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Authors: George Gissing

Tags: #Drama

Mujeres sin pareja (28 page)

Widdowson guardaba silencio a la espera de ver la reacción de su mujer. No podía poner ninguna objeción aceptable a que acompañara a la señora Luke, aunque odiaba la idea. Se quedó sentado, tenso y de cara a la pared, con una amarga sonrisa en los labios. Para su inexpresable deleite, Monica, después de pensarlo durante breves instantes, rechazó la invitación; no se encontraba bien; no se sentía con fuerzas para…

—¡Oh! —se rió la señora Luke—. ¡Ya veo, ya veo! Haz lo que quieras, por supuesto. Pero si a Edmund le quedan algunas
nous
(había aprendido esa expresión de un joven caballero, que a su vez la había aprendido en Oxford y que ahora se utilizaba en Tattersall's
[11]
y en todas partes) no dejará que te quedes ahí sentada deprimiéndote. Porque no es difícil darse cuenta de que estás deprimida.

La señora dama no se quedó mucho tiempo. Cuando por fin hubo subido a su carruaje, Widdowson estalló en una incontenida muestra de gratitud amorosa. ¿Qué podía hacer para demostrarle a Monica lo mucho que apreciaba su sacrificio por él? Estuvo misteriosamente ausente durante uno o dos días y mientras tanto se decidió, después de consultarlo con Newdick, a llevar a su esposa de vacaciones a Guernsey.

Cuando se enteró del proyecto Monica se mostró al principio moderadamente agradecida, pero al cabo de unos días sus fuerzas y ánimo renovados dieron claras muestras de que esperaba con muchas ganas que llegara la hora de partir. Su marido alquiló habitaciones en St. Peter Port; no tenía intención de arriegarse a no encontrar hotel. Todo estuvo preparado en dos semanas. Durante su ausencia, que podía prolongarse hasta un mes, Virginia viviría en Herne Hill para supervisar a las dos sirvientas.

El último domingo Monica fue a ver a sus amigas de Queen's Road. Widdowson no se atrevió a poner ninguna objeción. Detestaba que Monica fuera a esa casa, pero detestaba igualmente la idea de acompañarla porque en casa de la señorita Barfoot no podía fingir estar o conversar a sus anchas.

Se dio la circunstancia que la señora Cosgrove también estaba en la casa. La primera vez que se habían encontrado Monica no le prestó especial atención. Esa tarde se mostraron amistosas y la conversación las llevó a descubrir que ambas iban a pasar el siguiente mes en el mismo lugar. La señora Cosgrove esperaba que pudieran verse.

De camino a casa Monica decidió que era mejor no mencionar esa coincidencia. No podía estar segura de que a última hora Edmund decidiera quedarse en Herne Hill ante el peligro de coincidir con algún conocido en Guernsey. En ese aspecto era imposible confiar en su sentido común. Por primera vez tenía un secreto que no deseaba compartir con él y esa necesidad no hacía sino ejercer un efecto desfavorable en su forma de ver a Widdowson. Partían la noche del lunes. Durante el día Monica tuvo la cabeza dividida entre la alegría de ver una parte nueva del mundo y una sensación de absoluto desagrado por su casa. Hasta ese momento no había sido consciente de lo terrible que era la perspectiva de vivir en ella mucho tiempo sin más compañía que la de su marido. A la vuelta tendría que hacer frente a esa perspectiva. Pero no; de alguna forma su modo de vida tenía que cambiar. Estaba decidida a conseguirlo.

CAPÍTULO XVI
EL SALUDABLE AIRE DEL MAR

El cambio que se produjo en Monica de Herne Hill a St. Peter Port hizo de ella una nueva criatura. El tiempo no podía haber sido mejor: días y días de suave brisa y cielos magníficos, con una temperatura que invitaba a dar deliciosos y enérgicos paseos a cualquier hora y que a la vez permitía sentarse al aire libre, al calor del sol de mediodía. Estaban alojados en la mejor parte del pueblo, en la parte alta. La casa daba al mar y, más allá, a los acantilados de Sark. Widdowson se felicitaba por su decisión; era como revivir su luna de miel; nunca, desde que se habían instalado en la casa de Herne Hill, Monica se había sentido tan agradecida, tan afectuosa. Sin duda, su esposa era como la había imaginado desde un principio, perfecta en todos sus atributos conyugales. Cuán bella resultaba sentada a la mesa del desayuno, después de respirar la brisa marina desde las ventanas abiertas con su hermoso vestido y con un nuevo peinado que se había hecho sólo para gustarle. O cuando paseaba junto a él por los muelles, visiblemente admirada por los hombres con los que se cruzaban. O cuando se sentaba en el coche descubierto dispuesta a dar un paseo que encendería sus mejillas y teñiría de rojo sus labios, dulcificándolos.

—Edmund —le dijo una noche mientras conversaban frente a la chimenea—, ¿no crees que te tomas la vida demasiado en serio?

Él se echó a reír.

—¿Demasiado en serio? ¿Acaso doy la sensación de que no la disfruto?

—Oh, sí, ahora sí. Pero aun así lo haces con mucha seriedad. Parece que siempre estuvieras preocupado por algo y luchando contigo mismo para deshacerte de ello.

