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Authors: George Gissing

Tags: #Drama

Mujeres sin pareja (32 page)

—Si es así, qué poco sentido tiene que sigamos hablando. Si se empeña en recordarme una y otra vez que su fuerza me pone en sus manos…

—¡Oh, no es eso! No voy a acercarme más a usted. Siéntese y responda a mi pregunta.

Rhoda pareció dudar, pero por fin tomó asiento en la silla junto a él.

—¿Está decidida a no casarse nunca?

—Nunca —respondió Rhoda con firmeza.

—¿Y si el matrimonio no interfiriera en su trabajo?

—Interferiría sin remedio con la mejor parte de mi vida, creía que lo había entendido. ¿Qué pasaría con el valor que estoy capacitada para infundir en mis chicas?

—¿Valor para rechazar el matrimonio?

—Para despreciar el viejo concepto según el cual la vida de una mujer está desaprovechada si no se casa. Mi trabajo consiste en ayudar a todas esas mujeres que, por mera necesidad, tienen que vivir solas, mujeres ridiculizadas por la opinión general. ¿Cómo puedo ayudarlas de forma más efectiva que viviendo entre ellas, siendo una más, y mostrándoles que mi vida no es sólo lamentaciones y fatigas? Nací para esto. Me da una sensación de poder y de utilidad que me hace feliz. Éste es también el trabajo de su prima, y lo hace admirablemente. Si ahora desertara me despreciaría a mí.

—¡Magnífico! Si pudiera llegar a plantearme vivir sin usted, la animaría a que perseverara y triunfara en lo suyo.

—No necesito que nadie me anime a perseverar.

—Y precisamente por eso, porque es usted capaz de cosas así, la amo aún más.

Había triunfo en la mirada d Rhoda, aunque hizo lo posible por disimularlo.

—Entonces, por su propio bien —dijo— espero que me evite. Es muy fácil. No tenemos nada en común, señor Barfoot.

—No espere que esté de acuerdo con eso. En primer lugar, posiblemente no haya en el mundo ni media docena de mujeres con las que pudiera hablar como lo he hecho con usted, y es más que improbable que vaya a conocer a alguna de ellas. ¿Debo entonces resignarme y olvidarme de la única oportunidad que tengo para perfeccionar mi vida?

—No me conoce. Somos diferentes en mil puntos esenciales.

—Dice eso porque tiene usted una idea de mí totalmente equivocada.

Rhoda echó un vistazo al reloj que descansaba sobre la repisa de la chimenea.

—Señor Barfoot —dijo cambiando la voz—, ¿me perdonará si le recuerdo que son pasadas las diez?

Él suspiró y se levantó.

—Sin duda la niebla ya no es tan espesa. ¿Quiere que mande pedir un coche?

—Iré caminando a la estación.

—Una palabra más —dijo, con una callada dignidad que Everard no pudo pasar por alto—. Es la última vez que hablamos así. No volverá a obligarme a hacer lo imposible por evitar conversaciones dolorosas e inútiles.

—La amo, y no puedo perder la esperanza.

—Entonces, tendré que seguir haciéndolo —se le ensombreció el rostro y se levantó, esperando que se fuera.

—No debo proponerle que nos demos la mano —dijo Everard, dando un paso hacia ella.

—Esto que no olvide que no tenía más opción que la de ser su anfitriona.

Su expresión y su tono de voz afectaron a Barfoot, que se avergonzó durante unos instantes. Inclinó la cabeza, se acercó a ella y sostuvo entre las suyas la mano que ella le tendía, sin apretarla, sólo un segundo.

A continuación salió de la habitación.

La niebla se había levantado un poco; podía encontrar el camino por la acera sin necesidad de avanzar a tientas, y no le sobrevino ningún percance antes de llegar a la estación. La cara y el cuerpo de Rhoda le precedían. No estaba abatido. Teniendo en cuenta las palabras de la señorita Nunn, tarde o temprano acabaría rindiéndose; Barfoot estaba extrañamente seguro de eso. Quizá la obstinación que le caracterizaba fuera la fuente de esa confiada esperanza. Ya no le importaban las condiciones en que podía conseguirla. Le daba igual que fuera por medio de un matrimonio legal o de una unión libre. Si el poder de una encarnizada fuerza de voluntad significaba algo, la vida de Rhoda debía unirse a la suya.

La señorita Barfoot llegó a las once y media, después de varios retrasos en su viaje. Estaba aterida de frío, casi asfixiada por la contaminación y muy insatisfecha con su visita a Faversham.

—¿Qué ha pasado? —fue su primera pregunta cuando Rhoda llegó al vestíbulo, toda simpatía y solicitud—. ¿Ha impedido la niebla llegar a nuestro invitado?

—No, ha cenado aquí.

—Mejor, así has estado acompañada.

No volvieron a hablar del tema hasta que la señorita Barfoot se hubo recuperado de los efectos del viaje y disfrutaba de su más que merecida cena.

—¿Intentó irse?

—Era realmente imposible. Tardó casi media hora en llegar hasta aquí desde Sloane Square.

