hick descubrió que Peeks solía ponerse sus trajes —declaró el chófer—. Los dos tenían más o menos la misma talla, y a Peeks le gustaba bastante darse importancia. Muchas veces le he visto pavonearse con el traje azul marino del señor Hick, su corbata azul de lunares rojos e incluso su bastón con puño de oro.

—¡Caramba! —exclamó Fatty—. Así supongo que cuando el señor Hick lo descubrió se puso hecho un basilisco y dijo a Peeks que se marchara. ¿Se lo tomó Peeks muy mal?

—¡Y que lo digas! —asintió el chófer—. Vino a desahogarse conmigo, y las cosas que dijo del patrón eran como para perforar el oído de cualquiera. Luego a eso de las once se marchó. Su anciana madre vive en el pueblo vecino, y estoy seguro de que se quedó boquiabierta al ver llegar a Horacio Peeks, maleta en mano, a aquellas horas de la mañana.

Los dos muchachos llegaron a la misma conclusión. Los dos se decían para sus adentros: «¡Sin duda fue Peeks el que incendió la villa! ¡Debemos encontrarle y averiguar qué anduvo haciendo aquella noche!»

En aquel momento alguien gritó desde una ventana superior:

—¡Tomás! ¿No está listo el coche todavía? ¿Qué charlas son esas ahí abajo? ¿Se figura usted que le pago por charlar?

—Es el señor —susurró Tomás—. Será mejor que os marchéis. Gracias por vuestra ayuda.

Los chicos miraron hacia la ventana. El señor Hick se hallaba asomado a la misma, con una taza de té o cacao en la mano, contemplándolos furiosamente.

—El señor Hick con una taza —comentó Larry con una risita burlona—. ¡Vaya con el viejo cascarrabias de «Hiccup»!
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Fatty soltó una sonora carcajada.

—¡En adelante le llamaremos «Hiccup»! —propuso—. ¡Oye, chico! ¿Te das cuenta de las noticias que nos han dado esta mañana? ¡Apuesto a que fue Peeks!

—¿Qué tal debe irles a Daisy y a Pip? —murmuró Larry mientras recorrían la calzada para coches—. Me parece oír sus voces en alguna parte. ¡Estoy seguro de que no traerán noticias tan despampanantes como las nuestras!

CAPÍTULO VI
LA SEÑORA MINNS CHARLA POR LOS CODOS

Lo cierto es que a Daisy y a Pip les iban las cosas viento en popa. Mientras se hallaban ante el jardín del señor Hick discutiendo qué excusa podrían dar para dirigirse a la puerta de la cocina, percibieron un leve maullido.

—¿Has oído? —preguntó Daisy a Pip, tratando de dilucidar de dónde procedía el sonido.

Éste volvió a dejarse oír. Ambos niños miraron a lo alto de un árbol y, entre sus ramas, vieron un diminuto gatito blanco y negro, incapaz de subir o bajar.

—Está desorientado —murmuró Daisy—. ¿Por qué no subes a buscarlo, Pip?

Pip no tuvo inconveniente en encaramarse al árbol y, a los pocos instantes, puso en manos de Daisy al pequeño animalito.

—¿A quién debe de pertenecer? —inquirió la niña estrechándolo contra sí.

—Probablemente a la señora Minns, la cocinera —dedujo Pip—. Sea de quien sea, esto será una maravillosa excusa para ir a la cocina a preguntar.

—Efectivamente —convino Daisy, complacida.

Y sin más preámbulos echaron a andar por la calzada en dirección a la entrada de la cocina, que se hallaba en el extremo de la casa opuesto al garaje.

Una muchacha de unos dieciséis años procedía a barrer el patio, en tanto de la inmediata cocina llegaba el son de una machacona voz.

—¡Y no dejes tampoco ningún papelito flotando por el patio, Lily! La última vez que lo barriste, dejaste una botella rota, medio periódico y una porción de cosas más. ¡No me cabe en la cabeza que tu madre no te enseñase a barrer, ni a quitar el polvo, ni a guisar! Hoy día las mujeres confían la educación de sus hijas a personas como yo. ¡Como si no tuviese bastante trabajo en cuidar a un caballero tan particular como el señor Hick para, además, estar pendiente todo el día de una perezosa como tú!

La mujer dijo todo esto de un tirón. Sin prestar atención a sus palabras, la muchacha siguió barriendo el patio lentamente, con una nube muy espesa de polvo flotando ante sí.

—Hola —saludóla Pip—. ¿Es de ustedes este gato?

—¡Señora Minns! —gritó la muchacha—. Aquí están unos niños con el gatito.