—No tengo ni una sola preocupación en el mundo. Soy el más afortunado de los mortales.

—Así deberías considerarte. Pero cuando regresemos, ¿cómo será todo? ¿No te enfadarás conmigo? De verdad creo que no podría vivir como antes.

—Que no podrías vivir como…

Se le oscureció la frente. La miró atónito.

—Deberíamos divertirnos más —continuó Monica, envalentonada—. Piensa en la cantidad de gente que lleva vidas aburridas y monótonas simplemente porque ése es el único tipo de vida que pueden tener. ¡Cómo nos envidiarían, con tanto dinero que gastar, libres para poder hacer lo que queramos! ¿No te parece una lástima estar ahí sentados día tras día, solos…?

—¡Por supuesto que no, querida! —le imploró—. ¡No sigas! Oírte hablar así me hace pensar que no me amas.

—¡Tonterías! Quiero que me entiendas. No soy de esas personas que sólo piensan en divertirse, pero sí creo que tendríamos que disfrutar más de nuestras vidas cuando estemos en Londres. La vida es muy corta, ¿sabes? No está bien pasarse todo el día encerrados en casa…

—Bueno, bueno, también ocupamos nuestro tiempo. Sin duda debería satisfacerte ocuparte de la casa. También tenemos nuestras obligaciones…

—Ya lo sé. Pero podría cumplir esas obligaciones en una o dos horas.

—No si quieres hacerlas bien.

—Lo suficiente.

—En mi opinión, Monica, a una mujer no debería satisfacerle nada tanto como cuidar de su casa.

Había recuperado su tono pedante. La expresión de su rostro, acorde con su tono, abandonó la relajación y se volvió extraña. Pero Monica no permitió que eso la alarmara. Durante la semana anterior se había comportado a fin de preparar el terreno para esa conversación. ¡Qué marido tan inocente!

—Deseo cumplir con mis obligaciones —dijo con tono firme—, pero no creo que esté bien cargarse de tareas aburridas cuando una tendría que estar viviendo. No creo que vivir sea pasar así semana tras semana. Si fuéramos pobres y yo tuviera un montón de hijos a los que cuidar además de las tareas de la casa, creo que no tendría queja alguna, por lo menos eso espero. Sería consciente de que tendría que hacer lo que sólo yo puedo hacer y hacerlo lo mejor posible. Pero…

—¡Lo mejor posible! —la interrumpió indignado—. ¡Vaya expresión! ¡No sólo sería tu obligación, querida, sino también tu privilegio!

—Espera un segundo, Edmund. Si fueras un tendero que ganara quince chelines por semana y trabajaras desde primera hora de la mañana hasta la noche, ¿pensarías que no es sólo tu obligación sino también tu privilegio?

Edmund respondió con ira en el gesto.

—Pero ¿qué comparación es ésa? Estaría ganándome la vida duramente, trabajando como un esclavo para otros. Pero una mujer casada que trabaja en su casa, para los hijos de su marido…

—El trabajo es el trabajo, y cuando una mujer se ve totalmente desbordada le debe resultar difícil no llegar a hartarse del marido, de los hijos y de la casa. Pero naturalmente no pretendo decir que mi trabajo es demasiado duro. Lo único que quiero decir es que no veo por qué alguien tiene que trabajar, y por qué no podemos disfrutar de la vida en lo posible.

—Monica, te han contagiado estas ideas esa gente de Chelsea. Ésa es precisamente la razón de que no me guste que las veas. Me niego a aceptar que…

—Pero te equivocas. Las señoritas Barfoot y Nunn son grandes defensoras del trabajo. Se toman la vida tan en serio como tú.

—¿Trabajo? ¿Qué clase de trabajo? Lo que quieren es que las mujeres pierdan su feminidad, conseguir incapacitarlas para las únicas tareas a las que deberían dedicarse. Conoces perfectamente mi opinión al respecto.

Edmund temblaba del esfuerzo por controlarse y hablar con indulgencia.

—No creo, Edmund, que haya demasiadas diferencias entre los hombres y las mujeres. Es decir, no las habría si se tratara a las mujeres justamente.

—¿Que no hay demasiadas diferencias? Oh, por favor. No digas tonterías. Hay tantas diferencias entre sus cerebros como entre sus cuerpos. Están hechos para cargar con obligaciones totalmente distintas.

Monica suspiró.

—¡Oh, «obligación» qué palabra!

Profundamente herido, Widdowson se inclinó hacia delante y le tomó la mano. Habló en un tono de reproche grave aunque suave. Monica se estaba abriendo a ideas que podían llevarla quién sabía dónde, que minarían su felicidad y que acabarían por hacerles desgraciados a ambos. Le rogó que apartara esas monstruosas especulaciones de su cabeza.

—¡Querida, querida esposa! Déjate guiar por tu marido. Es mayor que tú, cariño, y ha visto mucho mundo.

—No he dicho nada horrible, querido. Mis ideas no me vienen de nadie. Surgen de forma natural en mi cabeza.