—¡Qué insensato! ¿Por qué no cogió un tren de vuelta de inmediato?

Había un resplandor muy peculiar en el rostro de Rhoda y la señorita Barfoot lo había visto desde su llegada.

—¿Discutisteis mucho?

—No más de lo esperado.

—¿No se le ocurrió esperarme?

—Se fue hacia las diez y media.

—Claro, bastante tarde, teniendo en cuenta las circunstancias. Ha sido una pena, aunque no creo que a Everard le importara demasiado. Habrá aprovechado la oportunidad para meterse contigo.

Una simple mirada le reveló que Everard no había sido el único en disfrutar de la velada. Rhoda llevó la conversación por otros derroteros, pero la señorita Barfoot siguió reflexionando sobre lo que había percibido.

Unas noches más tarde, cuando la señorita Barfoot llevaba unas dos horas a solas, Rhoda entró en la biblioteca y se sentó a su lado. La mayor de las dos mujeres levantó los ojos de su libro y vio que su amiga tenía algo muy especial que decirle.

—¿Qué pasa, querida?

—Voy a poner a prueba tu bondad y hacerte unas cuantas preguntas desagradables.

La señorita Barfoot supo de inmediato lo que eso significaba. Manifestó plena disposición para responder, pero había incomodidad en su rostro.

—¿Puedes decirme con claridad qué es lo que hizo tu primo cuando se comportó como lo hizo?

—¿De verdad quieres saberlo?

—Me gustaría.

Hubo una pausa. La señorita Barfoot no dejaba de mirar la página que tenía enfrente.

—En ese caso me tomaré la libertad de hablarte como una vieja amiga, Rhoda. ¿Por qué quieres saberlo?

—El señor Barfoot —respondió la otra con sequedad— ha tenido la bondad de decirme que está enamorado de mí.

Sus ojos se encontraron.

—Lo sospechaba. Estaba segura de que ocurriría. ¿Te pidió que te casaras con él?

—No, no lo hizo —replicó Rhoda, utilizando para ello una frase conscientemente ambigua.

—¿Se lo permitirías?

—En cualquier caso no fue eso lo que ocurrió. Me haría muy feliz que respondieras a mi pregunta.

La señorita Barfoot reflexionó, pero finalmente contó la historia de Amy Drake. Con las manos en las rodillas y la cabeza ladeada, Rhoda la escuchaba en silencio y, a juzgar por la expresión de sus rasgos, sin sentir la menor emoción.

—Ésta —terminó su amiga— es la historia tal como se entendió en su momento, por desgracia para Everard en todos los sentidos. Sabía lo que se decía de él y no dijo una sola palabra que pudiera contradecirlo. Pero no hace mucho, una noche me preguntó si habías sido informada de ese escándalo. Le dije que sabías que había hecho algo que yo consideraba tremendamente vil. Eso le dolió y a continuación declaró que ni yo ni nadie sabía la verdad, y que había sido víctima de una calumnia. Se negó a decir más. ¿Qué debo pensar?

Rhoda escuchaba con una atención cada vez mayor.

—¿Declaró que no era culpable?

—Supongo que eso era lo que quiso decir. Pero cuesta creer…

—Naturalmente nunca puede saberse la verdad —dijo Rhoda con total indiferencia—. Y no importa. Gracias por satisfacer mi curiosidad.

La señorita Barfoot aguardó un instante y luego se echó a reír.

—Algún día, Rhoda, te tocará a ti satisfacer la mía.

—Sí… si estamos vivas para entonces.

Rhoda no se molestó en preguntarse hasta qué punto Barfoot era culpable. No volvió a pensar en la historia. Sin duda había habido en su carrera otros incidentes de igual naturaleza; moralmente no era ni mejor ni peor que los hombres en general. Rhoda veía con desprecio a las mujeres que proporcionaban tales oportunidades; juzgaba a los hombres que cometían tales ofensas con más filosofía e indulgencia que en otros tiempos.

Había hecho realidad su deseo y había disfrutado de su triunfo. Con sólo mover un dedo Everard Barfoot se casaría con ella.

Segura de ello, sentía una nueva felicidad; a veces, cuando estaba ocupada en cosas diametralmente ajenas a esta experiencia, un arranque de felicidad se apoderaba de repente de su corazón y le encendía las mejillas. Se movía entre la gente con una dignidad consciente que no se parecía a aquella con la que sólo había satisfecho su necesidad de distinción. Hablaba con mayor suavidad, era más paciente, sonreía cuando antes se hubiera burlado. En definitiva, la señorita Nunn era una persona mucho más agradable.

Aunque en esencia seguía siendo la misma, o eso al menos era lo que ella creía. Seguía adelante con su misión sin tanta amargura, con espíritu más magnánimo, nada más. Pero seguía adelante, y sin temor a que nada la apartara de ese sendero de generosidad.