La señora Minns apareció en la puerta. Era una mujer baja y rechoncha, con las mangas arremangadas por encima de sus regordetes dedos, y la respiración algo jadeante a causa de su gordura.

—¿Es suyo este gatito? —repitió Pip.

—¿Dónde se había metido esta vez? —exclamó la señora Minns, tomándolo de manos de Daisy y estrechándolo contra sí—. ¡«Dulcinea»! ¡«Dulcinea»! Aquí tienes de nuevo a tu gatito. ¿Por qué no lo cuidas mejor?

Una gran gata blanca y negra salió indolentemente de la cocina, mirando al gatito con expresión interrogante. El chiquitín emitió un maullido, tratando de saltar al suelo.

—Toma tu gatito, «Dulcinea» —murmuró la señora Minns.

En cuanto se vio en el suelo, el animalito precipitóse hacia su madre.

—¿Verdad que es exactamente igual que ella? —comentó Daisy.

—Tiene otros dos —declaró la señora Minns—. Entrad a verlos. ¡Son una monada! A los perros no puedo soportarlos. Pero si queréis verme feliz, dadme una gata con sus gatitos.

Los dos niños entraron en la cocina. La gata blanca y negra se metió en una cesta, en cuyo interior había tres gatitos blancos y negros, todos iguales.

—¡Oh, qué lindos! ¿Me permite usted quedarme un ratito a jugar con ellos? —preguntó Daisy, diciéndose que los mininos serían un magnífico pretexto para charlar con la señora Minns.

—Podéis quedaros con tal que no entorpezcáis mi trabajo —accedió la señora Minns, vaciando una lata de harina sobre la mesa, con intención de hacer un pastel—. ¿Dónde vivís?

—No lejos de aquí, en lo alto de la calle —respondió Pip—. La otra noche vimos el incendio.

Esto tuvo la virtud de despertar al punto la verborrea de la señora Minns. Poniéndose en jarras, la mujer empezó a dar cabezazos de asentimiento hasta conseguir que sus gruesas mejillas se agitasen en un temblor.

—¡Qué susto más grande me llevé! —exclamó—. Os aseguro que cuando vi lo que sucedía, me quedé tan pasmada que el roce de una pluma podría haberme derribado por tierra.

Pero ambos niños pensaron que, para conseguir semejante cosa, habría sido preciso, por lo menos, una barra de hierro. Mientras la cocinera continuaba charlando, sin acordarse ya para nada del pastel, Daisy acarició a los lindos gatitos.

—Yo me hallaba aquí sentada, en la cocina, tomando una taza de cacao y explicando a mi hermana esto y lo de más allá —explicó la mujer—. Aquel día estaba molida de limpiar la despensa y mis huesos agradecían aquel descanso que les deparaba. Pero he aquí que, de pronto, mi hermana me dijo: «¡María! ¡Huelo a quemado!»

Los niños la contemplaron fijamente. Ni que decir tiene que la señora Minns estaba encantada de contar con tan solícito auditorio.

—Entonces yo dije a Hannah, esto es, a mi hermana: «¡Parece que se quema algo! ¿No se estará tostando la sopa?» A lo cual Hannah replicó: «¡María! ¡Creo que está ardiendo algo!» Y entonces yo me asomé a la ventana. ¡Y vi un gran resplandor al fondo del jardín!

—¡Qué impresión debió de llevarse usted! —comentó Daisy.

—Inmediatamente dije a mi hermana: «¡Me parece que el estudio del amo se ha incendiado! ¡Cielos, qué día! Primero, el señor Peeks es despedido y se marcha con la maleta. Luego se presenta el señor Smellie y arma una trifulca de espanto con el señor. Después se cuela el mugriento vagabundo y el amo le sorprende robando huevos en el gallinero. ¡Y ahora, para colmo, se declara un espantoso incendio!»

Ambos niños escuchaban atentamente. Todo aquello era absolutamente nuevo para ellos. ¡Ave María! ¡Pues no había habido pocas riñas y pendencias el día del incendio! Pip preguntó quién era el señor Peeks.

—Era el criado y secretario del señor —explicó la señora Minns—. ¡Valiente tunante estaba hecho el tal mocito! Nunca fue santo de mi devoción. ¡Qué suerte que se fuera con la música a otra parte! ¡No me sorprendería que tuviese algo que ver con el incendio!

Al oír esto, Lily se sorprendió y no pudo menos que intervenir.

—El señor Peeks era demasiado caballero para hacer una cosa como esa —declaró la muchacha, barriendo un rincón—. Yo creo que fue el señor Smellie.

Los niños no concebían que pudiese haber una persona con semejante nombre
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—¿De «veras» se llama así ese señor?

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