—Bien, ¿qué es lo que realmente quieres? Dices que no puedes vivir como vivíamos antes de venir. ¿Qué cambiarías?

—Me gustaría tener más amigos, y verlos a menudo. Quiero oír hablar a la gente, y saber qué es lo que pasa a mi alrededor. Y leer otro tipo de libros, libros que de verdad me entretengan y que me inspiren algo en lo que pueda detenerme a pensar a gusto. Si no tengo más libertad mi vida se va a convertir en una carga.

—¿Libertad?

—Sí, no creo que haya nada malo en ello.

—¿Libertad? —la miró, estupefacto—. Estoy empezando a pensar que deseas no haberte casado conmigo.

—Sólo desearía eso si llegaras a conseguir que sintiera que estoy encerrada en una casa y que no me permites ir donde quiera. Supón que una tarde se te ocurre ir a dar un paseo por la City y que quieres ir solo, simplemente para estar tranquilo. ¿Acaso tengo algún derecho a impedírtelo o a quejarme? Y sin embargo te contraría mucho que sea yo la que quiera ir sola a algún sitio.

—Ahí está el error. Yo soy un hombre y tú una mujer.

—No veo dónde está la diferencia. Una mujer debería tener la misma libertad de movimientos que un hombre. No lo veo justo. Cuando he terminado con mis tareas en casa creo que debería poder disfrutar de la misma libertad que tú, exactamente la misma. Y estoy segura, Edmund, de que el amor necesita de la libertad si se pretende que sea un amor verdadero.

La miró fijamente.

—Eso que has dicho es horrible. Entonces, ¿si no me parece bien que te conviertas en una de esas mujeres que no reconocen ley alguna, dejarás de amarme?

—¿A qué ley te refieres?

—A la ley natural que establece el lugar de la mujer y que —añadió con voz trémula— la obliga a seguir el ejemplo de su marido.

—Estás enfadado. Será mejor que dejemos el tema.

Monica se levantó y se sirvió un vaso de agua. Le temblaba la mano al beber. Widdowson se sumió en una mortecina abstracción. Más tarde, acostados uno junto al otro, él quiso reanudar la conversación pero Monica no quiso hablar. Dijo que tenía sueño, le dio la espalda y pronto se quedó dormida.

Esa noche hubo tormenta. Un fuerte viento rugía sobre el Canal y cuando amaneció el cielo estaba cubierto de nubes y lluvia. Widdowson, que había descansado poco, estaba taciturno y malhumorado. Monica, por su parte, hablaba alegremente, al parecer ajena al silencio de su compañero. Le encantaba ese cielo turbulento; ahora podrían ver otra cara de la vida de la isla: el oleaje fiero y peligroso que rompía contra esas costas forradas de granito.

Habían traído consigo algunos libros y Widdowson, después del desayuno, se sentó a leer junto al fuego. Monica escribió primero una carta a su hermana; luego, como todavía resultaba imposible salir, cogió uno de los volúmenes que había sobre la mesilla del salón: novelas que habían dejado ahí anteriores inquilinos. Su elección fue un volumen de cubierta amarilla. Widdowson, estudiando furtivamente sus movimientos, llegó a ver el dibujo de la cubierta.

—No creo que ése te guste —apuntó, después de uno o dos intentos de hablar.

—De todas formas no me hará ningún daño —replicó ella de buen humor.

—No estoy tan seguro de eso. ¿Para qué perder el tiempo? Si quieres una buena novela, coge
Guy
Mannering.

—Veré primero si ésta me gusta
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.

Widdowson se sintió impotente, y sufrió terriblemente al pensar que Monica se estaba rebelando contra él. No podía entender cuál era la causa de ese cambio tan repentino. El miedo a perder el amor de su esposa le impedía caer en un despotismo de hecho, aunque estaba muy cerca de tomar una decisión definitiva.

No llovió durante la tarde y el viento amainó. Fueron a ver el mar. Había mucha gente arremolinada en el puerto, desde donde se disfrutaba de una gran vista de las enormes olas que rompían y salpicaban de espuma los acantilados de Sark. Mientras estaban allí Monica oyó que una voz amistosa pronunciaba su nombre; era la voz de la señora Cosgrove.

—Tenía muchas ganas de verla —dijo la señora—. Llegamos hace tres días.

Widdowson, sobresaltado, se dio la vuelta a fin de examinar a quien había hablado. Vio a una mujer de mediana edad, vestida sin atención a la moda, bien parecida y con aspecto de estar de muy buen humor. Cuando tendió hacia él su mano recordó haberla visto en casa de la señorita Barfoot. A cualquier hombre le resulta difícil mostrarse elegante cuando el viento sopla con fuerza; el desgarbo con el que devolvió el saludo de la señora Cosgrove no podría haber sido mayor, y a buen seguro no habría sido menos evidente si no hubiera tenido que aferrarse a su sombrero de fieltro.

Los tres hablaron durante unos minutos. Acompañaban a la señora Cosgrove dos personas, una mujer más joven y un hombre de unos treinta años, un tipo vivaz y atractivo con el pelo largo de color rojizo. Los dos miraban a Monica, pero la señora Cosgrove no hizo presentación alguna.

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