CAPÍTULO XVIII
UN REFUERZO

Durante el mes de enero, Barfoot se dedicó a convencer a su hermano Tom de que se marchara de Londres, donde la salud del enfermo empeoraba irremisiblemente. Los doctores le apremiaban con el mismo fin, pero en vano, ya que la señora Thomas, a pesar de sus manifestaciones de horror ante la insensata insistencia de su marido en quedarse donde no tenía la menor esperanza de recuperación se negaba a acompañarle a cualquier otro lado. La pareja no tenía hijos. La señora siempre hablaba de sí misma como de una pobre mujer que era víctima de enfermedades misteriosas. De hecho, tenía cierta tendencia a la histeria que se confundía del todo con los efectos de su maldad y con los impulsos de una naturaleza originalmente vil; sin embargo había llegado a ser todo un personaje en ciertos ambientes de adinerada vulgaridad, e incluso había llegado a dar pie a algunos escándalos. Su marido, al margen de la opinión que pudiera tener al respecto, no permitía que le hablaran mal de ella. Como Everard, era un hombre muy testarudo, y después de mucho trampear acabó prohibiéndole a su hermano que hablara de algo sobre lo que estaban tan en desacuerdo.

«Tom se está muriendo —escribió Everard a principios de febrero a su prima de Queen's Road—. El doctor Swain me ha asegurado que si no le sacamos de aquí no durará más de dos meses. Esta mañana he visto a la mujer (así se refería siempre a su cuñada) y me dirigí a ella con las palabras más sencillas y directas que ha tenido el privilegio de oír en su vida. Se produjo una escena tremenda, que terminó cuando se tiró en el sofá, gritando tanto que aterrorizó a toda la casa. Opino que tenemos que sacar de allí al pobre de Tom a la fuerza, Su capacidad de autoengaño puede conmigo, pero no voy a cejar en mi empeño de salvarle la vida. ¿Vendrás a ayudarme?»

Una semana más tarde conseguían llevar al enfermo de vuelta a Torquay. La señorita Barfoot lo había dejado al cuidado de sus médicos, enfermeras y enojados parientes; se consideró expulsada de la casa y se instaló en un lujoso hotel. Everard se quedó en Devon más de un mes, dedicándose con afecto, un afecto que parecía aumentar a medida que se ponía a prueba su genio, a cuidar de la salud de su hermano. Thomas mejoró un poco; de nuevo hubo esperanza. Entonces, de pronto, movido por un impulso frenético, después de haber escrito cincuenta cartas que no habían visto respuesta, emprendió el viaje en busca de su esposa. Tres días después de su llegada a Londres estaba muerto.

En su testamento, escrito en Torquay, legaba a Everard una cuarta parte de su fortuna. El resto se lo dejaba a la señora Barfoot, que había confesado sentirse demasiado enferma para asistir al funeral y que dos semanas más tarde estaba suficientemente recuperada para ir al campo a visitar a una amiga.

Everard contaba desde ese momento con unos ingresos de no menos de mil quinientas libras anuales. Siempre había previsto que la muerte de su hermano le enriquecería, pero nadie habría luchado con tanta energía como él lo había hecho para retrasar esa favorable situación. La viuda le acusaba, allí donde se encontrara, de fratricidio deliberado; difamaba su reputación, de palabra o por carta, entre todos sus conocidos, y manifestaba que la terrible ira de su cuñado, motivada por no haberle sacado mayor partido al testamento, la hacía temer por su vida. Esta última e increíble aseveración fue expresada en una carta larga y violenta que envió a la señorita Barfoot y que ésta mostró a su primo en cuanto tuvo ocasión. Everard había aparecido por casa de Mary Barfoot un domingo por la mañana de finales de marzo para despedirse antes de partir a un viaje de unas semanas. Después de haber leído la carta, se echó a reír con una peculiar ferocidad.

—Un asunto así —dijo la señorita Barfoot— puede que requiera que la demandes. Todo tiene un límite, incluso las licencias que una mujer pueda atribuirse.

—Soy mucho más partidario —replicó Everard— de comprar un pequeño bastón y darle unos cuantos azotes.

—¡Oh, oh!

—¡Créeme, no veo razón alguna para no hacerlo! Eso es lo que haría con un hombre que me hablara así, y lo haría aunque fuera una débil criatura incapaz de protegerse. En esa terrible escena que tuvimos antes de que Tom se fuera estuve a un paso de pegarle. Hay mucho que decir sobre la violencia con las mujeres. Estoy convencido de que muchos de los obreros que pegan a sus mujeres hacen lo que tienen que hacer. Ninguna otra medida daría resultado. Ya ves lo que resulta de la impunidad. Si esa mujer pensara que existe la posibilidad de que le diera un correctivo en público vigilaría mucho más su comportamiento. Veamos qué piensa la señorita Nunn.

Rhoda entraba en ese momento en la habitación. Ofreció la mano con franqueza y preguntó de qué hablaban.

—Échele un vistazo a esta carta —dijo Barfoot—. Oh, ya la ha visto. Propongo hacernos con un bastón ligero, flexible y elegantón y propinarle a la señora Barfoot media docena de buenos azotes en la espalda en su propio salón, una de esas tardes en que tiene visitas. ¿Qué le parece?

Habló con una demostración tal de enojada seriedad que Rhoda hizo una pausa antes de responder.

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